Unamuno escribe desde una situación en la que el hombre está siempre entre líneas.
La muerte. Otra vez la muerte. Siempre la muerte en la obra de Unamuno. En una ocasión gritó: “No quiero morir ni quiero quererlo”.
La primera escena de La difunta se introduce con Fernando, el viudo, llorando desesperadamente, besando el retrato y quejándose de la muerte de su esposa: “¡Ay, Leonor, Leonor mía! ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué te llevó Dios? ¿Por qué te la llevaste, Dios mío? ¿Es que te hacía más falta que a mí? No, no, no. Tu tienes toda la eternidad, y la vida es muy corta”.
Según Manuel García Blanco la primera noticia que tenemos de La difunta se encuentra en una carta que Unamuno escribe a Juan Arzadún en noviembre de 1909. En ella le resume el contenido de la obra: “Un día de estos enviaré a Lara un sainete, La difunta, que es un viudo que a los cuatro meses de enviudar se casa con su criada. Es realmente feroz, aunque muy cómico; los que lo han oído leer se ríen a mandíbula batiente”.
La difunta está escrita en un solo acto y nueve escenas. Intervienen cuatro personajes: Fernando, el viudo. Doña Engracia, su suegra. Ramona, la criada y Marcelo, un amigo. Fue estrenada en el Teatro la Comedia, de Madrid, el 27 de febrero de 1910. En mayo del año siguiente fue presentada en Salamanca. Algunos amigos de Unamuno sugirieron entonces que el sainete estaba inspirado en un hecho real ocurrido en la ciudad. Sin ser un chismoso urbano, Unamuno conocía a sus convecinos y se apasionaba por todas las indolencias de su vida. Cuenta Fernando Lázaro que “el hecho concreto, pintoresco o insignificante, dramático o banal, trascendía en su mente a magnitudes superiores”.
Fernando pone fin al duelo de la primera escena recordando el cariño que la difunta Leonor sentía hacia su criada Ramona.
—¡Cómo quería a Ramona! Cómo se hallará en el cielo sin mí y sin su fiel Ramona.
Llama al timbre y entra Ramona.
La conversación gira en torno a un episodio anterior, en vida de Leonor, quien lo sorprendió intentando abrazar a la criada.
Luego se acerca cuanto puede a Ramona. Le dice que es primavera y se siente solo. Intenta abrazarla. Ella se retira. Él insiste.
—Tus ojos, Ramona, tus mismos ojos; tus ojos son los de ella, los de mi Leonor. ¿No me deja que te los bese?
Aturdida, Ramona le increpa.
—¿Está usted loco, señorito?
Poco a poco se va dejando convencer por la palabrería de Fernando. Él le pide que se ponga vestidos de Leonor. Y pendientes. Ramona coge un vestido y lo deja, vuelve a cogerlo, coge también los pendientes y se va. Cuando se presenta ante él con vestido y pendientes Fernando estalla.
—¿Oh, Leonor, mi Leonor! ¡La misma! ¡Leonor mía!
Abraza a Ramona.
La acaricia la barbilla.
La criada no quiere exponerse a otros tocamientos y se va.
Entra Marcelo, amigo de Fernando.
Se abrazan.
Marcelo le reprocha que haya llamado tres veces sin obtener respuesta. Sí, la soledad es sorda. Pero no muda, corrige Marcelo. Además, agrega, he visto a tu criada vestida de fiesta. ¿De fiesta?, interroga Fernando. Sí, de fiesta y muy sofocada, concluye Marcelo. A Fernando le faltan las ideas. ¿Te figura?, balbucea. Marcelo no se rinde a la dialéctica de Fernando. Tampoco quiere presionarle. Le dice.
—Feliz tú, que puedes ya sustituirla.
Marcelo hace ademán de irse. Fernando le detiene. El amigo le pone una condición.
—Pues bien: Llama a tu… criada, y si aún no se ha mudado, si sigue vestida de ama de casa, si le resplandecen todavía las orejas, entonces me voy.
Fernando no quiere llamar a Ramona. Marcelo le dice que si no lo hace lo hará él. Toca el timbre. Entra Ramona con el mismo traje. Marcelo pide que le lleve un vaso de agua. Cuando Ramona vuelve con el vaso, Marcelo no está.
—Se ha ido por discreción —dice Fernando.
Se acerca y la abraza. El vaso se cae.
—¡Lástima! Ahora que íbamos a bebérnoslo juntos.
Ramona le dice juntos no es posible. La abraza de nuevo. Ella se queja.
—Pero, señorito….
Fernando no cambia de actitud. Le dice que vestida con traje de la difunta no le llame señorito. No quiere que le hable como una criada. Le dice que busque una criada. Que ella pasaría a ser la señora. Que ocupe el dormitorio de la difunta. Ramona cree que el señor está loco. Pero en un aparte confiesa para sí sus verdaderas intenciones.
—¡A éste lo llevo yo a la vicaría! Hay que hacerse valer.
Llaman a la puerta fuertemente.
Es doña Engracia, la suegra, madre de Leonor.
Ha oído conversaciones en el interior. Increpa a Fernando.
—¿Quién estaba contigo? ¿Qué mujer estaba contigo, mal viudo?
Recuerda a la hija.
—¡Ah, Leonor, hija mía, que bien hiciste en morirte! Así no viste estas cosas.
Entra Ramona. Doña Engracia se vuelve a ella y repara en el vestido que lleva.
—Pendón, si, pendón. Pero ¿qué traje es ese? ¿De quien es ese traje? ¿Dónde has robado ese traje?
Ramona desciende a un lenguaje vulgar, tal vez al que estaba acostumbrada.
—¿Robar yo? ¿Pero por quién me toma esta tía?
Doña Engracia, furiosa, quiere saber quien manda ahora en la casa. Pregunta a Fernando. No responde. Calla y mira al suelo. Quién responde es Ramona.
—Ahora soy yo aquí el ama.
Prosigue el pleito entre los tres. Doña Engracia siempre cargando a Ramona. Le dice que se lave las manos, que huelen a ajo. La criada no se inmuta. Pregunta a doña Engracia en qué le ha faltado, en qué faltó nunca a la difunta. Doña Engracia sale de la casa gimoteando contra el género masculino.
—¡Ay, los hambres. Señor, los hambres! Ni siquiera hasta el año de alivio.
Abraza a Fernando, le advierte que tenga cuidado con la criada que tome. Ramona le acompaña hasta la puerta y queda sola con Fernando. Le pregunta.
—¿De modo que a la vicaría?
Asiente el señorito.
—¡Pues claro, hija, pues claro!
La toma del brazo, la conduce hasta la puerta del cuarto que antes era de Leonor y ella entra. Fernando intenta abrir y encuentra que la puerta está cerrada por dentro. Llama.
—Ramona, Ramona, abre.
Segura de sí misma, la hasta entonces criada responde desde el interior.
—No; ahora a raya; primero ve a buscar testigos, un notario y otra criada…. Ahora soy el ama. Ve a buscarlas.
La resignación suele aligerar los males para los que no hay remedio posible. Fernando entiende que cuando no se tiene lo que se ama, es necesario amar lo que se tiene. Unamuno escribe desde una situación en la que el hombre está siempre entre líneas. Pone al personaje de La difunta tan atosigadamente cerca de nosotros que no sabemos si alabarlo o compadecerlo.
Cuando Ramona dice a Fernando que acuda en busca de testigos y un notario, éste, vencido, acepta.
—Bueno, pues voy a ello. —Al salir, mirando al cielo y cruzando los brazos, murmura—. ¡Leonor mía! ¡Todo para ti!
Con estas líneas Unamuno pone punto final al sainete, donde una criada espabilada logra ascender a esposa del señorito viudo y algo ingenuo.
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