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George Steiner (1929-2020): su acercamiento a la trascendencia y a la Biblia (II)

La ágil reconstrucción que practica Steiner de estos textos sagrados, intenta situarlos en la civilización no solamente como fundadores de una tradición religiosa sino como algo más.

GINEBRA VIVA AUTOR 79/Leopoldo_CervantesOrtiz 28 DE FEBRERO DE 2020 10:00 h
George Steiner.

Un judío es un hombre que, cuando lee un libro, lo hace con un lápiz en la mano porque está seguro de que puede escribir otro mejor. G.S.



 



Dijo el filósofo español Miguel García-Baró que, ante la obra de alguien como George Steiner (en ocasión del Premio Príncipe de Asturias 2001 de Comunicación y Humanidades que obtuvo el escritor nacido en Francia), no puede haber nada más alejado de la realidad que referirse a él como “el último polígrafo, el último filósofo, el último sabio universal”, porque Steiner “es más bien el primero de un tipo humano que tendrá que repetirse cada vez más esforzadamente, a medida que todos pasemos los umbrales del universo futuro: el que enseña a leer y, por lo mismo, recuerda el arte perdido de la escritura sin fines industriales”. Una prueba de que su escritura no tenía este tipo de fines es precisamente la atención que prestó a los aspectos trascendentales de la vida, es decir, aquellos en los que la existencia transcurre con mayor lentitud porque se deleita en su carácter efímero y, al mismo tiempo, busca trazar puentes con lo eterno e incluso sagrado. Acaso en ello influyeron, por un lado, el hecho de que fue, literalmente, un sobreviviente del exterminio judío y, por el otro, como lo cuenta en una entrevista, algunos de los grandes profesores que tuvo en Estados Unidos: “Así, tuve como profesores de filosofía a Étienne Gilson y Jacques Maritain antes de que entraran en Princeton y Harvard. Asistí a las clases de Lévi-Strauss y de Gourévitch. Allí estaban esos gigantes del pensamiento, en cierto modo perdiendo el tiempo con unos adolescentes como nosotros, a los que preparaban para los exámenes, para las pruebas de acceso a la universidad. Fue un periodo extraordinario”.



En el primer apartado de Un prefacio a la Biblia hebrea, Steiner se pregunta: “¿Cómo ha llegado a nosotros las palabras en esta traducción de la Biblia hebrea al inglés de la edición Everyman?” (p. 23). Para responderla, se extiende en una amplia disquisición sobre los avatares del material oral (cuentos, mitos, narraciones folclóricas e historias locales) convertido en textos escritos con el paso del tiempo. Los sitúa en el marco de algunos de sus antecedentes, como las gestas homéricas, las cuales forman parte del ambiente “prebíblico”, que es sumamente vago. Su descripción del contexto cultural es sugerente y atractiva: “El mundo mediterráneo antiguo era, con toda certeza, un mundo de cantos folclóricos y bardos de corte, de testimonios de la historia dinástica, especialmente en Sumeria y Egipto. La narración de relatos, ambiguos y en consecuencia complejos, parece característica de ese grupo de gentes que llamamos ‘judíos’. Una sugestiva tradición hasídica mantiene que Dios hizo al hombre de tal modo que pudiese contar historias, en especial sobre el propio Dios” (p. 24). Detrás de los escritos que conocemos hoy, asegura: “Varios miles de años de decisiva oralidad nos hablan, pero fuera del alcance de nuestros oídos”. Los esfuerzos arqueológicos para “rastrear elementos del lenguaje o relatos concretos hasta el tercer milenio enardecen la imaginación”.



Explica a continuación que, como parte de la definición cronológica des esos textos antiguos, quizá el llamado “Cántico de Débora” (Jueces 5.45-5), sea el fragmento más antiguo, alrededor de once o doce siglos antes de Cristo. Las genealogías, tan abundantes en esos tiempos remotos, “salpican los relatos bíblicos”, pues acaso la búsqueda por la auto-identificarse dominaba las mentalidades de aquellos seres humanos. Como si el antiguo Israel reclamase “una legitimidad predestinada desde la noche de los tiempos, a través de la cual lucha por anclar su pasado nómada, anónimo, en los topónimos de la tierra prometida” (p. 27). De ahí la importancia del significado de los nombres, que en ocasiones se cambian, y a muchos de los cuales se les agrega la sílaba El para poner de manifiesto la “relación de parentesco” con Dios, lo cual es “el sello de Israel”. Todo el corpus de recopilaciones genealógicas sería, en un nivel más profundo, “el eco de la hazaña adánica primigenia de poner nombres a todo lo contenido en el Edén. Realizan un impulso instintivo, pero también ontológico, de familiarizar el lenguaje con la turbulencia y el misterio de un mundo que el hombre no ha creado y que nunca dominará del todo” (Ídem). Afirmaciones como éstas son las que van pautando la explicación y la reflexión con un tono que mezcla la sabiduría y la inquisitiva visión de alguien que apreció la literatura como una totalidad solamente abarcable desde la más honda simpatía con los textos.



[photo_footer]Steiner recibiendo el Premio Alfonso Reyes en 2007.[/photo_footer]



La ágil, pero visionaria reconstrucción que practica Steiner de estos textos sagrados, intenta situarlos en la civilización no solamente como fundadores de una tradición religiosa sino como algo más, como una mágica sucesión de talentos escriturales que se fueron agregando en tiempos inmemoriales, pero también irrepetibles. La composición del también llamado Antiguo Testamento, agrega, no puede ubicarse más allá del año 859 a.C., según establecen los expertos. Y el abanico redaccional se cerró hasta unos 150 años antes de la era cristiana, con los libros de Daniel y Zacarías. Sin el riesgo de meterse en problemas en un ámbito confesional, como sucede tan frecuentemente en el medio eclesial cristiano de casi cualquier signo, el ánimo que guió las aproximaciones de este crítico a la literatura sagrada es capaz de marcar rumbos analíticos que aquellos pocas veces manejan. Con ello, la lectura (y la interpretación) de amplias zonas de los conjuntos bíblicos se ve enriquecida con la aceptación de su realidad cultural concreta, llena del barro de la historia de los acontecimientos, algunos de ellos bastante banales, pero que dejaron su huella en los mismos.



Al referirse a la leyenda que rodea la traducción griega de la Biblia hebrea, la Septuaginta, la califica como auténtico puente entre el judaísmo y el cristianismo, por causa de la forma en que fue citada invariablemente en el Nuevo Testamento. Comienza de ese modo un breve recuento sobre la obra de Orígenes y san Jerónimo como representantes de la larga historia de traducciones y adaptaciones del texto sagrado. La Vulgata del segundo será, desde esa apreciación, otro gran paso hacia “las puertas de la modernidad”, gracias a las interpretaciones del segundo y a su teoría implícita de la traducción. Ése es el estilo con que Steiner acomete la labor de mostrar “la historia de amor entre la lengua inglesa y la Sagrada Escritura” (p. 31, ¡algo que puede aplicarse a prácticamente todos los idiomas!), que se remonta hasta finales del siglo VII. Las obras que resplandecen, para ese caso específico, son las del monje benedictino Beda el Venerable (nacido en 672 y muerto en 735), de que se dice que vertió el Cuarto Evangelio al anglosajón, Alfredo el Grande y un documento de 950 sobre los Evangelios (Evangeliario de Lindisfarne), escrito en dialecto nortumbrio alrededor de 950, con glosas interlineales inscritas en un manuscrito latino. Y así, otros pasos más.



Con ello, Steiner prepara el escenario para dos figuras señeras, John Wycliffe (traducción completa en 1382), cuyo trabajo bíblico marcó para siempre su época, mucho antes de las reformas religiosas posteriores. Con William Tyndale, ya en el siglo XVI, las cosas avanzarían notablemente. La frase del segundo es clásica: “¡Si Dios me da vida, antes de muchos años haré que un rapaz de los que aran los campos sepa más de las Escrituras que vosotros!” (p. 33), dirigida al clero ortodoxo de su momento. Las palabras de Steiner para elogiarlo son magníficas: “Tyndale forjó un lenguaje propio que estaba en consonancia con la gloria de Dios” (p. 34) gracias a su creencia firme en que el inglés concordaba óptimamente con el hebreo y el griego. Estamos ante un auténtico acto generador de una lengua, quizá sólo superado por Lutero con el alemán.



[photo_footer]Detalle de la edición de 1611 de la Biblia King James.[/photo_footer]



Lo que sigue es un paseo histórico, lingüístico y literario por el frondoso bosque de las traducciones inglesas de la Biblia, plagado de ejemplos, siguiendo el orden cronológico de las traducciones: Rogers (1537), Coverdale (1539), la de Ginebra (1557-1560): la que utilizaron Shakespeare, Cromwell, Bunyan y los puritanos de Nueva Inglaterra, y que enfrentó la rivalidad de la católica Biblia de Reims-Douai (1582-1610) y, por supuesto la King James (1611), monumento famoso y formativo, sobre el que Steiner se detiene sin escatimar elogios. Más adelante aparecen grandes nombres de la literatura inglesa: Spenser, Bacon, Donne, Milton, todos ellos bajo la impronta de un lenguaje que se iba enriqueciendo más y más: “Lo sublime y lo coloquial, incluso el argot, comparten la finalidad común de articular la confianza en la expresión” (p. 43). No pudo ser de otra manera: de ahí surgieron “los dos constructos más destacados de la lengua: Shakespeare y la versión Autorizada”. Para lo cual las muestras se multiplican en abundancia mediante una experiencia similar a la de un protestante de habla castellana recordando y repitiendo en cascada secciones enteras de la Biblia de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, modificada y adaptada, pero con sus fuertes reminiscencias de construcción gramatical y de vocabulario: “En la totalidad de las partes ‘legislativas’ de los Libros de Moisés, pero también en los ardientes abismos de la profecía, Dios mora en el detalle” (p. 48, énfasis agregado).



La experiencia del Steiner lector y conocedor de la Biblia hebrea se acerca riesgosamente por contagio, ante la posibilidad de ser poseídos, como nuevos o ya veteranos lectores/as, por la fuerza literaria y cultural de este monumento cultural y religioso. Más allá de las tendencias de cada época, como demuestra Steiner, el vigor literario, moral y teológico de los textos sagrados permanece incólume, desafiando a cada generación de creyentes o no, a ser arrasados por esa marea existencial, humana y divina, así como por la posibilidad de actualizarlos en diálogo profundo con los conflictos presentes. Este autor alude apenas a dos, Auschwitz y Ruanda, especialmente ante los gemidos del profeta Jeremías, pero también están Amós y los grandes exponentes del pathos divino: “tampoco se trata solamente de un mensaje de sionismo mesiánico. Es de los profetas de quienes la imaginación occidental ha libado la esperanza de que haya esperanza, de que el león se tienda junto al cordero, de que las espadas sean fundidas para forjar arados. La versión “rey Jaime” vibra en esa esperanza” (p. 54). Evidentemente, se puede decir algo similar de cada una de las versiones bíblicas consolidadas en todos los idiomas.


 

 


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