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Comentario al libro de Josué, de Samuel Pérez Millos

Entre los salvos por gracia está el personaje central del capítulo 2, una mujer gentil llamada Rahab, que alcanza la salvación gratuitamente junto con su familia directa y que vino a incorporarse a las bendiciones que Dios había determinado para Su pueblo Israel.

FRAGMENTOS 15 DE ABRIL DE 2021 18:00 h
Detalle de la portada del libro.

Un fragmento de “Comentario al libro de Josué”, de Samuel Pérez Millos (Clie, 2020). Puede saber más sobre el libro aquí.



CAPÍTULO 2 - RAHAB



Introducción



La gracia y la fidelidad de Dios se manifiestan admirablemente en relación con su pueblo. Los había liberado de la esclavitud en Egipto, los condujo a lo largo de los cuarenta años en el desierto y los situó en los límites de la frontera con Canaán para darles la heredad que había prometido para ellos. En todo ello, junto con la gracia, se aprecia la fidelidad de Dios cumpliendo lo prometido a los padres de la nación. Sin embargo, el relato queda aparentemente cortado para incorporar la historia de Rahab, la mujer cananea, ciudadana de Jericó, la primera ciudad que fue conquistada por Israel en la ocupación de la tierra. Dios había provisto bendiciones para Su pueblo, no obstante, también alcanza con ellas a quienes no formaban parte de la nación escogida e incluso a quienes no tenían otra esperanza que la propia de sus conciudadanos: ser destruidos totalmente por pertenecer a pueblos para los que Dios había destinado ese juicio a causa de su pecado. Entre los salvos por gracia está el personaje central del capítulo, una mujer gentil llamada Rahab, que alcanza la salvación gratuitamente junto con su familia directa y que vino a incorporarse a las bendiciones que Dios había determinado para Su pueblo Israel. El relato se establece detallando el envío por Josué de un pequeño grupo de exploradores que inspeccionarían la ciudad de Jericó y su entorno (v. 1). Su misión les llevó a la casa de Rahab, en donde procuraban ocultarse de los ciudadanos de Jericó, quienes, de algún modo, sabían el propósito de Israel y tenían noticias de la destrucción de ciudades importantes al otro lado del Jordán, cuyos territorios habían sido ocupados por los hebreos. Aquella mujer trató de forma muy especial a los espías enviados por Josué, ocultándolos cuidadosamente en el terrado de su casa y proveyendo para ellos lo necesario (vv. 2-7). En el diálogo con ellos se descubre la fe de aquella mujer en el Dios de Israel, el único Dios verdadero. Palabras concretas expresaban el convencimiento íntimo de aquella fe, aceptando y afirmando que el Señor tenía la tierra y aquella ciudad para entregarlas en manos de Israel. Rahab testificó de cómo Dios había comenzado a debilitar la parte íntima de los habitantes de Jericó, describiendo su estado de ánimo ante la presencia de los hebreos al otro lado del río. Dios estaba actuando, no en el exterior de los enemigos de Israel, sino en el interior de ellos amedrentándolos, preparando todo para la primera victoria en la tierra de Canaán (vv. 8-11). La petición de Rahab para que su vida y la de los suyos fuese respetada y perdonada, evidencia su fe sólida en Dios; no dudaba de su misericordia (vv. 12-16). Junto con la promesa de vida, los espías establecieron las condiciones para que la petición de Rahab se cumpliera. Ella había de mantener atado en la ventana de su casa un hilo escarlata, que sería señal al ejército de Israel en el momento de la conquista de la ciudad, y que preservaría la vida de cuantos estuvieran en la casa (vv. 17-21). Finalmente, el informe de los espías cierra el paréntesis dentro del relato de los preparativos anteriores al inicio de la conquista. El relato bíblico une la historia segura de los acontecimientos ocurridos a la teología, mostrando un extraordinario cuadro de providencia divina en favor de los suyos. El pasaje ofrece cuatro cuadros excelentemente enlazados —como corresponde a un relato inspirado— en el que destaca sobre todo la presencia de Dios orientando todo para la realización de Sus propósitos soberanos, conforme a Sus designios.



 



EL RECONOCIMIENTO DE JERICÓ: RAHAB Y LOS ESPÍAS (2:1-24)



Los espías enviados (2:1)



1. Josué hijo de Nun envió desde Sitim dos espías secretamente, diciéndoles: Andad, reconoced la tierra, y a Jericó. Y ellos fueron, y entraron en casa de una ramera que se llamaba Rahab, y posaron allí.



Josué había iniciado los preparativos necesarios para ejecutar la voluntad de Dios en relación con la posesión y reparto de la tierra prometida (1:4, 6). Primeramente, ordenó que el pueblo hiciera los acopios de comida pertinentes para que cada familia tuviera lo necesario a la hora de cruzar el Jordán e introducirse en Canaán (1:11). Josué siguió tomando decisiones en relación con la conquista en sí del territorio del que había de posesionarse Israel. Lo hacía desde el lugar en donde estaba acampado el pueblo, llamado aquí Sitim, en la forma abreviada del nombre “Abelsitim” (Nm. 33:49). Sitim significa acacias, por lo que “Abel-sitim” probablemente equivale a prado de las acacias o, para otros, arroyo de las acacias. Este lugar, situado en Transjordania, se identificó primeramente con la actual Tell el-kefrein, situada a menos de dos kilómetros al norte de Kefrein, la Abila romana citada por el historiador Flavio Josefo (Antigüedades 5:4). Sin embargo, más recientemente, se la identifica con la actual Tell-el-hamman, situada a unos dos kilómetros al sudeste de Tell-el- Kefrein (1). Fue en aquel lugar donde años antes el pueblo de Israel, inducido por las mujeres de Moab, había cometido el pecado de adorar a los dioses moabitas, trayendo la ira de Dios sobre ellos (Nm. 25:1-4). Desde este mismo sitio, un pueblo nuevo estaba dispuesto para subir a la tierra prometida, y el conductor del pueblo tomaba las disposiciones necesarias para hacerlo conforme a la voluntad de Dios.



Josué envió a dos exploradores —más bien espías (2) — para reconocer un punto concreto: Jericó. Probablemente lo hizo el mismo día que envió a sus oficiales para ordenar el acopio de comida entre el pueblo. Ninguna semejanza puede establecerse con la acción de Moisés cuando envió a doce espías para reconocer la tierra de Canaán desde el desierto de Parán (Nm. 13:1-20). Aquella había sido una decisión del pueblo que Dios consintió. El texto bíblico es muy preciso: “Envía tú hombres que reconozcan la tierra de Canaán” (Nm. 13:2), en el hebreo se lee literalmente “envíate”, la decisión era del hombre y Dios consentía en ello; no era, por lo tanto, instrucción divina, sino decisión humana. Moisés recordaba el acontecimiento y hacía énfasis en la razón del mismo: “Y vinisteis a mí todos vosotros, y dijisteis: Enviemos varones delante de nosotros que nos reconozcan la tierra, y a su regreso nos traigan razón del camino por donde hemos de subir, y de las ciudades a donde hemos de llegar” (Dt. 1:22). La razón de aquella propuesta había sido la desconfianza. El pueblo de Dios dudaba de la posibilidad real de tomar posesión de la tierra. Aún más, tenía desconfianza de la bondad de ella. Los espías fueron enviados para reconocer si la tierra era buena o mala (Nm. 13:19 a). Todo lo que ellos debían comprobar ya había sido anunciado por Dios, por tanto, fue un error grave enviar espías para investigar si era cierto lo que Dios ya les había dicho antes. Josué nunca dudó de las promesas de Dios, ni antes ni mucho menos en aquellos momentos. Entonces, junto con Caleb, presentó un panorama positivo del resultado de la inspección de Canaán (Nm. 14:7), pronunciando una solemne advertencia que declaraba su confianza en el poder de Dios, que estaba con ellos, y se oponía a la decisión del pueblo de regresar a Egipto, considerándola como un acto de rebeldía contra Dios (Nm. 14:9). La certeza que Josué tuvo en aquella ocasión del poder de Dios (Nm. 14:8), no disminuía cuando, por segunda vez, se presenta la posibilidad de entrar al disfrute de lo que Él había prometido a Abraham (Gn. 15:18.21). Los espías son enviados con un propósito concreto: “reconoced la tierra y a Jericó”. […]



Los espías enviados por Josué cruzaron el Jordán para cumplir el mandato recibido. No se dice en el relato bíblico ni cómo ni por dónde lo atravesaron. Simplemente se afirma que fueron y llegaron a Jericó, hospedándose en casa de una mujer ramera de nombre Rahab. El término usado para calificar la condición de Rahab parece ser preciso (zônä) (3), que significa prostituta o meretriz. Llevados por un notorio afán de suavizar la condición de aquella mujer, algunos escritores judíos, como Josefo y el Targum hablan de posada y de posadera (4). Tal vez coincidieran ambas cosas en relación con aquella mujer. Pudiera haber sido una prostituta sagrada en el templo de Asera y que, en razón de los favores y atenciones que muchas de ellas alcanzaban en la práctica de su actividad en el templo, llegó a disponer de una hospedería en la ciudad, en la que tal vez se consentía la práctica de la prostitución. La presencia de los espías en aquella casa pudiera causar sorpresa. ¿No había otro lugar más apropiado para hombres del pueblo de Dios que aquel donde se practicaba el pecado? ¿No era algo prohibido por Dios? (Dt. 23:17). Muchas suposiciones pueden hacerse sobre las razones que llevaron a los dos hombres a tal lugar, pero todas ellas serán simples deducciones. El momento histórico debe tenerse en cuenta al considerar aquella acción. Los habitantes de Jericó estaban preocupados por la presencia de los hebreos al otro lado del río, y toda la población estaría alertada para denunciar a cualquiera de ellos que fuese descubierto. Sin embargo, a nadie sorprendería demasiado ver algún extraño en casa de Rahab, por lo que los dos espías pudieron acudir a tal lugar amparándose en aquellas circunstancias. El interés de aquellos era pasar inadvertidos. No anduvieron de un lado para otro por aquella casa para que pudieran ser descubiertos por alguien, sino que se retiraron a un lugar reservado para no ser vistos, “posaron allí”, literalmente “se acostaron allí”.



La figura de Rahab adquiere un notable significado que no debe ser pasado por alto antes de seguir adelante con el estudio del pasaje. El nombre (rähäb), está posiblemente relacionado con la raíz “rhb” de donde viene ancho. Algunas características personales de aquella mujer son evidentes. Primeramente, era una gentil. Ni ella ni sus antepasados habían tenido origen hebreo. En su ascendencia no había ningún vínculo con el pueblo de Israel y, por tanto, no tenía derecho alguno a las promesas que Dios le había otorgado; ajena a los pactos, no le alcanzaban las bendiciones provistas para el pueblo según el pacto con Abraham (Gn. 17:7-8). En segundo lugar, era una mujer moralmente reprobable. Las prostitutas eran consideradas mujeres de vida dudosa aun entre los paganos. La práctica de la prostitución es una actividad pecaminosa que quebranta directa y abiertamente la voluntad de Dios para el hombre, ya que Él dispuso como única relación sexual lícita la que tiene lugar en el marco del matrimonio (Gn. 2:24). La promiscuidad sexual es un pecado considerado a lo largo de la Escritura en sus dos exponentes: la fornicación y el adulterio. La primera es una de las expresiones que evidencian el pecado humano (Ro. 1:29). Con igual gravedad el segundo, que se practicaría también en aquella casa y por aquella mujer. El Señor condena resueltamente el adulterio en su ley, con un mandamiento concreto: “No cometerás adulterio” (Éx. 20:14). Las consecuencias para los transgresores del mandamiento se expresan en la Escritura (Pr. 2:19; 5:3-5; 7:21-23). […]



Una cuestión que no debe pasarse por alto al hacer esta breve semblanza de Rahab, es el entronque de esta mujer con la línea real de la casa de David. Quien no tenía ningún merecimiento propio para alcanzar la bendición que el relato bíblico va a describir, figurará en la historia hebrea como antepasada de David y, por consiguiente, también de Jesús. Es notable observar que en la genealogía de Mateo (1:5) aparece el nombre de Rahab como madre de Booz, quien a su vez se casó con Rut, la moabita. Son cuatro las mujeres que Mateo incluye en la genealogía de Cristo: Tamar (1:3), Rahab, Rut (1:5) y Betsabé, que sin mencionarla por nombre se la presenta como “la mujer de Urías” (1:6). La genealogía de Jesús y, por tanto de David, que presenta Mateo tiene la característica de la uniformidad, utilizando continuamente la fórmula “A engendró a B”, de ahí que las dos rupturas que aparecen en el texto del evangelio sean expresamente notables. Por un lado, están las variaciones que hacen referencia a hombres: “Judá y sus hermanos” (Mt. 1:2), “Fares y Zara” (Mt. 1:3), “Jeconías y sus hermanos” (Mt. 1:11). De otro lado la mención a las mujeres antes citadas. Ambos cortes tienen como propósito evidenciar la elección divina y la intervención de la Providencia, en la línea mesiánica. El Espíritu condujo a Mateo a establecer la selección de los ascendientes de Jesús y las distinciones que aparecen en su genealogía, que no pudo haber sido tomada de alguna otra Escritura, ya que en ningún lugar del Antiguo Testamento figuran en tal sentido. Aunque en la lista de Crónicas (1 Cr. 3:1-10) aparece Betsabé, el autor oculta intencionadamente su nombre vinculándola con su padre, sin embargo, no es prueba de que fuera la base para que Mateo la mencionara como la mujer de Urías. Además, Rahab nunca es nombrada en el Antiguo Testamento en relación con la línea davídica, por tanto, las listas genealógicas de la Escritura no fueron la fuente directa que Mateo usó para incluir en su genealogía a las cuatro mujeres.



A la luz de la genealogía surge una pregunta en relación con las mujeres que figuran en ella: ¿Qué características comunes tienen las cuatro? Para algunos —especialmente los antiguos como Jerónimo— todas ellas debían ser consideradas como pecadoras. Es clara la relación pecaminosa en tres de ellas. Tamar fue una seductora (Gn. 38); Rahab era una ramera (Jos. 2); Betsabé una adúltera (2 Sa. 11). Sin embargo, ¿puede hablarse de pecaminosidad en Rut la moabita? Tal vez no fue habitual el modo en que se relacionó con Booz (Rt. 3), pero, en el relato del libro de Rut no existe base alguna para establecer una relación ilícita entre ambos. Los judíos procuraron evitar la realidad del estado moral de aquellas mujeres convirtiéndolas a todas ellas en prosélitas, pasando Rahab a ocupar un lugar destacado como una heroína que había ayudado a Israel en la conquista de Jericó. […]



Es cierto que a Betsabé no se la justifica en la literatura rabínica el pecado cometido con David, pero en alguna medida se la destaca como la madre de Salomón, con lo que su adulterio queda minimizado por la grandeza de su descendiente. Una segunda posición, tiene una notable fuerza y, con muchas probabilidades, podría ser la razón de la inclusión de las cuatro en la genealogía de David. Todas ellas eran extranjeras. No hay una evidencia inequívoca en relación con Tamar, pero es claro que fue tomada por Judá para su hijo primogénito Er del mismo lugar a donde él había ido cuando se separó de sus hermanos (Gn. 38:1), siendo adulamita su propia esposa Hira. Adulam era una ciudad cananea (Jos. 12:15) de la región de la Sefela, en el camino entre Hebrón y Gaza. En cuanto a Rahab, no hay duda alguna que era una mujer cananea. Rut, tampoco era hebrea, sino moabita. A Betsabé no se la vincula con un pueblo determinado, pero su esposo Urías era heteo, a quien Mateo llama “el hitita”, siendo natural que ella fuera de la misma procedencia. Esto vincularía a las cuatro mujeres, no tanto por su pecado, sino por su condición de extranjeras. Lo que la Biblia está enseñando es que, el Mesías, que todos consideraban como judío, estaba emparentado también con los gentiles. El judaísmo había de dar a estas cuatro mujeres la condición de judías considerándolas para ello como prosélitas que se incorporaron al pueblo de Israel por fe en el Dios de Abraham y aceptación de su ley. Sin embargo, debe apreciarse que todas ellas eran extranjeras.



Según la genealogía de Mateo, Rahab habría sido la tatarabuela de David (Mt. 1:5-6), cosa improbable en razón de los datos cronológicos que la misma historia bíblica proporciona. La lista de Mateo ha sido elaborada por el evangelista con el propósito de manifestar la vinculación de Jesús con David de forma que, como descendiente directo, permitía que se le llamara “Hijo de David”.



 



Notas




  1. N. Glueck. “The River Jordan”. Filadelfia, 1946; págs. 166-168. Del mismo autor: “Explorations in Eastern Palestine”. New Haven, 1951; págs. 378-382.

  2. La misma palabra aparece también en la acusación de José a sus hermanos (Gn. 42:9, 11, 16).

  3. Derivado del hebreo “zänä”, fornicar.

  4. F. Asensio. Josué. Madrid, 1958; pág. 11.



 


 

 


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