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‘Terceto’, tres poemarios en prosa de Pablo Montoya

La forma en que se sondea la relación entre la existencia concreta y los episodios históricos, además de las alusiones estéticas, es impecable.

GINEBRA VIVA AUTOR 79/Leopoldo_CervantesOrtiz 26 DE MARZO DE 2021 10:15 h
Pablo Montoya en la Feria del Libro de Bogotá, en 2018.

Mi ojo ve catástrofes. Torrentes desbordados que parecen cabellos. Temblores de árboles como manos entrelazadas. Mi ojo ve valles, montañas, nubes. Y en ellos ve la naciente geografía de un sueño. O el sueño de un geógrafo que yo mismo he creado. Mi ojo ve mantos, velos, filigranas que son trozos de escoria, escupas y otras secreciones. Mi ojo ve en la mancha de pintura un pájaro, el lagarto, la babosa, un rayo de luz en la noche que dura más que la luz definida en un instante por mi ojo. En el ojo del otro el mío se detiene. Y ve cimas y abismos. Desembocaduras y manantiales. […][1]



Pablo Montoya, “Leonardo”



 



“Creo que en estas semblanzas de personajes de la historia y la imaginación está definida, fragmentariamente, mi visión del mundo y de los hombres, así como una búsqueda estilística afianzada en la frase corta y la palabra justa, y un deseo de transgredir los géneros. Terceto podría tal vez leerse como un amplio abanico de poemas en prosa o de minificciones. Narraciones breves en las que la poesía, el ensayo y el cuento intentan abrazarse. Estos textos podrían leerse también como los trozos dispersos de una novela, como las ruinas, oscuras y luminosas, de un sueño” (énfasis agregado)[2]. Con estas palabras, el escritor colombiano Pablo Montoya (incluido en la tesis doctoral de Juan Esteban Londoño, por cuya influencia surgió este artículo) se refiere en una nota final a la recopilación que dio a conocer en marzo de 2016 y que incluye tres de sus volúmenes poéticos más afines en cuanto a la forma y el proyecto: Viajeros, originalmente de 1999, Trazos (2007) y Programa de mano (2014).



Un panorama rápido y eficaz de la obra poética puede leerse en Mi mano busca en el vacío. Antología poética (2019), parte de la hermosa colección “Un libro por centavos”, de la Universidad Externado de Colombia y que puede descargarse gratuitamente. En escasas 67 páginas es posible degustar algunos textos de seis poemarios de Montoya: Cuaderno de París, Sólo una luz de agua y Hombre en ruinas, además de los incluidos en Terceto.



Esta recopilación fue saludada por Pedro Peinado como un gran muestrario de vidas: “Estos personajes, de algún modo atrapados por nuestro imaginario, que no pueden dejar de vivir la vida que les ha tocado y que conocemos contada por otros, que miran a través de unos ojos y un sistema de creencias empañados por el espíritu de una época, trasladan al lector de manera inevitable a otro mundo; le desplazan, le aventuran, raptan su imaginación como sólo la buena literatura es capaz de hacer”[3]. Y a propósito del mismo libro (integrado por 195 textos), Montoya fue entrevistado por Jhonny R. Quintero, a quien le describió el origen más remoto del interés por estas formas literarias:



Ahí hay un montón de lecturas que yo he ido haciendo cuando era joven, cuando estaba en Tunja, donde viví ocho años. Allá hay mucho tiempo, tiempo para leer, y es una ciudad calmada. Yo recuerdo a Tunja porque es donde leí más. Recuerdo que devoraba libros, y ahí fue donde comencé a descubrir una serie de escritores que me enseñaron el rumbo por esas prosas poéticas, o de esas minificciones poéticas. Yo ubico claramente a esos autores, que son Borges, Álvaro Mutis, recuerdo mucho los cuentos de Memoria del fuego, de Eduardo Galeano, que es una especie de historia de América Latina desde los indígenas prehispánicos hasta 1984. Lo que quiero decir es que en ese breve formato donde los géneros se cruzan, varios de los textos de Terceto podrían leerse como poemas, como pequeños cuentos o ensayos, todo eso lo encontré en esos autores que leí por primera vez.[4]



El valor poético de los tres títulos es indudable y el formato elegido, una “prosa de intensidades” (Alberto Ruy Sánchez), dota a cada texto de una armonía y una densidad humana innegables. La forma en que se sondea la relación entre la existencia concreta y los episodios históricos, además de las alusiones estéticas, es impecable. De este modo, Viajeros sería un catálogo variopinto de personajes que, desde las épocas más remotas, desfilan ante los ojos del lector para dar fe de su paso por el mundo. Así, se mezclan en ese juego verbal Ícaro, Noé, Moisés, Jonás, Ulises, Heródoto, Ovidio, Simbad, Marco Polo, Cabeza de Vaca, Humboldt, Bolívar, Melville, Alonso Quijano, etcétera, cuya aventura humana ha sido considerada digna de desplegarse en un prosema redondo y, la mayor parte de las veces, breve:



Noé



Cansado, vuelvo a recorrer el arca. Los míos se han desmoronado en una descreencia donde no hay fondo alguno. Ya no preguntan por el fin de esta líquida travesía. El silencio instalado entre nosotros ni siquiera lo rompen los animales. Sólo me resta evocar las tierras, y los rebaños que cuidaba, y no estas especies diezmadas por el hambre y el encierro. Movido por la orden, y no por la esperanza, miro la última paloma. Dudo que pueda volar un palmo más allá de mis brazos. La tomo y la suelto para verla caer en la bruma tramada por el agua. Por qué, me pregunto, esta necedad de ir sin conocer el rumbo, y mejor desaparecer, y olvidar el mandato de la supervivencia. (p. 16)



Galileo



A través del lente el cielo está aquí, a un paso de mis ojos. La distancia es un vaho de tiempo y espacio desvanecido. No tengo naves ni espadas ni oraciones. Sin batallas atravieso los límites de la Tierra. Quieto, contemplo los valles de la luna, que está sola y desnuda. (p. 64)



El abordaje de los contextos es exacto en cuanto a búsqueda de las pasiones, sentimientos y atmósferas y el tono lírico hace que el sondeo aterrice en el interior de cada personaje. Cuando en 2011 se reeditó Viajeros (ilustrado por José Antonio Suárez Londoño, acompañado de un disco compacto), Marco Antonio Campos lo reseñó desde México, ubicó su estilo de escritura en una estirpe muy bien definida: “En el linaje de libros de Schwob y Borges (quizá sus principales influencias), de Julio Torri y Juan José Arreola, de Julio Ramón Ribeyro y Antonio Tabucchi, los poemas en prosa de Montoya pueden ser leídos asimismo como biografías imaginarias y aun a veces como minificciones. Montoya conjunta espléndidamente en la escritura la imaginación del narrador y el poeta con la lucidez del ensayista”[5].



El repaso de los personajes incluidos es amplio: “…los textos del libro tratan sobre viajeros, en este caso, en una breve síntesis del tiempo absoluto, desde la raíz del mito hasta algunos del siglo XIX y XX: viajeros míticos, literarios, bíblicos e históricos de la Grecia y la Roma antiguas, del Medioevo, del Renacimiento, del Medio y el Extremo Oriente, de Oceanía, de América y Europa. Para bien no faltan en el libro, entre tantos personajes conspicuos, seres anónimos a quienes les es dado en un instante un relámpago que los ilumina. […] Cierto número de textos contienen un delicado erotismo y el cuerpo de la mujer se vuelve para quien lee un deleite de sensaciones táctiles, pero también hay algunos otros, como los de Cadmo, Lao Tsé y el papú de Nueva Guinea, que son, adapto una frase de Borges, como pequeños cuadros de imaginación razonada”[6].



Trazos es un volumen de 57 textos escrito durante la estancia de Montoya en París, dedicado a pintores de todas las épocas, desde Lascaux hasta Fabián Rendón, pasando por Giotto, Mérida, El Bosco, Leonardo, Durero, Cranach, Grünewald, El Greco, y llegando hasta Rembrandt, Cézanne, Monet, Diego Rivera y Botero. Eligiendo una obra de cada uno, los textos se detienen para revisarlas y ponerlas en diálogo con sus contextos interiores y exteriores, incluso mencionando detalles técnicos. Esta “breve y poética historia de la pintura”, como la calificó su autor, es, desde el punto de vista físico, “un cuaderno diagramado de manera impecable e impreso a todo color, de 20 × 27 cm. y setenta y dos páginas. De éstas, cincuenta y una han sido tomadas por asalto por cinco particulares de obras artísticas de cuatro lugares del arte de la antigüedad y uno del medioevo que fungen de preámbulo a la pinacoteca personal del poeta y novelista […] Pinacoteca configurada y paginada diacrónicamente por cuarenta y tres obras de otros tantos artistas. Las páginas restantes están ocupadas, como es de rito, por frontispicio, créditos, dedicatoria, epígrafes, índice y una introducción de Santiago Mutis Durán, titulada ‘La vocación de la intemperie’, texto firmado en Bogotá en marzo de 2007”, en palabras de Fabio Rodríguez Amaya[7].



“La selección de las pinturas obedeció al poder que ellas ejercieron en mi imaginación como escritor. Y aquí la realidad social colombiana actuó a veces como un timón doloroso”, ha dicho Montoya[8]. Y más allá de la posible confusión entre “saber si es un libro de crítica de arte o un acercamiento literario a obras pictóricas”, como ha señalado Alexandra Cabrera[9], este libro enlaza profundamente con el enfoque asumido en la novela Tríptico de la infamia (2014), adonde el relato se monta sobre la experiencia de tres pintores europeos de la época de las guerras religiosas en Francia: “Tres pintores, tres historias sutilmente hiladas desde una sencilla estructura, se cruzan en el magma de un nuevo mundo y en su fecundadora evocación. Y también tres ciudades que dispersan a esos aventureros de Diepa, Amiens y Lieja en un fresco cuyo epicentro, la llegada de los protestantes franceses a América, traza de manera magistral el autor”[10]. Sobre Durero, artista paradigmático de la Reforma luterana, con base en su obra Lamentación por Cristo (que recuerda también el pórtico de El Evangelio según Jesucristo, de José Saramago, sobre otro grabado del mismo artista), escribió Montoya deteniéndose en los detalles más minuciosos:



En el primer plano: el duelo. Una de las mujeres levanta las manos. Su rostro quiere ser desesperado. Otra se las toma entre sí. Mira la víctima como si estuviera pensando, no está mal el Nazareno, hasta muerto es bello. […] Pero no convence la desolación de María. […] El hijo del hombre es flaco y tiene el color de la muerte en el cuerpo. Los hilos de sangre, sin embargo, son artificiosos como la corona de espinas tirada en el piso y los pocos guijarros circundantes. […] El otro es el apóstol joven. Lampiño y lánguido, tampoco conmueve. Ni su cabeza inclinada, ni el ceño fruncido, ni sus manos también enlazadas. En la composición triangular del cuadro, no obstante, es él quien marca la cúspide. ¿Y qué decir de los niños diminutos que rezan? Que quizá quieran salir de la pose y ponerse a jugar alguna ronda. […][11]



[photo_footer]Detalle de la 'Lamentación por Cristo' de Durero.[/photo_footer]



Finalmente, Programa de mano (título que recuerda los programas que hizo Montoya durante su juventud en Tunja y adonde su vida “giraba en torno a los sonidos”), integrado por 65 textos, está dedicado a los músicos, de manera similar a Trazos. El panorama de compositores de todos los tiempos es impresionante, pues aparecen todos los que se puedan imaginar, de todos los estilos, tendencias y latitudes. Es un muestrario mayúsculo en el que se aplica el mismo criterio estilístico para hablar, ahora, de las honduras de la música, tal como comentó el poeta peruano Eduardo Chirinos (1960-2016): “Como en un programa de mano, Pablo Montoya nos prepara de manera conveniente para el concierto que nos espera: un recorrido por la historia de lo que llamamos, con consagrada inexactitud, ‘música clásica’. Este concierto cubre 1550 años de música en todo su esplendor y toda su miseria. La pregunta de Giovanni Quessep que abre este libro (‘¿quién eres tú que duras en el tiempo’) adquiere aquí una dimensión exacta y misteriosa, pues introduce una clave vinculada al conocimiento: la eternidad de la música y, a la vez, nuestra incapacidad para definirla”. Prueba de ello son estas miniaturas:



Vivaldi



Venecia se hunde bajo las aguas. Y sobre ellas, que alimenta una tierra abocada a la disolución, cae la lluvia. Sobre los palacios y los templos. Sobre las esculturas y los puentes. Sobre las tiorbas y las máscaras. Todo es bebido por el agua, minuciosa y amnésica, luego de que los hombres y las palomas han apurado sus palabras y sus vuelos. (p. 208)



Liszt



Tus manos, quiero creer que son las mías, rozan el agua. Las ondas se esparcen. Círculos concéntricos que trazan un ser de numerosos rostros. Ellos se confunden hasta llegar a ese paraje en donde el sueño, o un oído sin mesura, puede descifrarlos. Mis manos, ojalá fueran las tuyas, salen del agua. Tiemblan en el despertar. Se mueven torpemente. Y no logran escribir el poema. (p. 227)



Manuel de Falla



Llega el deslumbramiento desde la memoria del fuego. Traza un ámbito en la fachada de un muro carcomido. Y otro más en la sombra callada del aljibe. En el agua enmudecida, en la piedra de rumores concentrada, es donde quiero estar. (p. 244)



Camilo Arango Vélez ha dedicado un estudio a este libro, en el que afirma: “Sugerimos en él que Programa de mano es el resultado de la modelación de la palabra a partir del sonido, de la poesía a partir de la experiencia musical; pero hay que notar que el título —que, por lo demás, es una variación de una expresión del poema ‘Stravinsky’ (Montoya, 2014, p. 68)— da cabida a otra lectura: sería posible entender que lo modelado es el sonido mismo a partir de la palabra. Finalmente, lo que se quiere señalar es el juego necesario que se da entre forma y contenido en esa articulación entre la música y la literatura; un juego que se establece en el intercambio constante y de doble vía de componentes musicales y verbales”[12].



La importancia de la música para Montoya se percibe sobre todo en esta obra, debido a su formación y a su afición más profunda. Él lo ha reconocido y ha afirmado cómo intenta “traducir” la forma en que entiende la música a sus textos. Con esta cita concluimos:



A veces he tratado de reproducir la música de Erik Satie, en el sentido del encantamiento que produce. Son piezas para piano muy breves, hechas con pequeños momentos, melódicas, que se repiten continuamente, que son muy sencillas, muy simples. En el caso de Tríptico de la infamia está más fundado en el ritmo de la pictórica que en la estructura musical, aunque no niego que tiene mucho que ver con la forma de las sonatas, que están formadas por un momento rápido, uno lento y otro rápido.[13]



 



Notas



[1] P. Montoya, “Leonardo”, en Trazos, Terceto. Bogotá, Random House, 2016, p. 116.



[2] P. Montoya, “Nota de autor”, en Terceto, pp. 269-270.



[3] P. Peinado, aquí.



[4] J.R. Quintero, “Terceto: la historia contada en primera persona. Entrevista a Pablo Montoya”, en Diners15 de marzo de 2016.



[5] M.A. Campos, “Viajeros en el tiempo”, en La Jornada Semanalnúm. 861, 4 de septiembre de 2011.



[6] Ídem.



[7] F. Rodríguez Maya, “Trazos.



[8] A. Cabrera, Revista Arcadia, núm. 27, diciembre de 2007, p. 31.



[9] Ídem.



[10] Juan Manuel Roca, “Tríptico de la infamia, una coreografía de sombras”, en La Jornada Semanal, núm. 1061, 5 de junio de 2015.



[11] P. Montoya, “Durero”, en Trazos, Terceto, p. 117.



[12] C. Arango Vélez, “Un sonido que moldea la palabra. Música y literatura en Programa de mano de Pablo Montoya”, en Estudios de Literatura Colombiana, núm. 41, julio-diciembre de 2017, pp. 107-121.



[13] J.R. Quintero, op. cit.


 

 


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