—¿Por qué no tenemos una Biblia propia, madre? —preguntó Mary mientras iba de camino a casa con la linterna en la mano.
Un fragmento de Mary Jones y su Biblia, de Mary E. Ropes (Editorial Peregrino, 2007). Edad recomendada: 11 a 16 años. Puedes saber más sobre el libro aquí.
Fue en la primavera de 1800 cuando una muchacha galesa desconocida salió, con los pies descalzos, de su casa en Llanfihangel caminando hacia Bala: una distancia de unos 40 km. El propósito de su viaje era comprar una Biblia para la que había estado ahorrando durante varios años. Thomas Charles de Bala quedó tan impresionado por el amor de Mary Jones por la Biblia y estaba tan preocupado por la escasez de Biblias en galés que no tuvo descanso hasta que se formó una sociedad para la impresión de Biblias. ¡Qué agradecidos deberíamos estar hoy que la Palabra de Dios esté tan fácilmente a nuestro alcance traducida a nuestra lengua!
La historia original de Mary Jones fue publicada por la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera en 1882 y, desde entonces, su nombre ha sido conocido en todo el mundo. Es esta historia original, hasta ahora inédita en español, la que ahora se publica con mucha gratitud a la Sociedad Bíblica. Se ha traducido el texto a partir de la edición de 1896. Agradecemos al Sr. y la Sra. B.C.H. Riche y su familia la información al final referida a «El país de Mary Jones».
[…] Habiendo sido traducido a más de cuarenta idiomas, Editorial Peregrino publica ahora Mary Jones y su Biblia como un testimonio al poder de la Palabra de Dios en el corazón de una joven, y con el fervoroso deseo de que sea de bendición a nuestros niños y jóvenes de hoy.
Que el Señor dé a conocer de nuevo el poder de su Palabra, por el Espíritu Santo, en toda la tierra y, especialmente, en los países de habla hispana, a los que va dirigida la presente edición.
Oh, Pastor de todo el rebaño de Dios
que a tus corderos alimentas y cuidas;
porque tú solo, a través de senderos escabrosos,
puedes guiarlos en el camino de la vida.
Sería difícil encontrar un lugar más agradable y pintoresco que el valle al sudoeste de Cader Idris, donde está situado el pequeño pueblo de Llanfihangely-Pennant. Por encima, lo corona la majestuosa montaña, con sus oscuros peñascos, sus rocosos precipicios y sus escarpadas pendientes, mientras que, extendiéndose a lo lejos en la distancia hacia el oeste, están situadas las claras y rutilantes aguas de la bahía de Cardigan, a las que entran deslizándose las blancas olas y se convierten en espuma al chocar, solo para juntarse de nuevo y volver impávidas a la carga.
La montaña, el contorno de la bahía y el valle tan maravillosamente pintoresco están como hace cien años. El ojo del viajero aún contempla maravillado su belleza silvestre, como otros ojos de otros viajeros hicieron en tiempos pasados. Pero mientras que las grandes marcas de la naturaleza permanecen, o atraviesan un cambio tan gradual como para ser casi imperceptibles, el hombre, el morador de la tierra de Dios, nace, vive su breve vida y muere, dejando, demasiado a menudo, escasa memoria tras sí.
Y ahora, mientras con el pensamiento permanecemos en las laderas más bajas de Cader Idris, y miramos a través del pequeño pueblo de Llanfihangel, nos hallamos preguntándonos qué tipo de gente ha ocupado esas rústicas y grises casitas durante el último siglo; cuáles eran sus historias sencillas, sus hábitos, sus instrumentos y sus luchas, sus tristezas y sus gozos.
Por ello, para aquellos que comparten nuestro interés por el lugar y la vecindad, y por los sucesos que tienen que ver con ellos, contaremos la sencilla historia que da a Llanfihangel un lugar entre aquellos justamente conocidos y honrados de este querido país, puesto que desde su suelo brotó un retoño al cual, creciendo rápidamente, pronto le nacieron grandes ramas en toda la tierra, convirtiéndose en verdad en un árbol de vida, cuyas hojas son para la sanidad de las naciones.
En el año 1792, las sombras de la noche habían caído en torno al pequeño pueblo de Llanfihangel. Era a finales del otoño, y un viento frío gemía y susurraba entre los árboles, desnudándoles de sus cambiados ropajes, que hacía poco eran tan verdes y alegres, haciéndolos girar rápidamente en remolinos y colocándolos en montones a lo largo del estrecho valle.
Pálida y húmeda, la luna (rodeada por encumbradas masas de nubes que parecían otra Cader Idris fantasmal en el cielo) se había levantado, y ahora arrojaba una tenue luz a través de una línea de peñascos que sobresalían mostrando sus afilados bordes contra el oscuro trasfondo de deslizante vapor.
En plácido contraste con la noche y su amenazadora lobreguez, brillaba una luz cálida a través de las ventanas de una de las casas que formaban el pueblo. Causaba la luz el resplandor de una lumbre de madera seca en la chimenea de piedra, mientras que en un rústico soporte de madera ardía una vela de junco desprendiendo su tembloroso brillo sobre un telar donde se sentaba una tejedora trabajando. Un banco, dos o tres taburetes, un rústico armario y una mesa de cocina —junto con el telar— formaban todo el mobiliario.
De pie, en medio de la habitación, estaba una mujer de mediana edad, vistiendo una capa y el sombrero alto y cónico galés, que utilizan muchas de las lugareñas hasta hoy.
—Siento que no puedas ir, Jacob —dijo ella—. Se te echará de menos en la reunión. Pero el mismo Señor Todopoderoso, que nos da las reuniones para el bien de nuestras almas, te ha enviado ese ruido en el pecho para poner a prueba tu cuerpo y tu espíritu, y debemos tener paciencia hasta que él vea conveniente quitarlo otra vez.
—Sí, esposa, y estoy agradecido de no necesitar estar sentado sin hacer nada, sino que aún puedo hacer mi trabajo —replicó Jacob Jones—. Hay muchos que están aún peor que yo. ¿Pero a qué estás esperando, Molly?
Llegarás tarde a la reunión, deben de ser ya más de las seis.
—Estoy esperando a la niña, que ha ido por la linterna —respondió Mary Jones, a quien su marido llamaba generalmente Molly, para distinguirla de su hija, que también era Mary.
Jacob sonrió.
—¡La linterna! ¡Sí! —dijo—. Será necesaria en esta noche oscura. Tuviste una buena idea, esposa, al permitir que Mary vaya de forma regular como tú, ya que a la niña no se le permitiría asistir a esas reuniones de otra manera. ¡Y parece tan ilusionada con cosas como estas!
—Sí, ya sabe casi todo lo que tú y yo podemos enseñarle de la Biblia, tal como lo aprendimos, ¿no es cierto, Jacob? Solo tiene ocho años ahora, pero la recuerdo cuando no era más que una niñita y se sentaba sobre tus rodillas los domingos durante horas y te oía hablar sobre Abraham, José, David y Daniel. No hubo nunca una niña como nuestra Mary para las historias bíblicas, o cualquier historia; en cuanto a eso, ¡bendita sea! Pero aquí está. Has tardado mucho en tomar esa linterna, niña, y debemos darnos prisa o llegaremos tarde.
La pequeña Mary levantó un par de ojos oscuros brillantes hacia el rostro de su madre.
—Sí, madre —respondió—. He tardado porque corrí a pedir prestada la linterna del vecino William. El pestillo de la nuestra no se sujetaba, y hace tal viento esta noche que sabía que se nos apagaría.
—Hay luna —dijo la Sra. Jones—, y podría habérmelas arreglado sin la linterna.
—Sí, pero entonces ya sabes, madre, que me tendría que haber quedado en casa —respondió Mary—, y a mí me encanta ir.
—No necesitas decirme eso, pequeña —rió Molly—. Entonces vamos, Mary. Adiós, Jacob.
—¡Adiós, querido padre! ¡Desearía que pudieras venir tú también! —gritó Mary corriendo hacia Jacob para darle un último beso.
—Vete ya, pequeña, intenta recordar todo lo que puedas para contárselo a tu padre cuando vuelvas a casa.
Entonces se abrió la puerta de la casa, y Mary y su madre salieron a la noche fría y ventosa. La luna había desaparecido ahora detrás de una espesa nube oscura, y la linterna que Mary tomó prestada era muy útil. La sostenía con mucho cuidado, para que la luz alumbrara el camino por donde tenían que pasar; un camino que habría sido difícil, y hasta peligroso, sin su valiosa ayuda.
—Lámpara es a mis pies tu Palabra, y lumbrera a mi camino —dijo la Sra. Jones, mientras tomaba con su mano la de su hijita.
—Sí, madre, justamente estaba pensando en eso —respondió la niña—. Ojalá supiera alguna vez muchos versículos como ese.
—¡Qué contenta estaría si tu padre y yo pudiéramos enseñarte más, pero hace ya tantos años desde que aprendimos, y no tenemos Biblia, y nuestras memorias no son ya tan buenas como solían serlo —suspiró la madre.
Un camino largo y una senda escabrosa las llevaron por fin a la pequeña casa de reunión donde los miembros de la iglesia, pertenecientes al grupo metodista, tenían la costumbre de asistir.
Llegaron bastante tarde, y la reunión ya había comenzado, pero el amable granjero Evans hizo sitio para ellas en su banco y le buscó a la Sra. Jones el lugar en el libro de los Salmos donde el pequeño grupo había estado cantando.
Mary era la única niña allí, pero su cara estaba tan seria, y su comportamiento era tan solemne y reverente, que nadie, mirándola, podría haber sentido que estaba fuera de lugar. Los miembros de la iglesia que se reunían allí de vez en cuando, habían llegado a mirar a esta niñita como a uno de sus miembros, y le daban la bienvenida como a tal.
Cuando terminó la reunión, y Mary, con la linterna encendida, estaba lista para acompañar a su madre a casa, el granjero Evans puso su fuerte mano sobre el hombro de la niña, diciendo:
—¡Bien, mi pequeña muchacha! Eres bastante joven para estas reuniones, pero el Señor tiene necesidad de corderos igual que de ovejas, y está encantado cuando los corderos aprenden a oír su voz pronto, aun en sus tiernos años.
Después, con una atención amable y fraterna, el buen anciano dejó a la niña y se marchó, llevando consigo el recuerdo de ese rostro fervoroso e inteligente, feliz en su ensimismamiento, gozoso en su solemnidad, con una promesa de futura excelencia y poder para el bien en su expresión.
—¿Por qué no tenemos una Biblia propia, madre? —preguntó Mary mientras iba de camino a casa con la linterna en la mano.
—Porque las Biblias son escasas, niña, y nosotros somos demasiado pobres para pagar el precio de una. El oficio de tejedor es honrado, Mary, pero no nos hacemos ricos con ello, y nos sentimos felices si podemos mantener al lobo alejado de la puerta y tenemos ropas con que cubrirnos. Sin embargo, aunque sería precioso tener la Palabra de Dios en nuestras manos, más precioso es tener sus enseñanzas y sus verdades en nuestros corazones.
Escucha, mi pequeña, quienes han aprendido el amor de Dios han aprendido la mayor verdad que la Biblia puede enseñar; y quienes están confiando en el Salvador para su perdón y paz, y para vida eterna, pueden esperar pacientemente un conocimiento más pleno de su palabra y su voluntad.
—Supongo que tú puedes esperar, madre, porque has esperado tanto que estás acostumbrada a ello —respondió la niña—; pero es más duro para mí. Cada vez que oigo algo leído en la Biblia, anhelo oír más, y cuando pueda leer, será más difícil aún.
La Sra. Jones estaba a punto de contestar cuando tropezó con una piedra y se cayó, aunque sin hacerse, afortunadamente, ningún daño. Los pensamientos de Mary estaban tan llenos de lo que había estado diciendo que se descuidó en el manejo de la linterna, y su madre, al no ver la piedra, tropezó con el pie en ella.
—¡Ay, niña!, después de todo, son los deberes actuales los que más debemos observar —dijo Molly mientras se levantaba lentamente—, y aun una caída puede enseñarnos una lección, Mary. La Palabra misma de Dios, que es lámpara a nuestros pies, y lumbrera a nuestro camino, no puede salvarnos de muchas caídas si no la utilizamos correctamente y dejamos que la luz brille en nuestra vida diaria ayudándonos en los deberes y preocupaciones más pequeños. Recuérdalo, mi pequeña Mary.
Y la pequeña Mary lo recordó y, en su vida posterior, mostró que había tomado en serio la lección: una lección sencilla, enseñada por una sencilla e indocta sierva del Señor, pero una lección que la niña atesoró en lo más profundo de su corazón.
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