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Dios mío, ¿por qué sufro?, de Herbert Carson

Jesús se muestra enfático en cuanto a que el sufrimiento de una persona no es la prueba de pecados personales.

FRAGMENTOS 16 DE ABRIL DE 2020 22:00 h
Detalle de la portada del libro.

Un fragmento de “Dios mío, ¿por qué sufro?”, de Herbert Carson (Editorial Peregrino, 2008) - Versión e-book. Puede saber más sobre el libro aquí.



 



En busca de respuesta



Acometemos nuestro intento de responder al problema del dolor considerando algunas áreas del tema que están razonablemente claras. En primer lugar, hay un amplio campo del sufrimiento del que el hombre mismo es el responsable y en modo alguno puede culpar al Creador. Si un hombre es promiscuo y termina con un cuerpo enfermo o demente, solo suya es la responsabilidad. Si por su avaricia explota la tierra o contamina el suministro de agua o la atmósfera, entonces, no es Dios —quien le entregó la tierra para que la labrara y el aire puro para que lo respirara— quien tiene la culpa. Si debido a sus excesos, ya sea por glotonería o por borrachera, acaba en una tumba prematuramente, es él quien se lo ha buscado.



 Con todo, hay zonas afines de dolor donde, a primera vista, el problema no está tan claro. Se puede decir que es culpa del hombre mismo si estropea su propio cuerpo, ¿pero qué diremos del sufrimiento que su egoísmo produce en otros? El sifilítico puede recoger una cosecha fatal por sus placeres, pero también causar ceguera al niño que traiga al mundo. El borracho puede autodestruirse, pero al volante de su coche también puede mutilar o matar a otros. El propietario de una próspera fábrica que arroja cianuro o residuos venenosos al mar está corrompiendo el medio ambiente para otros.



Nuestra respuesta es una nueva pregunta: ¿Puede culparse a Dios por no haber creado robots que fueran controlados por alguna computadora celestial en vez de hombres con responsabilidad moral, aunque ellos hayan abusado groseramente de su libertad? También debemos considerar más de cerca el problema de la víctima inocente; porque, demasiado a menudo, el “inocente” en determinadas situaciones se convierte en un explotador egoísta en otras. Así, la antigua época del colonialismo se vio manchada por la explotación brutal de hombres y mujeres que trabajaban en esclavitud virtual o real para enriquecer a sus amos europeos. Sin embargo, la desaparición de los imperialistas y la independencia de los esclavizados no han alterado el cuadro: ahora los nuevos amos son personas del mismo color de piel, pero resultan ser tan egoístas como los amos antiguos y están igualmente dispuestas a explotar a sus prójimos. Así también, la explotación en el sigo XIX de los obreros por parte de patronos insensibles tiene su continuidad en la actitud egocéntrica de los grandes batallones de trabajadores que se preocupan poco por los pequeños sindicatos o los jubilados mientras se quedan con la mejor tajada. “Inocencia” —descubrimos— es a menudo un término relativo.



Esto nos deja aún con grandes problemas sin resolver. Es evidente que un desastre natural está más allá del alcance o del control humano. Un huracán, un volcán, un terremoto, no son resultado de la actividad del hombre, pero producen inmensos sufrimientos. Además, están los trágicos accidentes que en ningún sentido han sido causados voluntariamente por el ser humano. Estos pueden deberse a una avería mecánica en un vehículo o a la fragilidad humana por el mal cálculo de un piloto, pero en estos casos y en muchísimos otros similares, los hombres no son personalmente culpables. Lo mismo sucede con el nacimiento de un niño disminuido a un matrimonio que puede haber sido casto antes de su casamiento y no ha contribuido con sus acciones a la trágica e inexplicable condición de su hijo.



Nuestro primer planteamiento a estos grandes problemas es observar un hecho básico en la situación humana; a saber, la realidad de la catástrofe espiritual descrita en Génesis 3 y que los cristianos llaman “la Caída”. Este gran acto de desobediencia por parte de los padres de la raza humana se coloca en el contexto más amplio de la rebelión de Satanás y sus ángeles contra la suprema autoridad de Dios. En verdad, la desobediencia de Adán y Eva puede considerarse como su capitulación ante el enemigo, que los implica no solo en la propia rebelión sino también en las terribles consecuencias de esta. De manera que la Caída es un acontecimiento histórico, y es también parte de una catástrofe moral de proporciones cósmicas. No es sorprendente, por tanto, descubrir las ramificaciones interminables del desastre.



Existe, por supuesto, la consecuencia primaria —a saber, la separación entre el hombre y Dios—, y de esta condición emanan muchas y muy lamentables consecuencias. Estar en comunión con Dios es conocer al Creador y, como resultado de ello, conocer sus bondadosos propósitos para la Creación. Así, en Génesis 2, Adán comparte con su Creador la tarea de dar nombre a los animales y también el disfrute de un entorno que no era hostil, sino acogedor; de hecho, en las propias palabras de Dios, “era bueno en gran manera” (Gn. 1:31). Sin embargo, por su separación de Dios, la mente del hombre se halla entenebrecida. Ahora, ni conoce a Dios ni las leyes divinas que se refieren a él o al orden creado. Antes se le había dicho que llenara la Tierra y la sojuzgara (Gn. 1:28), pero el sometimiento de la naturaleza para el uso del hombre requiere una sabiduría procedente de Dios. Dejado al empobrecido pensamiento de su condición caída, el hombre ya no puede controlar su propia codicia, y en vez de someter la Naturaleza la explota, destruyendo de esta manera la tierra a su alrededor; e igualmente a sí mismo y a su prójimo.



La rebelión del hombre abrió también la puerta al dominio de Satanás. El espíritu caído que en otro tiempo se rebelara contra el Señor se convirtió en “el príncipe de este mundo” (Jn. 12:31). El mundo creado por Dios se vio invadido por una fuerza extraña, por lo que Juan puede decir: “Todo el mundo yace bajo el poder del maligno” (1 Jn. 5:19 LBLA). De ahí que Dios, en su juicio del Edén, hable de la enemistad de Satanás hacia la mujer: enemistad demostrada, principalmente, en su hostilidad al Cristo “nacido de mujer” (Gá. 4:4), pero también a todos los hijos e hijas de Eva. Esta enemistad es la causa de gran parte de la miseria y el sufrimiento que para nosotros parece inexplicable.



Que Satanás está activo en su malévola obra se ve en el libro de Job; aunque es tranquilizador saber que su dominio se halla aún dentro de los límites que Dios le ha impuesto. El Señor —en su sabiduría y por razones que Él no nos ha revelado— ha permitido a Satanás un cierto dominio; pero permaneciendo siempre sujeto al supremo dominio de Dios. Sin embargo, hasta dentro de los límites trazados, el Diablo aún hace grandes estragos. Así, se le reconoce detrás de las pérdidas de la familia y las propiedades de Job y de la enfermedad y el dolor del propio cuerpo de este. De la misma manera, Jesús habla de la mujer encorvada por alguna enfermedad de la columna vertebral como de una persona a quien “Satanás había atado dieciocho años” (Lc. 13:10-17). Cuando Pablo se refiere a la exclusión del ofensor de la comunión de la iglesia como “[ser] entregado a Satanás”, quiere decir que quede sujeto a la actividad del Diablo, quien lo destruirá físicamente (1 Co. 5:5), aunque en la misericordia de Dios no podrá tocarlo en lo espiritual. Una vez más vemos el poder maligno que ejerce Satanás. Pablo mismo conocía esta realidad y habló de su aguijón en la carne —cualquiera que haya sido su aflicción— como “un mensajero de Satanás que me abofete[a]” (2 Co. 12:7). Como quiera que uno interprete Apocalipsis 20, una cosa está clara: cuando Satanás queda suelto conduce a las naciones al engaño y a la guerra (Ap. 20:8).



 De modo que detrás de la lascivia, la codicia y la crueldad de los hombres que llevan a una lista interminable de sufrimientos y desgracias, hay una sombra más oscura: una figura que acecha en la oscuridad, que engaña al género humano para que lleve a cabo sus propósitos y cuya suprema ambición es causar la miseria y la desdicha de los hombres que, aunque caídos, llevan aún la imagen de su Creador la cual él no soporta.



La sentencia del solemne juicio en el Edén no solo trataba del menoscabo del hombre y del dominio de Satanás; también pronunciaba una maldición sobre la tierra: “Maldita será la tierra por tu causa” (Gn. 3:17). Así que también el orden creado ha quedado profundamente afectado por las consecuencias de la rebelión de Satanás y del pecado de Adán. El mundo, tal como lo conocemos, no es la estructura armoniosa que salió pura de las manos de Dios, y acerca de la cual la Palabra declara repetidamente que “era bueno”. En su lugar queda una discordia que ha afectado la obra de la Creación, el funcionamiento de la Naturaleza y el modelo de la vida animal y humana. De modo que en la Naturaleza tenemos elementos salvajes y destructivos que se manifiestan en forma de terremotos e inundaciones. Contamos con una Naturaleza sanguinaria cuyas especies se alimentan unas de otras. Tenemos mosquitos palúdicos y gérmenes portadores de enfermedades. Heredamos, en fin, una Creación en estado de profunda discordia, y las consecuencias de dicha discordia retumban en cada esfera de la vida.



El apóstol Pablo trata este tema en el capítulo 8 de su epístola a los Romanos. Allí describe a la Creación esperando con anhelante expectación la gloria final, cuando no solo el pueblo de Dios será perfecto, sino que la Creación misma se verá renovada. De modo que escribe: “La creación fue sujetada a vanidad, no por su propia voluntad, sino por causa del que la sujetó en esperanza” (Ro. 8:20). Pablo declara su esperanza —que procede de Dios— en cuanto a la Creación, que “será libertada de la esclavitud de corrupción” (v. 21). Pero ese día aún no ha llegado. Mientras tanto, semejante a una mujer en el intenso dolor del parto sin la ayuda de los modernos anestésicos, “toda la creación gime a una, y a una está con dolores” (v. 22). El día de la liberación tarda en llegar, y el día de la vanidad y el dolor, de la corrupción y la muerte aún continúa.



Si este fuera el final de la historia sería para desesperarse totalmente, pero está lejos de ser el estado último de las cosas. El tiempo del gemido llegará a su fin. Habrá, en palabras del apóstol Pedro, “cielos nuevos y tierra nueva en los cuales mora la justicia” (2 P. 3:13). Este es, en el Nuevo Testamento, el eco de la profecía de Isaías: “Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías se echarán juntas; y el león como el buey comerá paja. Y el niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre la caverna de la víbora. No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte; porque la tierra será llena del conocimiento del Señor, como las aguas cubren el mar” (Is. 11:6-9).



Admito que esto deja grandes preguntas sin respuesta: decir que la desavenencia actual en la Creación es causa del juicio de Dios significa que el sufrimiento y el dolor que dimanan de esa desavenencia proceden en definitiva del Juez eterno. Debemos reconocer, entonces, que con nuestras mentes finitas y oscurecidas por el pecado no podemos cuestionar la justicia del Todopoderoso ni, en verdad, nos atrevemos a hacerlo. La pregunta de Abraham aún permanece como una afirmación verdadera de la fe: “El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?” (Gn. 18:25). Si esta es la sentencia de Dios, debemos inclinarnos ante su sabiduría soberana. En tal sumisión comprenderemos, en alguna pequeña medida, lo horrendo del pecado que ha ocasionado tal estrago. Y aprenderemos también la maravillosa respuesta de Dios a ese pecado: la redención de Cristo, que no solo abraza a todos los elegidos de Dios, sino, finalmente, al universo mismo.



El juicio de Dios no se ve solamente en la desavenencia de la Creación, sino también en los juicios particulares de Dios sobre las naciones y los individuos. Aquí necesitamos, en seguida, contrarrestar un malentendido que es tan antiguo como el libro de Job; a saber, que el sufrimiento es siempre indicio de una pecaminosidad concreta y, por tanto, del juicio divino. Los discípulos de Jesús también tenían esto en mente cuando, en el caso del hombre que había nacido ciego, preguntaron si era su pecado personal o el de sus padres lo que le había ocasionado la ceguera. Y los anónimos interlocutores de Lucas 13 albergaban la misma idea cuando preguntaron a Jesús acerca de los galileos que habían sido exterminados por Pilato.



En ambos casos Jesús se muestra enfático en cuanto a que el sufrimiento de una persona no es la prueba de pecados personales. Del hombre ciego dice: “No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él” (Jn. 9:3). Y acerca de la matanza de los galileos, el Señor responde con una pregunta: “¿Pensáis que estos galileos, porque padecieron tales cosas, eran más pecadores que todos los galileos? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente” (Lc. 13:3). No debemos suponer que porque alguien esté sufriendo intensamente ello sea señal del juicio de Dios sobre él como individuo.



Con todo, habiendo establecido firmemente esta premisa, debemos decir que hay juicios específicos para pecados específicos. La lepra de Giezi fue una retribución divina por su codicia y engaño (2 R. 5). Ananías y Safira, cuyas repentinas muertes se narran en Hechos 5:1-11, constituyen recordatorios solemnes del pecado que supone intentar mentir al Espíritu de Dios. En la historia de los judíos como nación vemos la gran crisis del exilio en el siglo VI a. C. y la catástrofe, aún mayor, de la caída de Jerusalén ante los soldados romanos en el año 70 d. C. En estos juicios nacionales los inocentes sufren juntamente con los culpables. Ese era el agudo problema que afrontaba el profeta Habacuc; pero él, al igual que muchos otros, también tuvo que aprender que —en nuestro conocimiento limitado— debemos reconocer que somos incapaces de entender los propósitos de Dios: “El Señor está en su santo templo; calle delante de él toda la tierra” (Hab. 2:20).



Existe, sin embargo, otro aspecto del juicio que es importante tener presente. Se trata del propósito bondadoso que Dios tiene en mente cuando envía una prueba. Muchos hombres que persistentemente habían pasado por alto la voz de la conciencia y la invitación del Evangelio, tuvieron que entrar en razón por medio del dolor o la tristeza. C.S. Lewis lo expresa muy sucintamente como sigue: “Podemos descansar tranquilamente en nuestros pecados y en nuestras estupideces […]. Pero el dolor insiste en que se le preste atención. Dios nos susurra en nuestros placeres, nos habla por nuestras conciencias, pero nos grita por medio de nuestros dolores: este es su megáfono para despertar a un mundo sordo”1. Hace mucho tiempo, el profeta Oseas expresó su invitación al arrepentimiento en el mismo tono: “Venid, volvamos al SEÑOR; porque Él nos ha desgarrado, y nos sanará; nos ha herido, y nos vendará” (Os. 6:1 LBLA). Hay muchos cuya trágica reacción al sufrimiento es la amargura y el odio contra Dios; y hay otros que en la oscuridad de sus lágrimas ven una luz dirigiéndolos a la Ciudad Celestial. La luz es la misericordia de Dios en medio de su juicio, y la respuesta a esa luz es el arrepentimiento.



1 El problema del dolor, p. 81.


 

 


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