“Desde que Nietzsche proclamó la muerte de Dios, pocos escritores han planteado con mayor vigor que Unamuno el problema de las relaciones entre el creador y sus criaturas como Unamuno”.
Niebla es la novela más famosa y elogiada de las que escribió Unamuno. También la más difundida y traducida a idiomas extranjeros.
El profesor Nelson Arringer, de la Universidad de Connecticut, en Estados Unidos, dice que “desde que Nietzsche proclamó la muerte de Dios, pocos escritores han planteado con mayor vigor que Unamuno el problema de las relaciones entre el creador y sus criaturas como lo hace Unamuno en Niebla”.
A través de Víctor, Unamuno cuenta la historia de cómo empezó a escribir su novela: “Me senté, cogí unas cuartillas, y empecé lo primero que se me ocurrió sin saber lo que seguiría, sin plan alguno. Mis personajes se irán haciendo según obren y hablen, sobre todo según hablen”.
Unamuno sostiene que esta técnica no era inaudita en su tiempo. Se empleaba en la literatura del siglo XVI y la practicaba el hombre al que consideraba su maestro, Miguel de Cervantes.
Unamuno, siempre Unamuno, jugando con las intenciones confiesa que él llama a su novela Nívola: “Fue otra ingenua zorrería para intrigrar a los críticos. Novela y tan novela como cualquier otra” añade.
Parece que la niebla en la ciudad de Salamanca tuvo algo que ver con el origen de la novela. Así lo da a entender en el párrafo A lo que salga. Dice: “Una mañana de niebla en que salí de casa –de esto hace cinco o seis años– me produjo el espectáculo de la niebla matutina, con ser frecuente en esta ciudad de Salamanca, un efecto singular y como nunca antes me lo había producido, merced, sin duda, al estado en que acertara a encontrarse entonces mi alma”. Pilar Palomo, de la Universidad Complutense de Madrid, sabedora de que en la teología unamuniana se intenta espiritualizar hasta el más pequeño átomo material, comenta: “En definitiva, tal vez en esta estructura bascular de Niebla se hayan intentado comunicar, como en dos bloques de significación, las dos simétricas y correspondientes preguntas básicas unamunianas: Las que resuenan por toda su obra, desde 1897 al menos. La niebla de ¿quiénes somos? y la tenebrosa sombra del ¿adónde vamos? No son, efectivamente, dos preguntas retóricas”.
Se entenderá mejor el juego metafísico de Niebla si se tiene en cuenta que la novela fue publicada dos años después de El sentimiento trágico de la vida, donde Unamuno escribe: “La esencia de un ser no es sólo el empeño en persistir por siempre, como nos enseñó Spinoza, sino, además, el hambre y sed de eternidad y de infinitud”.
Ideas que Unamuno repite en Niebla y, prácticamente, en toda su obra. Aquí, en Niebla, Augusto pregunta a su perro Orfeo: “¿Qué soy yo? Cada hora me llega empujada por las horas que le precedieron; no he conocido el porvenir… Estos días que pasan, este día, este eterno día que pasa, deslizándose en niebla de aburrimiento. Hoy como ayer, mañana como hoy”.
Realizar una síntesis de la novela en pocos párrafos de escritura es imposible. Volúmenes completos se han dedicado a este menester. Julián Marías, uno de los mejores biógrafos de Unamuno es consciente de la dificultad, toda vez que Niebla, dice, “Multiplica los personajes, qué son numerosísimos, y además están rodeados de otros marginales”.
La trama novelesca presenta a Augusto Pérez, hombre rico, enamorado de Eugenia, quien tiene hipotecada la casa donde vive. A su vez, Eugenia está enamorada de Mauricio, perfecto holgazán, y rechaza los amores de Augusto. Intervienen los celos. Augusto flirtea con la planchadora Rosario. Esto, y el hecho de que Augusto pagara la hipoteca sin haber hablado antes con ella, decide a Eugenia a contraer matrimonio con él. Pero la pareja no funciona. En realidad, Eugenia sigue enamorada del inútil Mauricio. Augusto Pérez se derrumba. Mantiene soliloquios sobre temas metafísicos con su perro Orfeo. Piensa en el suicidio. Antes se dirige a Salamanca para consultar a don Miguel de Unamuno, de quien ha leído un ensayo sobre el suicidio. El capítulo XXXI de la novela en el segundo tomo de las obras completas vale un potosí. Los diálogos entre ambos tienen matrícula de honor. Unamuno juega con los conceptos y las palabras al punto de que Augusto cree no entender nada y se queja al filósofo: “¡Acabe usted de explicarse de una vez, por Dios! ¡Acabe de explicarse! Porque son tales las cosas que estoy viendo y oyendo esta tarde, que temo volverme loco”.
Mucho pedía Augusto Pérez. ¡A Miguel de Unamuno! ¡El hombre que vivió contra esto y aquello! ¡El sabio que desdecía en un capítulo lo que había afirmado en el anterior! El que daba vueltas y revueltas a las ideas y a las palabras. Pero al que tengo como mi héroe literario.
Augusto Pérez se quita la vida. Antes redacta un telegrama para Unamuno en estos términos: “Se salió con la suya. He muerto”.
Y el autor de la novela pone en boca sin espíritu del perro Orfeo estas palabras: “¡Pobre amo! Dentro de poco le enterrarán en un sitio que para eso tienen destinado. ¡Los hombres guardan o almacenan sus muertos, sin dejar que perros o cuervos lo devoren! Y que quede lo único que todo animal, empezando por el hombre, deja en el mundo: Sus huesos”.
En un artículo titulado Una desconocida fuente teológica, el ya citado Nelson Arringer, especialista en la obra de Unamuno, dice que “el epílogo, el prólogo y el post-prólogo queda abierto a la interpretación de los lectores, capaces de juzgar con libertad si Augusto se suicida o si su autor-Dios le mata”.
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