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Todas las novelas de Unamuno: Tres novelas ejemplares y un prólogo (1920)

“Lo mismo pude haber puesto Cuatro novelas ejemplares. ¿Por qué? Porque este prólogo es también una novela”, escribe Unamuno.

EL PUNTO EN LA PALABRA AUTOR 89/Juan_Antonio_Monroy 24 DE JULIO DE 2020 15:00 h
Detalle de la portada de la edición de Alianza Editorial. / [link]Alianza Editorial[/link]

Tres novelas ejemplares y un prólogo apareció como un volumen en 1920.



Sin embargo, Eugenio de Nora, en su ensayo ya citado La novela española contemporánea, señala que la más importante de las tres, Nada menos que todo un hombre fue publicada por primera vez en abril de 1916 en La novela corta.



En el extenso prólogo que escribe dice Unamuno: “¡Tres novelas ejemplares y un prólogo! Lo mismo pude haber puesto en la portada de este libro Cuatro novelas ejemplares. ¿Cuatro? ¿Por qué? Porque este prólogo es también una novela”.



En la primera página del prólogo Unamuno alude a las novelas de Cervantes: “Miguel de Cervantes llamó ejemplares a las novelas que publicó después de su Quijote porque según él en el prólogo a ellas nos dice: ‘no hay ninguna de quien no se pueda sacar algún ejemplo provechoso’.



Más adelante agrega: ‘Este prólogo es, en cierto modo, otra novela; la novela de mis novelas. Y a la vez la explicación de mi novelería. O si se quiere, nivolería. Y llamo ejemplares a estas novelas porque las doy como ejemplo –así, como suena– de vida y de realidad’”.



El gran vasco cierra el prólogo con palabras a modo de despedida: “Allá van, en fin, lectores y lectoras, señores, señoras y señoritas, estas tres novelas ejemplares, que aunque sus agonistas tengan que vivir aislados y desconocidos, yo sé que vivirán. Tan seguro estoy de esto como de que viviré yo. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? Dios sólo lo sabe”.



La primera de las tres novelas lleva por título Dos madres.



Raquel, viuda estéril, con la tormenta de no tener hijos se había agarrado a don Juan, su amante, hombre débil. Su amor por don Juan era un amor furioso, pero no amor del corazón, amor dominante.



Ardía en deseos de tener un hijo, el hijo que no le dio el difunto. Para ella, el infierno estaba en el interior de un vientre estéril. Su mente maquiavélica urde la trama.



Empuja a don Juan a que contraiga matrimonio con Berta la Piedra. Berta y Juan se conocían desde la infancia. Dice a Raquel que no podía, que la consideraba como una hermana. Raquel lo ignora:



– “Os casaréis, os darán gracia, mucha gracia, muchísima gracia, y criaréis por lo menos un hijo… para mí. Y yo le llevaré al cielo”.



– “Me matas, Quelina, me matas”, gime don Juan.



– “Y yo estoy peor que muerta”, responde Raquel.



“El pobre don Juan se ahogaba en sollozos”. Dice a Raquel:



– “Muerto, sí, muerto de miseria y podredumbre. ¿No es esto miseria? ¿No es podredumbre? ¿Es que soy mío? ¿Es que soy yo? ¿Por qué me has robado el cuerpo y el alma?



Don Juan cede. Habla con Berta y la pide matrimonio. Los padres de Berta aceden. Tiene lugar la boda. Pasados los días las dos mujeres tienen una conversación un poco tensa.



“Los ojos de Raquel, acerados, hendían el silencio. Cuando recupera las palabras dice a Berta lo que quiere de ella. A la pregunta de la joven esposa Raquel confiesa sus intenciones:



– ‘Ser madre. Esa es su obligación ¡Ya que yo no he podido serlo, séalo usted!’”.



Nace una niña, a la que ponen por nombre Raquel.



Unamuno es muy dado a matar a los personajes de sus novelas. Don Juan sale de excursión con dos amigos. Al bordear un barranco lo vieron desaparecer del carruaje. “No sabían decir si se cayó o porque se tirara. Le recogieron con la cabeza partida y el cuerpo destrozado”.



Con un abogado de mucha reputación leyeron el testamento. Don Juan carecía de fortuna. Todo cuanto poseía estaba a nombre de Raquel. Ésta, sabedora de que los señores Lapiedra eran pobres, les hizo una oferta.



Ella sostendría a los tres, a cambio de que le cedieran la niña. Aceptaron. Berta, embarazada, esperaba otro hijo. Raquel tenía lo que quería: ya era madre. Dijo a Berta: “Si te vuelves a casar te dotaré. Piénsalo. No se está bien de viuda”.



Segunda de las tres novelas tiene como título El marqués de Lumbría.



Sólo tiene seis páginas. Encierra otra crónica de familia. Unamuno continúa aquí con el género dramático. Algunos estudiosos de la novelística unamuniana han calificado esta novela como un cuento extenso.



El excelentísimo señor marqués de Lumbría vivía con dos hijas. Carolina era la mayor. Luisa le nació de su segunda esposa. “El marqués tenía verdadero horror a las moscas, que podían venir de un andrajoso mendigo, acaso de un tiñoso.



El marqués temblaba ante posibles contagios de enfermedades plebeyas… La marquesa, doña Vicenta, cuando no estaba durmiendo estaba quejándose de todo, y en especial del ruido”.



Tristán Ibáñez del Gamonal, de una familia de ideas tradicionales, corteja a la segunda hija del marqués, Luisa. El coqueteo acaba en boda, como en tantas ocasiones desde Adán.



El matrimonio queda viviendo en casa de los marqueses, con lo que “el ámbito de la casona se espesó y entenebreció aún más”.



Luisa lloraba. Su padre le pedía, le exigía casi, el nacimiento de un nieto. “Eso no depende de mí, padre”, se disculpaba la inocente Luisa. El viejo no atendía a razones.



Gritaba a Luisa: “Pues no me voy, no debo irme, hasta recibir al nuevo marqués, porque tiene que ser varón… eso más faltaba, hija –y le temblaba la voz al decirlo– que después de habérsenos metido en casa ese botarate no nos diera un marqués”.



Quiso Dios, la fortuna, el destino o lo que fuera premiar a Luisa y al marqués con el nacimiento de un varón. Al presentárselo Tristán, dio al recién nacido “un beso tembloroso, un beso de muerte”.



El marqués de Lumbría murió dos días después.



Los acontecimientos se precipitan. Luisa muere también. Su hermana mayor, que había estado varios años fuera de la casona regresa y contrae matrimonio con Tristán, su cuñado.



Rodriguín, hijo de Luisa, vive con ellos. Un día, cumplidos el marquesito diez años, Carolina le dice: “Tú estás así muy solo. Necesitas compañía y quien te estimule a estudiar, y así, tu padre y yo hemos decidido traer a casa a un sobrino, a uno que se ha quedado solo”.



Llega el niño. Le llaman Pedrín. Los dos niños no se entienden. Se odian. Un día, “estando marido y mujer muy arrimados en un sofá, cogidos de la mano”, llegan los dos niños sudorosos y agitados.



Cuando Carolina vio sangre en las narices de Pedrito salta como una leona. Volviéndose al marquesito le escupió en la cara esta palabra: “¡Caín”. Luego, apretándose el corazón, dijo con voz ronca. “Pedro es mi hijo”.



En efecto, lo era. Lo había engendrado de Tristán poco después del matrimonio de éste con su hermana Luisa. Carolina lo dice a la servidumbre. Abre el balcón y lo pregona a los transeúntes.



A Rodriguín lo interna en un colegio. Enfrentada al marido, le dice: “Tu naciste para que yo fuese la madre del Marqués de Lumbría, de Don Pedro Ibáñez del Gamonal y Suárez de Tejada, de quien haré un hombre y le mandaré labrar un escudo nuevo, de bronce y no de piedra”.



Termina la novela: “Tristán inclinó la cabeza bajo un peso de siglos”.



La tercera de las Tres novelas ejemplares y un prólogo que escribió Unamuno tiene por título Nada menos que todo un hombre.



Es un relato teñido de intenso dramatismo. La agonía qué deriva el sentimiento trágico de la vida llega a los límites de la razón y de la fe en estas páginas. En 1971 Rafael Gil dirigió una película basada en la novela e interpretada por Francisco Rabal y Analía Gadé en los principales papeles.



Los comentarios que estoy haciendo a las novelas de Unamuno tienen un límite de extensión que el director de la agencia de prensa a los que van destinados me pide que no exceda. Difícil aquí, aunque ensayaré una apretada síntesis del contenido.



Julia era de una hermosura que estaba esparcida por toda la comarca. Los padres, Victorino y Anacleta, estaban endeudados. Tenían puestas sus esperanzas de redención económica en el posible matrimonio con un hombre rico.



Después de un noviazgo frustrado con Federico, aparece el hombre deseado por los padres: Alejandro Gómez. “Nadie sabía bien de su origen, nadie de sus antecedentes, nadie le oyó hablar nunca ni de sus padres, ni de sus parientes, ni de su pueblo, ni de su niñez”, pero era inmensamente rico, dueño de una fabulosa fortuna, acumulada por los padres y aumentada por él en Cuba y en Méjico.



A Alejandro le hablaron de Julia, “la hermosura monumental de Renada. La corteja, la pide por carta en matrimonio, Julia le muestra a su padre la carta, éste le pregunta qué hará, y ella responde:



– “¡Pues qué he de hacer! Decirle que se vea contigo y que convengáis el precio”.



Julia tenía 20 años. Alejandro 34. Para despejar dudas de la mente de Julia, que sigue pensando en Federico, el padre le implora con lágrimas en los ojos: “Si no aceptas a Alejandro, dentro de poco no podré encubrir ya mi ruina y mis trampas y me echarán a presidio”.



Enterado Alejandro de la situación de la familia y sin que Julia lo sepa, paga todas las deudas del padre: “Ya estoy libre”, dice éste.



Hubo boda.



El matrimonio se instala en la corte, donde Alejandro fragua amistades con aristócratas a los que presta dinero.



Julia queda embarazada y tiene un hijo. “Lo esperaba, dice Alejandro. Ya tengo un heredero y a quien hacer un hombre, otro hombre como yo lo esperaba”.



Julia conoce a un conde, acreedor de muchos dineros a Alejandro. En la comarca comienzan las habladurías, pero Alejandro confía en la fidelidad de su esposa. Ésta, sin ser verdad, sólo por herir su orgullo, le confiesa que el conde es su amante.



El astuto Alejandro convoca una reunión con la presencia de dos médicos y el conde. Por el terror que le infunde Alejandro, el conde admite y firma no haber tenido ningún género de relación con Julia. “Para evitar un crimen mayor”, escribe Unamuno, Julia es declarada loca e internada en un manicomio.



Al fin de no enloquecer de verdad Julia se declara tarada y atribuye a alucinaciones sus relaciones con el conde. Advertido el marido, la lleva a casa no sin antes prometerle que la quiere más que a sí mismo.



Todas esas tormentas y tribulaciones quebrantan la salud de Julia y cae gravemente enferma. Alejandro llama a los mejores especialistas. Cree enloquecer de dolor. Dice a la enferma:



– “¡No te morirás! ¡No te puedes morir! ¡No quiero que te mueras! ¡Mátame, Julia y vive!



– Sí, me muero…



– ¡Y yo contigo!



– ¿Y el niño, Alejandro?



– Que se me muera también. ¿Para qué le quiero sin ti?



– ¿Y tú?



– ¿Yo? ¡Si no puedo ser tuyo, de la muerte!”



Muere Julia.



Alejandro alza al hijo en sus brazos, que tenía tres años, y lo besa rápidamente. Se encierra en su cuarto para arreglar la última voluntad y murmura ante el cadáver de la que fue su mujer: “Mi sangre por la tuya. La muerte te llevó. ¡Voy a buscarte!”.



Concluye Unamuno: “Empezó a besarla frenéticamente, por si así la resucitaba, a llamarla, a decirle ternuras terribles al oído. Estaba fría”.



“Cuando más tarde tuvieron que forzar la puerta de la alcoba mortuoria, encontráronlo abrazado a su mujer y blanco del frío último, desangrado y ensangrentado”.


 

 


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