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La predicación, de Jorge Óscar Sánchez

La predicación o comunicación del mensaje cristiano, en última instancia, no está destinada a informar o educar a quienes nos oyen, sino que primordialmente salven sus almas para el tiempo y la eternidad.

FRAGMENTOS 27 DE AGOSTO DE 2020 18:00 h

Un fragmento de “La predicación: Comunicando el mensaje con excelencia”, de Jorge Óscar Sánchez (Clie, 2020). Puede leer más sobre el libro aquí.



 



CAPÍTULO 1- La tarea más difícil y gozosa del mundo



«¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados? Como está escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!» (Romanos 10:14-15).



«Predicar es muy difícil Pastor, ¿por qué no invita a algún otro a hacerlo...?», la voz del joven candidato a predicador sonaba angustiada. Ya que era la primera vez que lo hacía, no quise desalentarlo, pero para mis adentros pensé: «¡Estás muy equivocado; predicar la palabra de Dios no es difícil, es algo sencillamente imposible!». Y, sin embargo, a pesar de esta inevitable realidad, cada domingo a lo largo y a lo ancho de nuestro mundo, miles de hombres y mujeres se involucran en esta tarea que es tan desafiante y agobiante por la responsabilidad que conlleva, pero al mismo tiempo la más gozosa, sublime y elevada a la que un ser humano puede ser llamado por Dios.



Mirando desde afuera, la tarea de proclamar el evangelio de Jesucristo, nunca da la impresión de ser algo difícil. Cuando ustedes y yo oímos a un buen predicador, su trabajo parece cosa de niños. Y, sin embargo, después que nos subimos por primera vez a un púlpito, inmediatamente comprendemos que la tarea tiene demasiadas dinámicas entretejidas que hacen la experiencia un desafío para colosos del intelecto, la comunicación, y el poder espiritual. Y cuando bajamos del púlpito después del primer intento, casi siempre lo hacemos con nuestra autosuficiencia hecha trizas, con ganas de no volver nunca más a tener que atravesar esa vía dolorosa. Al igual que Eva nuestros ojos «han sido iluminados». No obstante, para quien ha sido llamado por Dios a este ministerio, algo muy adentro nos dice: «Pero la próxima vez será mejor». Así nos lanzamos a esta aventura, y décadas más tarde miramos hacia atrás y decimos: «¡Qué bueno que perseveré luego de los fracasos iniciales! Los gozos insondables que me hubiera perdido de haber abandonado».



En este capítulo, quisiera compartir con ustedes algunas de las razones que hacen que la predicación del evangelio de Jesucristo sea la tarea más difícil del mundo, el llamado más desafiante, pero al mismo tiempo, la ocupación más gozosa a la cual un ser humano puede ser llamado por el Dios infinito en gloria, poder y majestad. Mi propósito es alentarle a que comprenda que aun los mejores predicadores que han ministrado por décadas, confiesan que siempre tuvieron que batallar con el sentimiento íntimo de ser inadecuados para la tarea, pero al mismo tiempo, perseverando en el aprendizaje y la práctica lograron avances notables. Pero incluso con todos los inconvenientes y errores iniciales, con el correr de los años tuvieron el gozo de ver la mano de Dios bendecir sus ministerios más allá de todo lo humanamente imaginable. […]



En la primera página de mi Biblia se halla una cita que tomé de un predicador del siglo XIX. La tengo escrita allí para recordarme de forma continua cuál es mi misión y la seriedad que implica mi llamado a predicar. Dice:



“El predicador: Su trono es el púlpito. Habla en nombre de Cristo. Su mensaje es la Palabra de Dios. Frente a él están las almas inmortales. El Salvador invisible está a su lado. El Espíritu Santo se mueve en medio de la audiencia. Ángeles y demonios observan la escena, y el cielo y el infierno aguardan el resultado. Qué vastas esas asociaciones y que tremenda responsabilidad”. (1)



La predicación o comunicación del mensaje cristiano, en última instancia, no está destinada a informar o educar a quienes nos oyen, para que puedan vivir una existencia decente, de mejor calidad y felicidad en esta tierra, sino que primordialmente salven sus almas para el tiempo y la eternidad. Al anunciar el evangelio buscamos que los oyentes hagan una serie de decisiones concretas que los lleven a pasar por la puerta estrecha de la salvación, y una vez en el camino angosto, continúen avanzando hasta que lleguen a ser discípulos maduros y completos de Jesús. Como predicadores cumplimos lo que Pablo decía: «Proclamamos a Cristo a todos los hombres, amonestándoles y enseñándoles con toda sabiduría, a fin de poder presentar completo a todo hombre en Cristo» (Col. 1:28). Esta tarea, en consecuencia, conlleva una solemne responsabilidad, ya que si el mensajero es infiel al evangelio de la gracia, y en lugar de «anunciar el arrepentimiento para con Dios y la fe en nuestro Señor Jesucristo» (Hch. 20:21), hace que el mensaje se convierta en mera psicología popular y consejería, un día tendrá que dar cuentas a Dios de su mayordomía. Reiteramos que las personas se pierden por su propio pecado, pero si el atalaya en lugar de apercibir al impío y amonestarlo para que viva, por la causa que sea, se dedica a entretenerlo, un día la sangre de aquellos que se pierden será demandada de su mano. (Ez. 3:16-21). […]



Reconocemos los desafíos y dificultades que conlleva ser predicador del Evangelio, sin embargo, esto nunca debería doblarle las espaldas, quebrar su voluntad y detenerle en el camino. Porque de la misma manera que es la tarea más difícil, al mismo tiempo será la experiencia más gozosa por cuatro razones de enorme peso.



La primera de las razones es que, la predicación es el invento de Dios:



«Ya que Dios, en su sabio designio, dispuso que el mundo no lo conociera mediante la sabiduría humana, tuvo a bien salvar a los que creen, mediante la locura de la predicación» (1 Cor. 1:21, NVI). En una sociedad, como la griega, que se jactaba de su intelectualismo, y frente a una raza escéptica (los judíos) que buscaba milagros para fundamentar la fe, San Pablo nos recuerda que fue el plan producto de la mente de Dios, el salvar a los creyentes por aquello que a los ojos humanos suena a disparate total: la locura de la predicación (ojo, no la predicación loca. De eso tenemos demasiados casos todas las semanas). ¡La iglesia cristiana nació con un sermón! Después del derramamiento del bendito Espíritu Santo en el día de Pentecostés, Pedro poniéndose en pie frente a la multitud de curiosos predicó aquel sermón inolvidable que trajo como consecuencia la conversión de tres mil individuos. Y desde ese día hasta nuestros días, la existencia de la Iglesia de Jesucristo es el fiel reflejo de que la locura de la predicación produce resultados admirables. ¡Qué testimonio elocuente de la veracidad de la promesa de Dios: «Mi palabra no volverá a mí vacía...!» (Is. 55:10-11).



El Apóstol Pablo, nos recuerda una vez más la centralidad de la predicación, cuando afirma en Romanos 10:14: «¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quién les predique?». Es asombroso pensar que los apóstoles no contaban con ninguno de los medios tecnológicos que nosotros tenemos. No eran personas de grandes logros académicos, no tenían dinero, no contaban con conexiones políticas, no disponían de medios masivos de comunicación, solo corazones en fuego. Y del aposento alto salieron a conquistar el mundo, anunciando el evangelio de las buenas nuevas. Y donde quiera que llegaran, Dios honró sus esfuerzos con millares de conversiones, porque después de todo, él bendice aquello que él mismo diseñó. ¡La predicación bíblica, ungida por el Espíritu Santo, es el único programa que viene con garantía absoluta de éxito por parte del fabricante! ¡Sin predicación bíblica nunca habrá salvación, ni manifestación de la presencia, el poder y la gloria de Dios! […]



La segunda razón, es que nada nos ayudará a expandir nuestra propia alma como la tarea de predicar a Jesucristo.



El fin supremo de la existencia humana es conocer y amar a Dios. Dios ha colocado sed de eternidad en nuestros corazones y nos ha dado un alma con capacidad ilimitada para recibir todo cuanto Dios nos quiere dar y nuestro nivel de fe personal nos permita alcanzar. Los creyentes que amamos a Cristo, tomamos muy en serio la exhortación, «creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 P. 3:18). Cuanto más le conocemos, tanto mayor llegará a ser nuestro deleite en él. Sin embargo, todos luchamos contra mil obstáculos que limitan ese crecimiento. El factor tiempo es muchas veces el número uno, y el número dos, es que tantas veces no teniendo ninguna obligación de practicar la exhortación de Pedro, podemos crecer a un ritmo muy lento.



Cuando Dios me llamó al ministerio, me propuse que mi método de predicar sería en forma expositiva, abriendo el texto de diferentes libros de la Biblia para mis oyentes. Al imponerme esta disciplina, nunca me imaginé que quien recibiría el mayor beneficio sería yo mismo. La disciplina de tratar con todos los versos de un libro, no importa cuán difíciles sean, fue el método que Dios utilizó para expandir mi alma y fortalecer mi fe. Fue a través de la disciplina de estar forzado a producir y predicar un sermón nuevo cada semana, que Jesús me enseñó las verdades más sublimes en cuanto a su persona y su servicio. De no haber tenido esta obligación creo que mi relación con Jesús hubiera sido mucho más superficial. […]



La tercera razón por la que creo que la predicación es la tarea más gozosa, es porque no hay otra ocupación en la vida que nos pueda brindar mayores satisfacciones personales.



Jesucristo nos declaró su misión en la sinagoga de Nazaret cuando anunció: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres, me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a predicar el año agradable del Señor» (Lc. 4:18-19).



Más de un sábado a la noche, frente a la magnitud de la tarea me he cuestionado a mí mismo: «¿Quién me metió en esto? ¿Por qué acepté semejante desafío?». Y sin embargo, cuando uno predica, Dios manifiesta su presencia, el programa de Jesucristo se cumple a través de nuestro servicio... y entonces, ¿quién quisiera cambiar la tarea de predicar por cualquier otra vocación? Ser llamado a predicar es ser parte de las posibilidades infinitas. […]



A nuestro culto llegan personas encadenadas a los vicios más horrendos, con las cargas emocionales más pesadas, con pasados sórdidos, con matrimonios destruidos... con problemas que desde el punto de vista humano no tienen solución posible. Con todo, cuando Cristo se manifiesta a través de su palabra, ¿cuáles son los resultados? Exactamente los mismos que él anunció en Nazaret. […] Qué privilegio ser escogidos por Dios para esta vocación. Y ser quienes continuamos su labor en esta presente generación.



La última razón y la más importante es, ¡porque glorificará a Dios!



Si la predicación es el invento de Dios y produce cambios tan notables en la vida de los oyentes, entonces ¿qué mayor alegría puede haber para nosotros sus siervos, que Dios sea glorificado a través de nuestros esfuerzos? Si las personas salen del culto exclamando, «Qué gran Dios a quien adoramos y servimos», entonces nuestro ministerio tiene un valor incalculable. Qué bueno es que no salgan diciendo: «Qué lindo sermón que nos predicó el pastor», sino que de la misma manera que Jacob fue sorprendido por la gloria de Dios en Betel, puedan exclamar: «¡Cuán terrible es este lugar. ¡Dios estaba aquí y yo no lo sabía! Esto no es sino casa de Dios y puerta del cielo». Bendito el hombre y la mujer que tienen la habilidad de correr el velo que oculta el rostro de Dios. Porque al hacerlo estarán logrando lo más sublime de la existencia: lograr que otros conozcan al autor de la vida de abundancia y el gozo perdurable. Si al igual que Juan el Bautista, vemos que nuestros discípulos se van detrás de Jesús, ¡entonces hemos hecho nuestra tarea muy bien! Y de manos del Salvador recibiremos la recompensa que jamás el mundo nos podrá ofrecer. […]



A lo largo de esta obra, repetidas veces mencionaré a uno de mis mentores personales, el Dr. Martyn Lloyd-Jones de Inglaterra. Siendo joven se enroló en la carrera de medicina y llegó a ser un médico tan brillante, que a los 27 años estaba dentro del equipo que atendía a la corona británica. Sin embargo, el Doctor (como se le llamaba de forma cariñosa), dejó las posibilidades notables que le ofrecía la carrera médica para aceptar el llamado a ser Pastor de una humilde iglesia en Gales. Años más tarde Dios lo llevó para ser predicador en Westminster Chapel en Londres, y desde allí tuvo un ministerio de predicación que impactó a todo el mundo. Cuando estaba por retirarse del pastorado fue entrevistado por la BBC. El periodista le preguntó: «Usted sacrificó muchísimo para llegar a ser Pastor… una carrera brillante en medicina…». El Dr. respondió: «¡Yo no sacrifiqué absolutamente nada, porque nada en esta vida puede compararse con el privilegio de ser un ministro del evangelio…!».



[…] Ciertamente, la predicación es la tarea más difícil del mundo desde la perspectiva humana, pero al mismo tiempo la más gloriosa para esta vida y la eternidad. Siempre demandará lo mejor de nosotros, pero los resultados excederán con creces lo mejor que podamos imaginar. Predicar a Jesucristo es un trabajo que los ángeles envidian. Por lo tanto, dé lo mejor de usted mismo, aprenda a desarrollar un sermón excelente, y prepárese para ver a Dios entrar en acción. El gozo que experimentará será inefable y glorioso.



(1) Matthew Simpson, Lectures on Preaching, Phillips & Hunt, New York, 1879, pág. 66.


 

 


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