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“Un libro convertido en destino”: Küng y la justificación según Barth (II)

La admiración creciente de Küng por la obra de Barth encontró más razones de peso: le impresionaron su estructura, su apego a la Biblia, su cristocentrismo y la reelaboración original de los grandes temas.

GINEBRA VIVA AUTOR 79/Leopoldo_CervantesOrtiz 23 DE ABRIL DE 2021 09:14 h
Detalle de la portada de la edición de 'Libertad conquistada' en castellano.

A la memoria del P. Gonzalo Balderas Vega, ejemplo de amor cristiano y pasión por la verdad evangélica común



 



Me impresiona cómo la teología de Barth, basada en el testimonio bíblico, se responsabiliza constantemente de la historia y al mismo tiempo se confronta enérgica y a veces polémicamente con el presente. De amplio horizonte y a la vez concentrada. Nada que ver con la teología de tesis romana, que utiliza la Escritura sólo como cantera. Es, al contrario, una teología penetrada por la Escritura por todos sus poros, basada como único centro en Jesucristo.[1]



H.K., Libertad conquistada. Memorias (2003)



 



Bajo el preciso membrete de “Libertad de cristiano”, capítulo IV de su primer tomo de memorias, Hans Küng se ocupa minuciosamente de exponer los entretelones de su estudio sobre la justificación por la fe en Karl Barth, tema de su tesis doctoral ampliamente difundida y discutida a partir de su publicación en 1957. Diez años después apareció en español. En casi 60 páginas discute la evolución de su proyecto, las dificultades para sacarlo adelante, el contacto con Barth y el contexto de su defensa. Presiden esas páginas, como epígrafe, estas palabras del teólogo reformado: “Cual Noé, desde la ventana de mi arca saludo su libro como un nuevo claro síntoma de que, aunque no del todo pasado, está amainando el diluvio de los tiempos en que teólogos católicos y protestantes sólo querían hablar entre ellos o polemizando o con un pacifismo indiferente o de ninguna manera” (p. 157).



Cada apartado del capítulo (20, en total, aunque los cinco últimos están dedicados a otras cosas) desglosa algún aspecto de la obra que lo dio a conocer al gran mundillo teológico del momento, con toda la carga de controversia que el tema implicaba. En “Buscando un tema” describe cómo fue hurgando en sus intereses personales hasta alcanzar la claridad suficiente para dedicarse al autor de la Dogmática de la Iglesia: “Ya el 3 de noviembre de 1952 presento a mi padre espiritual (y sólo un año más tarde, cuando todo está previsto, al rector) mi plan: tras la licenciatura en teología en otoño de 1955 querría trasladarme a París. A él le parece bien, pero me convence para que la tesis doctoral la dedique no a la teología de la historia (sobre este tema había yo tenido, con buena aceptación, una intervención pública) sino a la teología de mi paisano Karl Barth” (p. 158). Desde más atrás en sus memorias, la figura de Barth ya es alguien familiar, como cuando se refiere a Hans Urs von Balthasar como expositor e intérprete de sus ideas (p. 121), o al hablar de la teología evangélica: “En mis últimos años de Roma me doy cuenta de que también la teología evangélica, que por entonces conozco poco a poco leyendo los escritos de Karl Barth, tiene problemas en esta cuestión: ¿hay que abandonarse de antemano a la palabra de Dios en esta cuestión fundamental?, ¿sencillamente leer la Biblia?, ¿y qué pasa con quienes no leen la Biblia por su origen, su formación o su actitud...?” (pp. 128-129). También menciona a Yves Marie Congar como lector de Barth (p. 138) y sus años en Roma en la lectura apasionada de la Dogmática barthiana (p. 150).



[photo_footer]Portada de la tesis de Küng en francés.[/photo_footer]



Narra, así, cómo inició los contactos en el Instituto Católico de París a fin de encontrar al director de la tesis, hasta optar por Louis Bouyer (1913-2004; autor de La descomposición del catolicismo), “un convertido del luteranismo y excelente conocedor de la espiritualidad cristiana, al que podría confiar la dirección de mi tesis como profesor del Instituto Católico. Escribo a éste a comienzo de febrero, pero hasta abril de 1954 no recibo la carta en la que me acepta como doctorando” (p. 159). Autorizado por el obispo de Basilea para ir a París, con la condición de concluir los estudios en dos años, comienza entonces su “estudio en serio” de Barth:



empiezo con los escritos menores especialmente sobre Iglesia y teología, leo, naturalmente, la célebre Carta a los Romanos de Barth y empiezo con algunos capítulos escogidos (por ejemplo, sobre el conocimiento natural de Dios) de su monumental Dogmática eclesial, que tiene ya diez volúmenes, en la medida en que me es posible compatibilizarlo con la preparación de mi examen de licenciatura (y los estudios de la teoría de la evolución biológica). A la vez estudio intensamente obras clave de la recepción de Barth en el mundo católico: mientras me resulta magistral la interpretación de Hans Urs von Balthasar, el trabajo del dominico Jéróme Hamer, que intenta clasificar a Barth en el “ocasionalismo”, me parece deudor de prejuicios escolásticos (p. 160).



A continuación, relata su contacto personal con “El maestro de una orden laica: Hans Urs von Balthasar”, teólogo cuya obra de análisis de Barth se había establecido ya como obligada, un espíritu culto, pero con quien no sintió deseos de abrir su corazón. En “¿Por qué precisamente Karl Barth?” explica los prolegómenos de su investigación y cómo de los diálogos intensos con Henri Bouillard (1908-1981), otro teólogo francés muy conocedor de Barth (su estudio en dos volúmenes sobre él es, también, de 1957) se derivó el tema central de su tesis, la justificación, que afinará con Bouyer en reuniones posteriores, quien le recomendó leer a Calvino, Lutero y Newman. La pregunta del apartado es particularmente sensible y necesaria, y la responde Küng en tres párrafos fundamentales, en los que refulge su entrega a una obra teológica que aún estaba en plena expansión:



Un primer argumento, puramente externo, me lo había dado ya el padre Klein: Karl Barth es paisano mío […] Sobre todo la lucha de la Iglesia contra los nazis con Barth a la cabeza, que desde que fue apartado de su cátedra en Bonn en noviembre de 1934 era profesor en Basilea, lo había hecho muy popular también en Suiza, sin que fuera del agrado de todo el mundo. […]



…un segundo argumento es para mí que este suizo escribe un alemán brillante. […] Leer no sólo alemán teológico, como el de Karl Rahner, por ejemplo, sino teología en buen alemán es una auténtica experiencia. […]



Pero lo más importante para mi elección de Karl Barth es su teología. Estoy convencido: ningún teólogo protestante de este siglo cuenta, por razón de su lucha contra el nazismo, con una autoridad más grande; ninguno, con una obra más amplia y más profunda por mor de su ingenio y su incansable trabajo (énfasis agregado). Después de su Carta a los Romanos, que hace época (1919, totalmente reelaborada en 1922), y de otros muchos escritos, a partir de 1932, volumen tras volumen, publica su Dogmática eclesial (KD). Después de la teología sobre la palabra de Dios (“Prolegomena”: KD I, 1-2), tres grandes temas: la elección (KD II, 1-2), la creación (KD III, 1-4) y la reconciliación (KD IV). Cuando para mi tesis empiezo a leer el volumen IV, 1 de la Dogmática eclesial (en realidad el tomo XI), escribo en mi diario: “Sencillamente grandioso” (p. 164).



[photo_footer]Louis Bouyer.[/photo_footer]



La admiración creciente por la obra de Barth, en pleno estudio de ella, encontró más razones de peso para seguir acometiendo el análisis, pues la valoración que hizo de ella se situó en puntos específicos de su desarrollo: le impresionaron su estructura, su apego a la Biblia, su cristocentrismo y la reelaboración original de los grandes temas. Su arrobamiento es detallado con un estilo que atrapa y convence al mostrar las características de esa teología:



¿Qué es lo que encuentro grandioso en la teología de Barth? No sólo su capacidad de formulación de ideas y palabras; sobre todo, su lograda arquitectura, que a mí me recuerda a Tomás de Aquino, pero para la que Barth se inspira sobre todo en la Institutio de Calvino y sobre todo en la Doctrina de la fe de Schleiermacher. Y en todo ello un permanente cristocentrismo, que permite una nueva definición, ya hace tiempo echada de menos por mí, de la relación entre fe y conocimiento, naturaleza y gracia, creación y salvación. Y a partir de esta base radicalmente cristológica, una reelaboración original hasta en los detalles de los grandes contextos (p. 164).



La forma en que expone su estructura interna es magistral al apuntar hacia los tres oficios de Cristo, tema de la teología reformada más clásica:



En concreto siguiendo tres ideas paralelas (a cada una se dedica un volumen): Primero, el Señor como siervo (el ministerio sacerdotal de Jesucristo): soberbia del hombre, su justificación por la fe a pesar de todo y la convocación de la comunidad. Luego, el siervo como Señor (su ministerio real): inercia del hombre, su salvación por el amor y construcción de la comunidad. Finalmente, Jesús como testigo verdadero (su ministerio profético): la mentira del hombre, pero llamado a la esperanza, y la misión de la comunidad (Ídem, énfasis agregado).



Asimismo, al abordar la absoluta otredad de Dios, derivada de las lecturas de Kierkegaard y Rudolf Otto: “Tras la insistencia en la divinidad de Dios, del totalmente Otro, en la trascendencia, en la diferencia cualitativa infinita entre Dios y todas las criaturas en los primeros años de Barth, se hace cada vez más importante la afirmación de la humanidad de Dios y del hombre a la luz de la encarnación de Dios en Cristo” (pp. 164.-165). Con todo, en 1953 aún no se sintió con la fuerza para visitar a Barth:



Todavía he estudiado poco su Dogmática eclesial. ¡Qué insolencia visitar a esta celebridad sin haber trabajado su obra más importante!”. La cercanía incansable con la Dogmática, que ya alcanzaba las ¡9 mil páginas! Le produjo todo lo contrario de cansancio: “¡Nada de fatiga; un placer intelectual y una experiencia espiritual! Porque de ese modo puedo recorrer entero el amplio y bien estructurado pensamiento teológico de Barth y al mismo tiempo las grandes tradiciones cristianas, especialmente la luterana y reformada, y obtener información y orientaciones básicas sobre las controversias teológicas importantes del siglo XX. A ello me ayudan la Historia de la teología protestante del siglo XIX de Barth y sus antecedentes (p. 165).



[photo_footer]Hans Küng.[/photo_footer]



Ya desde entonces se asoma la dualidad que tantos problemas le causaría años más tarde: la percepción clara de que lo católico y lo evangélico podían fundirse en una obra teológica honesta y sin dobleces, especialmente al leer a Von Balthasar:



Del libro de Balthasar sobre Barth, sin el que mi propio trabajo sobre éste hubiera sido apenas posible, aprendo lo siguiente: que lo católico y lo evangélico pueden reconciliarse precisamente allí donde ambos, de la manera más consecuente, son ellos mismos. Estoy de acuerdo con Balthasar en que Barth, precisamente porque encarna la plasmación más consecuente de la teología evangélica, se acerca al máximo a la teología católica: al centrarse por completo, como evangélico, en Cristo, su concepción es precisamente por eso, como la católica, universal. ¡Es aquí donde reconozco la posibilidad de una nueva teología ecuménica acorde con la Escritura y con los tiempos! (Ídem, énfasis agregado).



Confiesa, además, que leyó a los “antípodas” de Barth, como Bultmann y conversó con Heinrich Schlier (1900-1978) un discípulo suyo, converso al catolicismo. Todo ese contexto le sirvió para arribar a un “Resultado estimulante y alentador”, lo que le permitió desembocar “en la doctrina de Barth sobre la justificación del pecador, después de haber ya trabajado intensamente en el decreto sobre la justificación del concilio de Trento y también en otros documentos eclesiásticos” (p. 166). Desde allí deslindará lo que está en juego: “se trata del articulus stantis et cadentis ecclesiae, del artículo de fe, según Lutero, de una Iglesia que está de pie y cae”. Estaría ahora, frente a frente, “con el impedimento fundamental para un entendimiento entre católicos y protestantes. Que me sea posible llegar no ya a un acercamiento (convergencia) sino a una coincidencia (consenso) entre Trento y Barth, no me atrevo ni a esperarlo”. ¡Cuántos puntos intermedios no debían plantearse entre esas dos palabras tan simples, pero tan exigentes: convergencia y consenso! ¡Cuántos debates y controversias teológicas entre católicos y protestantes en la historia se escondían detrás de ambas! Küng era consciente de ello al momento de trasponer ese umbral que lo llevaría hacia espacios desconocidos.



Finalmente sale de sus manos el manuscrito de 220 páginas, en el semestre de verano de 1955, en Roma. Küng estaba en condiciones de formular un postulado crucial:



En cuanto a la doctrina de la justificación, en conjunto, hay una coincidencia básica entre las tesis de Barth y las de la Iglesia católica”. De ahí, por tanto, no deriva razón alguna para una división de la Iglesia. Ésta carece de meollo, de un motivo básico, teológico. Tanto desde el lado católico como desde el evangélico puede decirse que la justificación del hombre acaece sólo por la gracia de Dios en virtud de la fe confiada, la cual, de todos modos, ¡tiene que actuar en obras de amor! Empiezo a darme cuenta del resultado tan rico en consecuencias para la ecumene que tengo entre mis manos ahora, en 1955 (p. 167).



El 9 de junio de 1955 le escribió Küng a Barth para informarle que ha terminado el texto y que deseaba hablar con él. Para Barth “será más fácil, aunque se trate de tesis opuestas, hablar cara a cara” y estuvo dispuesto a leerlo. Por teléfono, le preguntó su edad, y al enterarse (¡27 años! ¡La misma de Calvino al publicar la Institución…!) quedaron de acuerdo en reunirse pronto. Ése sería el comienzo de una genuina amistad.



 



Notas



[1] H. Küng, Libertad conquistada. Memorias. Madrid, Trotta, 2003, p. 165.


 

 


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