Una indicación de que la Biblia de Jesús era nuestro Antiguo Testamento se encuentra en Mateo 23:35, donde nuestro Señor hace un repaso de toda la historia del rechazo a la Palabra de Dios desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías.
Un fragmento de “Hablemos de... el Antiguo Testamento”, de Alec Motyer (Editorial Peregrino, 2021). Puede saber más sobre el libro aquí.
¿Qué hay, pues, en este libro que se nos ha legado como «El Antiguo Testamento»?
El orden en el que tenemos los libros del Antiguo Testamento en nuestras biblias nos llegó a través de una traducción en griego de la Biblia hebrea del siglo III a. C. ¡La razón por la que cambiaron el orden solo la saben ellos! La Biblia hebrea, sin embargo, nos ha llegado como un libro dividido en tres partes: la Ley, los Profetas, y los Escritos.
«La Ley» es el título de los cinco primeros libros, de Génesis a Deuteronomio; la ley de Moisés.
«Los profetas» consta de dos partes. «Los profetas anteriores» (Josué, Jueces, Samuel, Reyes) y «los profetas posteriores», que se dividen a su vez en «profetas mayores» (Isaías, Jeremías, Ezequiel) y «profetas menores» (Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Hageo, Zacarías y Malaquías).
«Los Escritos»: Salmos, Proverbios, Job, Cantar de los Cantares, Rut, Lamentaciones, Eclesiastés, Ester, Daniel, Esdras, Nehemías y Crónicas.
La forma en que la Biblia hebrea está distribuida requiere algunos comentarios y explicaciones. Empezamos señalando su división en tres partes, y recordamos de inmediato cómo Jesús, en la tarde de su resurrección, «les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras» y, concretamente, les enseñó «que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de [él] en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos» (Lc 24:44-45). Ahí está, de forma resumida, el libro tripartito, cuya tercera parte se nombra por su primer y más extenso componente, «Los Salmos». Esto mismo ocurre en Marcos 1:2, donde toda la colección de Profetas se titula «el profeta Isaías», su primer libro. Otra indicación de que la Biblia de Jesús era nuestro Antiguo Testamento se encuentra en Mateo 23:35, donde nuestro Señor hace un repaso de toda la historia del rechazo a la Palabra de Dios desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías, lo cual va desde el primer (Gn 4:8) hasta el último (2 Cr 24:21) libro de la Biblia tal y como él la conocía. ¡Qué gran estímulo para amar el Antiguo Testamento! Es su Biblia, y nuestra devoción a ella es parte de nuestro anhelo de ser como él.
Una segunda cuestión que suscita la clasificación hebrea de los libros del Antiguo Testamento es el hecho de que llama a los que nosotros consideramos libros histórico (Josué, Jueces, Samuel, Reyes) como «profetas». ¿Cómo puede ser profecía la historia?
Comenzando por el principio, primero preguntemos qué es un profeta. Al final de Éxodo 6 y el principio de Éxodo 7, la palabra «profeta» se usa en una situación que es, por lo demás, completamente secular, y nos proporciona una ilustración perfecta de su significado. Moisés era consciente desde el principio de no estar capacitado para la tarea que el Señor le asignaba: «He aquí, yo soy torpe de labios [lit: incircunciso de labios]; ¿cómo, pues, me ha de oír Faraón?» (6:30). Él sentía que sus labios nunca habían sido tocados por la gracia divina, y en un plano meramente natural no era dotado como orador. La solución del Señor fue reclutar a su hermano Aarón en el equipo. Moisés instruiría a Aarón sobre qué decir y Aarón hablaría. Pero el Señor no lo explicó con esas palabras. Él dijo: «Mira, yo te he constituido dios para Faraón, y tu hermano Aarón será tu profeta» (7:1). La secuencia está clara; Dios da la palabra al profeta y el profeta lleva la palabra a los oyentes: «Tú dirás todas las cosas que yo te mande, y Aarón tu hermano hablará a Faraón» (7:2).
Esta es la norma básica de la profecía, ya sea para Moisés, el profeta arquetípico (Dt 34:10), o para cualquiera de los profetas, conozcamos sus nombres o no, que siguieron sus pisadas. No es que Dios se diera cuenta de que admiraba lo que alguien estaba diciendo y decidiera añadirle un ingrediente llamado «inspiración». No, la palabra tenía su origen en Dios, y él la compartía con el profeta para que este la transmitiera. Por esto, sin duda, es por lo que los profetas podían presentar su ministerio diciendo «así dice el Señor», o más exactamente, «esto es lo que ha dicho el Señor». Lo decían de forma muy literal: si el Señor hubiera preferido venir y hablar él mismo en persona en lugar de enviarme, esto es, palabra por palabra, lo que él habría dicho.
En este punto hablamos, por supuesto, de un milagro y un misterio. El milagro es que aunque el profeta estaba diciendo exactamente lo que el Señor quería que dijera, también estaba hablando su propia persona humana, usando el vocabulario, las expresiones, las figuras retóricas y el estilo literario que eran suyos de forma natural. Así, por ejemplo, Jeremías puede empezar su libro así: «Palabras de Jeremías [. . . ] a quien vino la palabra del Señor» (1:1-2) [LBLA]. O Amós: «Las palabras de Amós [. . . ]. Así ha dicho Jehová» (1:1,3). Esta afirmación tanto de individualidad humana como de inspiración divina puede verse en todos los libros de los profetas. Cuanto más profundizamos en lo que escribieron (incluso en nuestra traducción), más vemos cómo cada profeta usa sus propias palabras, su propio estilo, y, lo más importante, le da su propio «toque» a su libro, ya sea en el hebreo «miltoniano» o «beethoveniano» de Isaías o en el estilo más informal de Malaquías.
Ninguno de ellos ofrece explicación alguna para el misterio de la inspiración. Al principio de su libro, Jeremías dice tres veces (1:2,3,4) que la palabra del Señor «vino», pero «vino» no es la traducción en este caso un verbo de acción; aquí representa al verbo «ser»: «la palabra del Señor fue», o, aún en más consonancia con la fuerza del verbo «ser» en hebreo, «la palabra del Señor se hizo una realidad viva».
Nos gustaría saber más acerca de esta realidad tan importante, pero la Biblia guarda silencio. Hace hincapié en el hecho en sí, pero oculta el mecanismo. Es posible ilustrarlo, pero es imposible explicarlo. La ilustración más sencilla (y creo que la más efectiva) es la de una vidriera. Fuera de la ventana (a efectos de la ilustración) está la pura luz del sol; dentro, esa luz pura se descompone en los colores y formas que produce la vidriera. Aun así, la luz y el colorido no están en conflicto; cada panel de colores, cada fragmento de cristal está ahí por diseño del artesano, y los colores, la historia, que ahora se aplica a esa luz solar no la distorsiona, sino que permite que sea lo que el artesano pretendía. Exactamente así, los profetas eran individuos preparados (Jer 1:5) que, haciendo lo que les venía de forma natural, eran precisamente así capacitados para transmitir sin distorsión la palabra y la verdad de Dios.
Volveremos a este tema más tarde, así que no hace falta decir mucho al respecto. El deber del profeta es transmitir la verdad revelada de Dios. Los historiadores bíblicos hicieron esto al escribir la historia de tal forma que revelara la mano, los principios y la obra de Dios como soberano en los asuntos del mundo (Dn 4:17b). Esto no quiere decir que distorsionaran o se inventaran los hechos para que encajaran en unas ideas teológicas preconcebidas.
¡Desde luego que no! Todo historiador revela sus habilidades como tal en su forma juiciosa de seleccionar de entre la gran variedad de hechos y acontecimientos a su disposición. Su historia escrita es una selección realizada para resaltar lo que es importante para él. Leemos la historia bíblica para conocer de Dios.
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