El amor no conoce leyes. La herida del amor que por momentos sentía Ricardo la cura la misma que la hace: Liduvina.
En Amor y pedagogía Unamuno avanza lentamente hacia el tema del hombre y el amor. En realidad, Amor y pedagogía anticipa las novelas que están por llegar y contiene en germen lo más sustantivo de ellas. Aquí, en Una historia de amor, el que Ricardo siente hacia la vida religiosa supera al que creía profesar a Liduvina, “cansado de las largas paradas al pie de la reja con el peso del deber, a desgana cumplido”. La novia romántica que nutre esta novela recuerda a los mejores cuentos de El espejo de la muerte.
Una mañana, después de haber comulgado, Ricardo abrió el Nuevo Testamento al azar y puso especial atención al texto que habían fijado sus ojos, la orden de Cristo a los discípulos que figura en el capítulo 16 del Evangelio escrito por San Marcos: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura”.
Desde entonces la religión llegó a constituir para Ricardo el hecho principal en su vida de tal manera que, en los escasos minutos que hablaba con Liduvina y separados ambos por la reja, verdadera cancela de prisión, cuando sonaban las campanas de una Colegiata cercana, Ricardo y Liduvina los dos, suspendieron el coloquio, ella se persignaba, él se recogía con la mirada fijada en el suelo, recordando la orden de Jesucristo: predicad el Evangelio por todo el mundo.
Las obsesiones religiosas de Ricardo no constituyen la pérdida del amor por Liduvina, unas veces fríos, otras templados y calientes otras. El amor no conoce leyes. La herida del amor que por momentos sentía Ricardo la cura la misma que la hace: Liduvina.
Una tarde, ante la reja, Ricardo trata de cortar con la novia. Como pretexto argumenta que el padre no quiere hablar de boda hasta que termine la carrera, que al parecer iba para largo. La reacción de Liduvina le sorprende hasta dejarlo sin habla. Si el matrimonio va para largo, dice ella, fuguémonos juntos.
— ¿Escaparnos, Liduvina, escaparnos?
— Sí, Ricardo, te entiendo; salir cada uno de nosotros de nuestra propia casa e irnos por ahí, no se adónde, los dos solos, a dar cuerda al amor.
Lo decía Platón: No hay hombre tan cobarde a quien el amor no haga valiente y transforme en héroe.
El amor transformó la negativa original de Ricardo de un no en un sí.
Escaparon del pueblo una mañana. El coche preparado los llevó a la estación cercana. En el trayecto, “Ricardo y Liduvina, cogídos de las manos, callaban mirando el campo”. Montados en el tren acurrucados en la esquina del vagón que ocupaban, miraban vagamente a las quintas sembradas. “Ricardo fingía una serenidad que le faltaba”.
Llegaron a la estación de destino.
Se dirigieron a un hotel.
Pidieron un cuarto y se encerraron entre sus tristes paredes.
“En sus ojos flotaba la sombra del supremo desencanto. Los besos eran inútiles llamadas. Ricardo rumiaba el ‘Id y predicad la buena nueva’. Por la mente de Liduvina cruzaban el silencio de su madre, el ceño de su hermana y, sobre todo, el ciprés del convento. ¿Era aquello el amor? Le mandó a él que saliese del cuarto para vestirse sin que la viera”.
La escapatoria fue un fracaso total. Al otro día emprendieron el regreso. Liduvina no quiso volver al pueblo, la inquietaba enfrentarse con su madre y hermana. Dijo a Ricardo que se quedaría durante un tiempo en otro pueblo donde vivía una tuya suya, hermana del padre. Ricardo continuó en tren hasta la estación anterior a la ciudad y a la caída de la tarde emprendió a pie la vuelta a casa. Al verle, su padre pronunció una sola palabra: ¡Majadero!
He comentado once de las novelas escritas por Unamuno. En ninguna de ellas he observado una transición argumental sin haberla documentado antes como ocurre en esta historia de amor. Liduvina queda en casa de su tía. Ricardo se ausenta a una ciudad lejana, con unos tíos. Ella y él se cartean con relativa frecuencia. Liduvina le reprocha que sus cartas sean sermones religiosos, no temas de amor. Finalizando el capítulo cinco de la novela Ricardo, con “terribles desgarrones del alma”, le escribe una última carta de despedida. Le dice que “entre ellos subsistiría siempre, aún cuando no volvieran a saber el uno del otro, un matrimonio espiritual”.
De inmediato, finalizado el capítulo cinco y en las primeras líneas del seis, sin otro planteamiento previo Unamuno presenta a Ricardo como Fray Ricardo, novicio en un convento. Apunta el autor de la novela: “No era natural aquello; parecía más obra de desesperación diabólica que no de dulce confianza en la gracia de Dios y en los méritos de su Hijo humanado”.
Ricardo destaca pronto entre sus compañeros novicios. Corría el rumor confuso de la aventura que le llevó al convento, pero de nada hacía caso. Pasaba horas enfrascado en la lectura de libros religiosos. Leía a los padres de la Iglesia, a los místicos, el Kempis, los apologistas, sobre todo las Confesiones de San Agustín. “Sus hermanos, los demás novicios, le miraban con un cierto recelo y también con envidia, con esa triste envidia que es la plaga de los conventos”. La asignatura preferida de Ricardo era la oratoria. Ambicionaba convertirse en un gran orador. Leía mucho al beato Enrique Susón, que pasaba por ser uno de los más eminentes oradores que había dado la Orden de ellos.
Al maestro de novicios, el padre Pedro, no acababan de convencerles los ardores de Ricardo y así se lo expuso al prior del convento. En el curso de una larga conversación con el superior, le dijo: “Fray Ricardo se siente orador, y su vocación no es más que vocación oratoria. Y de oratoria sagrada, que es la que estima más apropiada a la índole de sus talentos. Sueña con los tiempos oratorios de un Savonarola, de un Montsabé, de un Lacordaire. ¿Quién sabe?, acaso más. Esa revelación evangélica que dice haber tenido, la de ‘Id y predicad la buena nueva’, le atrae, no por la buena nueva, ni por el Evangelio mismo, sino por la predicación. El hacerse fraile es algo así como un desafío al mundo y como una de las más románticas singularidades. Además, la ambición. Se tiene por guapo y quiere lucirse con el hábito blanco desde el púlpito”.
El padre Prior pone fin a la conversación calmando los temores del maestro de novicios.
Liduvina estuvo esperando a Ricardo hasta que éste entró en el claustro. También ella, con los ojos secos y el corazón desolado, decidió encerrarse en otro convento. Eligió uno viejo que antaño fue de los hermanos benedictinos. Desde allí no se veía del resto del mundo más que el cielo. Una vez al año pasaba por delante de las rejas del convento una procesión de niños. Liduvina los miraba y se despertaba en ella los deseos de la maternidad. Más de una vez, tendida al pie de una imagen de la Virgen, le decía: “¡Madre, madre! ¿por qué no conseguiste del Padre que mi Ricardo me hubiese hecho madre? Y se anegaba en lágrimas, queriendo resignarse al ya irrevocable destierro del convento”.
La fama de Fray Ricardo como predicador se extendía por toda la nación. Se decía que había renovado los tiempos de oro de la oratoria sagrada. Se le indicaba para obispo. Las mujeres que le escuchaban temblaban ante sus palabras. Un día le llamaron a predicar al convento de las Madres de la Villa de Talviedra. Desde que lo supo apenas dormía. En aquel convento estaba Liduvina. Ricardo quería ofrecer un espectáculo único sólo para dos. Cuando inicia la predicación Ricardo me recuerda al pastor protestante de la película ¡Qué verde era mi valle!, estrenada en 1944, interpretada por Walter Pidgeon y Maureen O’Hara. Yo la vi dos años después en el cine Ideal de Larache, Marruecos, y nunca la he olvidado. Como aquel pastor al que se le relacionaba con una mujer soltera imaginé a Ricardo predicando sobre el amor con los pensamientos dirigidos a la mujer que todavía amaba.
Así concluye Unamuno la novela Una historia de amor: Cuando el orador hubo acabado su sermón sobre el amor de Dios y el amor humano, al abrazarse y fundirse en uno de sus sollozos, “Fray Ricardo y Sor Liduvina fundieron sus corazones, cayéronseles como abrasadas sus vestiduras, y quedó al desnudo y descubierto el amor, que desde aquella triste fuga les había sustentado las sendas soledades”.
“Y desde aquel día…”.
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