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En el día que temo, de José Moreno Berrocal

El propósito de este libro es indicarnos cómo la Escritura nos muestra el camino más adecuado para enfrentar nuestros miedos. El cristiano no es inmune al miedo, pero sí cuenta con medios efectivos para hacerles frente.

FRAGMENTOS AUTOR 765/Jose_Moreno_Berrocal 18 DE FEBRERO DE 2021 18:00 h
Detalle de la portada del libro.

Un fragmento de “En el día que temo”, de José Moreno Berrocal (B&H, 2020. Distribuido en España por Editorial Peregrino). Puede saber más sobre el libro aquí.



 



¿Quién no ha sentido miedo alguna vez? Y es que como dijo el conocido escritor de ciencia ficción Howard Phillips Lovecraft: «El miedo es la emoción más primitiva y más fuerte de la humanidad. Y la clase de temor más primitiva y más fuerte es el temor a lo desconocido».1 El temor es una ineludible realidad en la vida de todo ser humano. Tiene ese poder asfixiante y casi pegajoso que nunca parece querer abandonarnos. Pero ¿qué es exactamente el miedo? ¿Cómo podemos describirlo? Para el pedagogo José Antonio Marina y la documentalista Marisa López Penas, el miedo es «la percepción de un peligro o la anticipación de un mal posible que provoca un sentimiento desagradable, acompañado de deseos de huida».2 Según estos autores el temor contiene tres elementos: es una amenaza sentida como real que —en segundo lugar— nos perturba hasta el punto de movernos a adoptar —el tercer elemento— una conducta de fuga o evasión. Es decir, en el miedo participa la persona como un todo: su mente, sus sentimientos y su voluntad. El temor nos afecta de una manera completa. El temor, cuando viene, empapa nuestra vida.



     Y, por si fuera poco, son muchas y variadas las circunstancias que dan origen a nuestros temores. El miedo puede ser una reacción natural, generando respuestas de legítima defensa ante un peligro. Por ejemplo, un perro inmenso, sin correa ni bozal, que se abalanza sobre nosotros mientras su amo charla indiferente con otra persona. Aquí el animal nos asusta, lo percibimos como un desafío real, como un enemigo. ¡Queremos salir corriendo! Pero el miedo puede ser igualmente imaginario. El perro de nuestro ejemplo, a la postre, resulta ser de lo más amigable. Tan solo quiere jugar con nosotros y que lo acariciemos. Es muy grande, pero es muy manso. «¡No hace nada!», nos asegura su dueño al darse cuenta de la situación.



     Pero también existen otros miedos ficticios, como los que aparecen en las pesadillas y que nos espantan aun estando dormidos. Nos despertamos bruscamente, sudando, y no porque haga calor: ¡los sueños son tan reales! Pero el miedo se nutre también de la incertidumbre. Es una aprensión frente a lo desconocido: «¿Qué dirá la prueba que me hicieron para detectar un cáncer? ¿Lo tengo o no? ¿Estará localizado o los tumores se habrán extendido por todo mi cuerpo?»; o «Este nuevo empleo que acepté ¿será mejor que el anterior? ¿Me precipité al dejar el que tenía? ¿Y si me va peor?».



     El temor es una actitud que puede incluso llegar a paralizarnos, obsesionarnos, conducirnos al pánico y a tomar trágicas decisiones irracionales. Por ejemplo, los dramáticos suicidios de algunos de los que perdieron sus fortunas en el llamado crac del 29. Un final triste, por el miedo a la pobreza. Aparentemente, ninguno recordó las palabras de Jesús: «Y les dijo: Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee» (Luc. 12:15). El terror es también una herramienta que usan muchos para someter a otros a sus propios deseos. Así, la Inquisición española castigaba de forma cruel y, sobre todo, pública a los que consideraba herejes para que nadie osara desviarse de la «ortodoxia», por el pánico a ser tratados del mismo modo. Una sociedad invadida por el temor es dócil y maleable.



     El miedo es también una experiencia social y colectiva, como en el caso de la crisis de la COVID-19. Hay una aprensión generalizada a ser contagiados, al dolor y la muerte (propia o de un ser querido). Incluso, hay temor a perder el trabajo por enfermarse. Otros muestran desasosiego por las consecuencias mentales de los confinamientos sobre la población, en particular en los niños y las personas mayores. Las dificultades para volver a la enseñanza presencial también hacen crecer el miedo a una brecha entre los niños con mayores posibilidades de estudiar en casa (los que disponen de wifi, ordenadores y habitación propia) y los niños que no tienen esas ventajas. Y eso sin mencionar los que presentan dificultades de aprendizaje. Grandes segmentos de la sociedad están atemorizados por el indudable quebranto económico que ha traído la pandemia a amplios sectores de la economía local y global. Muchos manifiestan pánico ante un posible estallido social por las fracturas comunitarias que esta situación creó.



     Otros viven aterrados por las teorías conspiratorias que circulan ampliamente. Sin duda, los medios de comunicación —las redes sociales en particular— tienen mucho que ver con la extensión de estos temores colectivos que arrastran a tantos a un miedo cerval. Estas redes tienen muchas ventajas, pero también inconvenientes evidentes. Uno de ellos es la propagación de noticias falsas, las llamadas fake news. ¿Cuántos de nuestros miedos no son sino el resultado de creer en falsedades? Los temores imaginarios nos llenan de ansiedad o pánico. Curiosamente, una sociedad tan conectada virtualmente teme a la soledad. Esto padecen multitudes de personas mayores, y no tan mayores, en Occidente.



     Otro de los grandes pavores de la población es el miedo al fracaso, ya sea familiar o profesional. «¿Estaré a la altura como esposo o padre?». «¿Mi negocio saldrá adelante o será mi ruina?». Estos temores quitan el sueño y empujan a muchos al consumo desmedido de alcohol y drogas. Sin duda alguna, nuestros temores se centran en el dolor físico y psíquico, eso es lo que lleva a algunos al abuso de calmantes adictivos, con los peligrosísimos efectos que conllevan para la salud.



     Otros están espantados ante la posibilidad de llevar una vida debilitada, impedida, limitada, sin sentido alguno. Algunos desarrollan temor a los espacios cerrados y otros hacia algunos animales. Existen miedos siniestros, como el miedo a la magia negra y las secuelas de las prácticas ocultas en las que algunos se envolvieron. Hay un auténtico pavor a otros seres humanos, a ser rechazados, ignorados, marginados e, incluso, dañados física o moralmente por relaciones humanas presididas por el abuso o el maltrato. Sobre todo los más jóvenes, que buscan ser aceptados, tienen miedo al persistente bullying.



     Otro temor muy generalizado es al empleador. «¿Qué pasa si me pide hacer algo injusto y, si no lo hago, me despide?». Como dice la Escritura: «El temor del hombre pondrá lazo» (Prov. 29:25). Puede existir un temor al rechazo en el grupo social al que algunos han escalado con mucho esfuerzo. Una vez dentro, no se atreven a disentir de la opinión general, por miedo a ser expulsados de ese círculo privilegiado. Los padres del ciego de nacimiento al que Jesús sanó se desentendieron de su hijo cuando fueron llevados delante de los fariseos. Estas fueron sus palabras: «Sabemos que éste es nuestro hijo, y que nació ciego; pero cómo vea ahora, no lo sabemos; o quién le haya abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos; edad tiene, preguntadle a él; él hablará por sí mismo» (Juan 9:20-21). El apóstol nos proporciona también el motivo de semejante respuesta evasiva: «Esto dijeron sus padres, porque tenían miedo de los judíos, por cuanto los judíos ya habían acordado que si alguno confesase que Jesús era el Mesías, fuera expulsado de la sinagoga» (v. 22).



     Algunos temen que el gobierno se inmiscuya demasiado en su vida, o cercene sus libertades. Otros, más bien, temen al anarquismo, a que no exista un gobierno estable e impere el caos. La reciente aparición de los llamados «Estados fallidos» en varios lugares del mundo muestra los terribles males que puede traer la ausencia de un Estado. Otros expresan su recelo hacia el mercado, las grandes corporaciones, o los poderes fácticos que, ocultos en las sombras, influyen en muchas decisiones políticas a favor de sus propios e inconfesables intereses. En estos últimos años, se ha desarrollado también el pánico a los ataques terroristas, imprevistos, aleatorios y brutales.



     Tenemos también un creciente miedo al diferente y extranjero; al que no es «uno de los nuestros». Muchas veces los tiranos pueden ser explicados por el miedo a otros. Así los egipcios oprimieron al pueblo de Israel cuando se levantó en aquella nación un faraón que no conocía a José. La Escritura dice que actuaron de ese modo por temor a los hijos de Israel (Ex. 1:12). Muchos genocidios también se explican por el miedo.



     Incluso la muerte de un ser querido trae temor. C.S. Lewis sintió de ese modo la muerte de su esposa: «Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo. Yo no es que esté asustado, pero la sensación es la misma que cuando lo estoy. El mismo mariposeo en el estómago, la misma inquietud, los bostezos. Aguanto y trago saliva».3 Pero, sobre todo, tememos a nuestra propia muerte. Este último pavor encadena al ser humano como ningún otro lo hace. El terror a la muerte es una suerte de esclavitud. Pero, sobre todo, se teme la intensa y sobrecogedora impresión de que la muerte física no es el fin de todo, la terrorífica impresión de lo que vendrá después. Virgilio, el gran poeta latino, consideraba que la felicidad residía en librarse del miedo a la muerte y lo que aconteciera después: «¡Dichoso aquel que llegó a conocer las causas de las cosas y puso bajo sus pies los temores todos, la creencia en un destino inexorable y el estrepitoso ruido del Aqueronte avaro!».4 Hay, finalmente, miedos que alteran la salud del que los sufre, hasta el punto de precisar tratamientos profesionales y medicación, los llamados «trastornos de pánico», por ejemplo.



     Los cristianos no están exentos de temor. Jacob temía el encuentro con su hermano Esaú al regresar a la tierra prometida (Gén. 32:7). Job, en medio de su gran dolor, confiesa que sus peores aprensiones se habían confirmado: «Porque el temor que me espantaba me ha venido, y me ha acontecido lo que yo temía» (Job 3:25). El mismo rey David, entre los filisteos en Gad (la ciudad de Goliat), se estremeció: «En el día que temo» (Sal. 56:3).



     Y esa dinámica del miedo no es solo el testimonio de la Escritura, sino también nuestra experiencia cotidiana. La jovencita cristiana que tuvo relaciones sexuales con su novio y quedó embarazada tiene miedo de decírselo a sus padres y a la iglesia. ¡Su padre es diácono en la congregación! ¿Qué pensará el grupo de jóvenes de la iglesia? ¿Y el pastor? Se siente paralizada. ¿Será el aborto la solución a su miedo? Pero ella sabe, en lo más profundo de su ser, que el aborto no es la salida. ¿Cómo vencerá el miedo al «qué dirán» si sigue adelante con el embarazo? De igual manera, ¿cómo puede el joven creyente que sufre acoso escolar vencer el miedo de ir a la escuela? O ¿cómo puede ese cristiano que consiguió su primer empleo superar el pánico de decirle a su jefe que no actuará injustamente para conservar su trabajo?



     ¿Existe algún modo de afrontar nuestros miedos? De entrada, tenemos que desechar los falsos remedios al miedo. Son meras escapatorias a las que incluso los cristianos pueden sentirse tentados a recurrir. Uno de estos apaños es la temeridad: «Temerario designa una superficial consideración del peligro. El temerario es, ante todo, un imprudente que se expone o arroja a los peligros sin meditado examen de ellos. Es el que todo lo emprende sin prever los riesgos y peligros. El componente cognitivo, falta de reflexión es tan fuerte, que se utiliza en expresiones como juicios temerarios, que no hacen referencia a un peligro, sino a un desprecio a las consecuencias».5



     Así, muchos subestiman los riesgos de una conducción imprudente en la carretera, con los consiguientes desastres que, para sí mismos o los demás, origina su inconsciencia al volante. El miedo no se puede combatir ignorando los peligros reales que pueden acecharnos, los lances que debemos afrontar. Los cristianos no se enfrentan al miedo ignorándolo o silbando en la oscuridad. El escapismo no es propio del pueblo de Dios. El estoicismo, «hacerse los valientes» o desdeñar el mal frente a un peligro real, aunque pudiera resultar admirable en algunos contextos, se queda corto frente a las maravillosas posibilidades que ofrece la vida cristiana al afrontar los miedos.



     Otra manera inadecuada de afrontar el miedo es encontrar cabezas de turco o chivos expiatorios para nuestros terrores. La historia registra numerosas ocasiones en las que los judíos fueron culpados por los cristianos del origen de muchos males. Esto sugiere que, si otros tienen la culpa de nuestros males, nuestros miedos serán aliviados. Pero esto nunca funcionará de verdad, pues la mentira o el engañarnos a nosotros mismos no aporta, al final, ningún consuelo real a nuestra vida.



     Así, pues, si eres cristiano: ¿cómo puedes enfrentarte a tus miedos? Este es el propósito de este libro: indicarnos cómo la Escritura nos muestra el camino más adecuado para enfrentar nuestros miedos. El cristiano, por tanto, no es inmune al miedo. Pero, aunque no está exento de sufrir temores, sí cuenta con medios efectivos para hacerles frente. Los recursos con los que podemos afrontar nuestros terrores provienen del Dios vivo y verdadero. Fueron otorgados por el Padre para los que pusieron su confianza en el Señor Jesucristo por medio del Espíritu Santo.



     De entrada, resulta admirable el modo en el que podemos prevalecer sobre todos nuestros miedos. La respuesta de la Escritura a nuestros miedos es inaudita: tan solo cederán ante el temor de Dios. Temerle a Él aleja todo otro miedo. ¿Cómo es esto posible? Una parte fundamental de la respuesta a esta paradoja la encontramos en la consideración que realizó Thomas Chalmers. En uno de sus sermones más famosos, titulado El poder de un afecto mayor, sostenía que: «La única manera de despojar al corazón de un viejo afecto es por el poder expulsivo de uno nuevo […]. Solo cuando uno es admitido entre los hijos de Dios, por la fe en Cristo, el Espíritu de adopción es derramado en nosotros —y es entonces cuando el corazón, bajo el gobierno de un afecto grande y predominante, es rescatado de la tiranía de sus antiguos deseos y es la única manera en que puede encontrar liberación».6



     Chalmers usa la palabra «afecto» en el mismo sentido que Jonathan Edwards: «La inclinación de la persona a actuar de una determinada manera. En esa inclinación a actuar intervienen factores como la comprensión y la emoción. Pero estos, sin la actuación, no hacen justicia al concepto que tenía Edwards de los afectos […]. En realidad, los afectos son lo que la Biblia llama el corazón».7 El miedo, como hemos visto, engloba a toda la persona, su pensamiento, sus sentimientos y su actuación. Entonces, solo podremos dejar de estar dominados por nuestros miedos si nuestro corazón se decanta por otro temor más poderoso. Todo nuestro ser, infiltrado por todo tipo de miedos, debe quedar cautivado por el temor de Dios. Solo el temor a Dios podrá enfrentar con éxito a todos nuestros miedos. Predicando sobre Isaías 66:2, el puritano Jeremiah Burroughs afirmó: «El verdadero temor y temblor ante la Palabra es aquel que calmará y fortalecerá el corazón frente a cualquier otro temor. Destruirá cualquier otro temor […] y hará que se levante contra cualesquiera otros temores […] tal corazón, cuando enfrente aflicciones y perdidas exteriores, no les tendrá mucho temor».8 Pero si este gran afecto, el temor a Dios, puede producir efectos tan sorprendentes como es el dominar todos nuestros miedos, ¿qué es exactamente el temor de Dios?



 



Notas



1 H. P. Lovecraft, Supernatural horror in Literature (Dover Publications Inc.: 1973), 8.



2 Marina José Antonio y López Penas Marisa, Diccionario sobre los Sentimientos (Círculo de Lectores: 1999), 421.



3 C. S. Lewis, Una pena en observación (Barcelona: Anagrama, 2004), 9.



4 Virgilio, Geórgicas II, 490 (Madrid: Biblioteca Básica Gredos, 2000), 119. Según la mitología clásica, las parcas gobernaban el destino de los seres humanos, concitando el terror, pues eran imprevisibles. El Aqueronte es el río que transcurre por el infierno, del que no sale nadie, por eso Virgilio lo llama «avaro».



5 Marina José Antonio y López Penas Marisa, 250.



6 Thomas Chalmers, «The Expulsive Power of a New Affection» en The Works of Thomas Chalmers, vol. 2 (New York: Robert Carter, 1830).



7 José Moreno Berrocal, Jonathan Edwards: La pasión por la gloria de Dios (Andamio: 2008), 39. 8 Jeremiah Borroughs, Gospel Fear (Soli Deo Gloria Publications: 1991), 42.


 

 


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