Es una pieza extraña en el teatro de Unamuno, pero no peca de torpe ni de indolente.
Con ocasión del V Curso de Filología Hispánica el 12 de febrero de 1955 en la Universidad de Salamanca, el profesor Fernando Lázaro dijo de Unamuno: “Ahí quedan, como importantísimas experiencias dramáticas, sus obras, excesivamente personales, excesivamente extrañas, es verdad, pero, por ello, más entrañablemente suyas. Podrán gustar o no al lector o al espectador. Pero guardémonos de ver en ellas la imagen de la torpeza o de la indolencia”.
Esto ocurre con La princesa doña Lambra. Es una pieza extraña en el teatro de Unamuno, pero no peca de torpe ni de indolente.
La farsa de doña Lambra es una especie de entremés cómico que en ocasiones llega a la melancolía poética. Unamuno escribió esta obra en 1909, cumplidos 45 años. Confiaba mucho en su éxito. Decía que “cabe más poesía en la comedia que no en el drama”. Añadía que había escrito su obra en “prosa rítmica apto sólo para que las recite, declame o canturree cualquier actor o actriz de voz agradable y de tonillo cosquilleador o adormecedor de oídos”. En los ensayos que ocupan el tomo VI de sus Obras Completas dice que “disgustado de todo teatro, y sin encontrar consuelo ni deleite en lo dramático, me refugio en la lírica…. Encuentro la poesía mejor en lo cómico que en lo dramático… tanto me he enamorado de lo cómico, de un cómico algo triste, que anda buscando la tragedia bufa”. En carta a su amigo Francisco Antón da nuevas pistas de su obra: “Dentro de esto, que tiene más de farsa que de otra cosa, he metido más poesía y melancolía que en las más de mis cosas. Está en gran parte escrito en una especie de prosa ritmoide, casi verso libre”.
La princesa doña Lambra se desarrolla en un solo acto. Intervienen seis personajes: El turista, su esposa, don Carlos, Fortunato, don Eugenio y Sinforosa.
La primera escena de la obra presenta un claustro gótico al caer de la tarde. En un rincón, una estatua de doña Lambra con un perro a sus pies alzada sobre un sepulcro. Dos turistas, marido y mujer. Les acompañan don Carlos y el conserje Fortunato, que les sirve de cicerone. Luego se presenta don Eugenio, arqueólogo poeta, y más adelante Sinforosa, hermana de Fortunato.
El planteamiento de la obra es sencillo. Fortunato acompaña la visita del turista, que se avergüenza del estado del claustro. El conserje le responde que el gobierno no le da ni quinientas pesetas al año.
—Ni para pagar las goteras de la casa.
—A tal paso, estas hermosas ruinas acabarán de arruinarse —observa el turista.
El turista cobra interés por el lugar. Pregunta.
—¿Quién está enterrada aquí?
Fortunato deja ver sus conocimientos
—¿Quién? Ahí lo dice con letras góticas, la princesa doña Lambra, que finó por casar a veinticinco de abril de mil y ciento y cincuenta y un años. Descanse en paz. La descendencia empezaba ya en el siglo doce.
Don Carlos cree haber oído que la princesa se escapó con un palafrenero. Don Eugenio, que andaba por allí, reacciona indignado ante las palabras de don Carlos.
—¿Cómo osáis poner la lengua en el honor inmaculado de la princesa doña Lambra? Mancillar así la historia, el pasado incólume e intangible.
En este punto interviene el turista con poca fortuna. Señalando a don Eugenio dice.
—Bueno, bueno, que nos deje en paz este loco.
Don Eugenio reacciona con el ánimo exaltado.
—¿Loco? ¿Loco dijisteis? ¡Oh, ramplones burgueses! ¡Filisteos! ¡Turistas! ¡Os entiendo, sí, os entiendo! ¡Loco, sí, loco a Dios gracias!
Unamuno se propone que sus criaturas hablen con absoluta desnudez. En el teatro es homogéneo con su estilo de narrador. De este estilo hablan muchos de sus personajes, especialmente los pertenecientes a clases sociales distinguidas.
Ni el turista, ni la esposa, ni Fortunato, ni don Carlos, apoyan las ideas de don Eugenio. Este antes de marcharse, amenaza.
—Todos, todos contra mí. ¡Mejor, yo solo contra todos! ¡Cuando publique mi obra los confundiré!
Vanse también don Carlos y los turistas. Queda Fortunato y el conserje. Está hablando para sí de la hermana cuando ésta entra en escena. Mentando al ruin de Roma por la puerta asoma. Sinforosa ha estado escuchando todo lo que los cuatro hablaban y pregunta al hermano.
—Qué voces destempladas, inarmónicas, masculinas, han sido esas.
En realidad, Sinforosa acudió al hermano para hablar de don Eugenio, con quien estaba en amores. Se creía que su cupido había abandonado España. Dice al hermano.
—¡Me juró que volvería, y volverá, sí, volverá!
La crueldad es el instinto perverso de la alegría. A la esperanza alegre de Sinforosa, responde su hermano.
—Juraría qué a la hora de ahora, se halla casado ya, con cualquier negra tagala, allá en Paraguay”.
Sinforosa acusa el golpe y se subleva.
—¿Casado? ¿Casado mi Eugenio? ¿Y con una negra? ¡Imposible, imposible; torcida contumelia! Tú no sabes, Fortunato, lo que es el amor en pechos nobles.
No. No lo sabía. El amor, en pechos nobles y en todos los pechos cuando es auténtico es como las algas en el agua estancada: Aunque se las alejen, siempre vuelven.
La sexta escena de la obra se inicia con un largo monólogo de Sinforosa recordando a Eugenio, su amor, del que está segura que volverá “porque el amor vuelve siempre”. No siempre, Sinforosa.
Gómez de la Serna decía que monólogo significa el mono que habla. Antonio Machado y García Lorca destacaron en defensa del monólogo. Unamuno, que lo utiliza frecuentemente en sus obras de teatro, decía: “Si hay monólogos, como en el antiguo arte clásico los había, es porque ahorran largos rodeos y son de una verdad íntima mucho mayor que la de estos”.
Concluido el inacabable monólogo de Sinforosa don Eugenio inicia otro de la misma duración. Regresa a escena con un canto de alabanza a la princesa doña Lambra.
—Por ella han resbalado los siglos sin dejar una arruga sobre su frente alabastrina.
Sinforosa, que oye a Lambra, piensa en don Eugenio que ha vuelto. Este, al escucharla y ver su cuerpo entre sombras piensa en un sueño. Sinforosa le saca de dudas.
—No, no sueñas, soy yo. ¡Todo vuelve, Eugenio; la eternidad se llama amor!
Don Eugenio ve en Sinforosa a doña Lambra y responde.
—Sí, todo vuelve, mi Lambra. ¡Qué profunda revelación! Ahora veo que es verdad. Volvamos al siglo doce…. Tuyo, Lambra, eternamente tuyo. Lo era ya en espíritu. Al contacto de tu mármol busqué la eternidad… ¡La eternidad está en la piedra!
Surge la sorpresa en la escena IX. Fortunato, el conserje del lugar, descubre a don Eugenio y a Sinforosa arrullados en actitud sospechosa. Les increpa.
—¡Usted, don Eugenio, usted, espejo de caballero! ¿Y tú, Sinforosa, tú, virgo fidelis, era éste el Eugenio por el que suspirabas? ¿El que andaba por las selvas vírgenes entre panteras, leones y cocodrilos? ¡Vaya cocodrilo!
Don Eugenio se excusa torpemente diciendo que se trata de una celada de sus rivales por “haber conquistado en lid poética la flor natural”.
Fortunato no cede. Quiere ver a su hermana casada. Don Eugenio claudica y pregunta a Sinforosa.
—¿Me queréis por esposo?
Ella le da la mano y responde.
—Sí, me resigno a la tragedia. Pero ¿y el amor?
Dice don Eugenio.
—El amor, señora, vendrá con los años.
¿Siempre? También con los años llega con cierta frecuencia al desamor.
Con La princesa doña Lambra, Unamuno se introduce en el género cómico, como escribí en otras letras, si bien no es sólo en esta obra donde lo hace. En una carta de 1909 a Luis de Armiñán, le dice: “El día que yo, el trágico, me dedique al cómico humorístico, voy a descuringar al público haciendo que él ría sus melancolías y que lloren sus alegrías”.
En doña Lambra, el cómico recae en el conserje Fortunato, quien se expresa en latín en la escena final con estas letras.
—También yo pude haber sido trágico y me he quedado en cómico. Otros hay, en cambio, que pudiendo haber llegado a cómico se han quedado en trágicos. Lo perfecto es lo tragicómico.
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