Su padre era pope ortodoxo de la Iglesia rumana, pero el hijo no llegó a creer en otro dios que no fuera él mismo.
Emile Cioran nació el 8 de abril de 1911 en Rasinari, en el condado transilvano de Rumanía. Su padre era pope ortodoxo de la Iglesia rumana, pero el hijo no llegó a creer en otro dios que no fuera él mismo. Diez años tenía cuando la familia cambió de domicilio y se instaló en Sibiu, pequeña aldea de Transilvania. Enviado por los padres a la Universidad de Bucarest, se enfrascó en la lectura con fiebre de conocimiento. Leía a Diderot, Balzac y Flaubert, a Dostoievsky, al gran poeta anglo hindú Rabindranath Tagore, a Kierkegaard, a Bergson, a Schopenhauer, a Nietzsche, Kant, Hegel. Desde sus primeros textos se enfrentó a todos ellos, más a los filósofos que a los literatos. En la Universidad de Bucarest conoció a otros dos grandes intelectuales rumanos, Eugéne lonesco y Mircea Eliade. En 1937, con 26 años, se traslada a París con una beca del gobierno rumano para proseguir sus estudios.
De joven escribía en rumano, pero una vez instalado en París sólo lo hace en francés. Prácticamente toda su obra está escrita y publicada en la lengua de Víctor Hugo.
Después de la muerte de Cioran en 1995, su viuda encontró en una maleta de su estudio 34 cuadernos idénticos al que el escritor solía utilizar. Estos cuadernos los había empezado en 1957 y seguían hasta 1972. El escritor señala el proyecto de revisarlos y convertirlos en un libro. La Editorial Tusquets, que con anterioridad ha publicado varias obras de Cioran, ha sacado dos nuevos libros este mismo año, que tratan de los cuadernos: En las cimas de la desesperación, con traducción de Rafael Panizo y Cuadernos, 1957-1972, traducido por Mayca Lahoz.
En las páginas de los Cuadernos se suceden las sentencias sobre temas diversos.
El nacimiento: “No nacer es sin duda la mejor fórmula que hay. Desgraciadamente no está al alcance de nadie”.
La muerte: “Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera. Sin la “idea” del suicidio hace tiempo que me hubiera matado”.
Dios: “Sin Dios todo es nada. ¿Y Dios? Nada suprema”.
La duda: “Necesito todos los días mi ración de duda. Me alimento, literalmente, de ella. Nunca un excepticismo fue más orgánico. Y sin embargo todas mis reacciones son las de un histérico. Dadme dudas y más dudas. Más que mí alimento, son mí droga”.
¿Tenía Cioran creencias religiosas? Ya lo he escrito, era hijo de un pope ortodoxo, dignidad equivalente a sacerdote católico o a pastor protestante. La religión le fue enseñada desde niño y la mantuvo en los primeros años de la adolescencia. Al pisar los primeros escalones de la juventud olvidó las enseñanzas bíblicas recibidas.
El también filósofo Fernando Savater, amigo personal y traductor al español de casi toda la obra del rumano, cuenta que un día le dijo: "Pero, Cioran, hay que creer en algo...". Entonces se puso momentáneamente grave: "Si usted hubiera creído en algunas cosas en que yo pude creer no me diría eso".
Fernando Savater escribió una tesis doctoral sobre Cioran que fue publicada por Taurus con el título Ensayo sobre Cioran. Ahora reedita el libro Austral. Savater, que mantuvo con el filósofo rumano una amistad de veinte años, coincide con otros grandes autores en incluir a Cioran en la llamada filosofía del absurdo, donde también entran Juan Pablo Sartre y algo menos Alberto Camus. Cioran no ocultaba su aversión por la gente, aunque aquí entra en contradicciones, como ocurre con todos los filósofos. "La gente me produce asco –decía–, tengo asco hasta de mí mismo. Deseo una destrucción completa de todo lo humano, incluidos ellos e incluido yo, ya que no soy especial ni mejor que ellos". Así era Cioran. O así quería que lo conocieran. Como la personificación "de la alienación, el absurdo, el aburrimiento, la decadencia, la conciencia como agonía, la tiranía de la historia, la vulgaridad del cambio, la razón como enfermedad".
En su libro De lágrimas y santos, publicado en 1986, Cioran llega lejos en el tema religioso, pero lo hace con acidez inquisidora, utilizando aforismos de gran belleza. "En el juicio final sólo se pesarán las lágrimas", dice. Para el gran pensador rumano, "es difícil creer en algo, si no crees siquiera en ti mismo y en que tiene algún sentido el que cada día te levantes". Su individualidad está resuelta en algo impersonal. La misma filosofía de Kierkegaard y Schopenhauer, autores con los que se había identificado en el curso de sus muchas lecturas.
Cioran afirma a ratos su ateísmo y a ratos se proclama agnóstico. "No era un pensador en el sentido sistemático", apunta Savater. Para Cioran, "el problema de Dios no existía", subraya Vidal-Folch. En otro de sus aforismos, el filósofo rumano escribe que "Dios es una enfermedad de la que imaginamos estar curados porque nadie se muere de ella hoy día". Sin embargo, citando o recordando a Pascal, "el incrédulo es el que más cree", mientras más se alejan los hombres de Dios más avanzan en la búsqueda de religiones.
En otro de sus libros, Ese maldito yo, también de 1986, una de las ideas que más prevalece es la de la religión y el tratamiento de los místicos. Aunque se considera agnóstico desde la adolescencia, no deja de plantearse las grandes preguntas que a todos los mortales nos revoluciona el alma y la vida: ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué nadie me avisó? ¿Por qué pienso demasiado? ¿por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
Esos porqués que sólo tienen respuesta lúcida y razonable a la luz de las Sagradas Escrituras.
Si bien Cioran sostiene que "nada hay en esta vida que pueda llenar este enorme e insaciable agujero negro que anida en mi interior", tampoco está seguro que la misma vida termine en la nada: "Sólo hay una solución –escribe– la muerte. Aunque no haya nada después de ella, cosa que no sé".
Miguel Russo dice que Cioran era muy amigo de Samuel Beckett, el formidable autor de Esperando a Godot. Juntos solían dar largos paseos por los barrios marginales de París hasta que el sol salía. Lástima que el rumano no siguiera los pasos del irlandés afincado en Francia en lo que a la religión y a Dios se refiere. Porque en ese Esperando a Godot, drama cumbre del teatro del siglo XX, Beckett razona que todos los seres humanos, lo queramos o no, estamos atados a Dios y no podemos desligarnos de sus cadenas, que son cadenas de amor. Como lo dijo Julien Green, puede que Dios a veces no hable, o no sepamos distinguir Su voz, pero "todo habla de Dios".
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