Un buen ejercicio de reconstrucción a partir del concepto del estudio de la vida cotidiana.
Rubí Barocio Castells ha sido miembro de la Iglesia Bautista toda su vida. Es licenciada y maestra en Historia por la Universidad Iberoamericana. Docente por más de 20 años en diversas instituciones, pertenece a la Red de Investigación del Fenómeno Religioso en México y a la Fraternidad Teológica Latinoamericana, a la Baptist History and Heritage Society y dirige el Archivo Histórico de la Convención Nacional Bautista de México. El subtítulo del libro en cuestión (publicado por la editorial Mundo Hispano en 2018), Una mirada desde la vida y legado de Teófilo Barocio, basada en la tesis de maestría de la autora (2013), quien, preocupada por reconstruir los entretelones de la vida religiosa de su bisabuelo (1869-1912), el primer pastor bautista de la Ciudad de México, lo ubica en sus coordenadas familiares. Como señaló desde la década de los 80 del siglo pasado el historiador suizo Jean-Pierre Bastian, la recuperación del pasado protestante en América Latina estuvo dominada por el enfoque hagiográfico, esto es, el estudio de la vida de fundadores o personas notables, sin reparar lo suficiente en su contexto socio-político o cultural. En este caso, la autora ha tomado en cuenta esa crítica y, aun cuando se centra en la biografía del personaje, no deja de situarlo en el ambiente histórico que vivió.
Por otro lado, cada vez que surgen investigaciones sobre la historia de las denominaciones protestantes o evangélicas, el matiz dominante es el relacionado con las misiones extranjeras, especialmente estadunidenses, que estuvieron detrás del cambio del rostro religioso de México y de toda América Latina. Con ello, los propios estudiosos/as nacionales no habían considerado los focos de heterodoxia que surgieron en diferentes regiones por causa de la influencia del liberalismo y del clericalismo concomitante a éste. Bastian fue quien propuso una auténtica “geografía del cambio religioso” en el territorio mexicano desde la segunda mitad del siglo XIX y quien comenzó a seguir la pista de las redes de relaciones que se establecieron entre los focos mencionados en los inicios del siglo XX, particularmente en los años previos a la Revolución Mexicana.
[photo_footer]Detalle de la portada del libro de Rubí Barocio Castells.[/photo_footer]
Los brotes de cristianismo de corte evangélico en varias zonas del país estuvieron marcados por la beligerancia con que las cúpulas católicas recibían la posibilidad de que el protestantismo, en algunas de sus variantes, pudiera establecerse de manera definitiva. Ese trasfondo es común para todas las iglesias que consiguieron hacerse de un lugar en el panorama nacional. Para el caso del norte de México región adonde nació Barocio Ondarza (concretamente el estado de Nuevo León), las cosas no eran muy distintas, por lo que todos los esfuerzos encaminados a consolidar la actuación de las nacientes iglesias evangélicas debían enfrentar grandes obstáculos por parte de los estamentos católico-romanos. Así resume la autora ese amplio contexto:
La inmersión de grupos religiosos protestantes, en concreto las iglesias históricas, en la sociedad mexicana de finales del siglo XIX, no fue una serie de hechos fortuitos o aislados; al contrario, fue la conjugación de muchos factores internos y externos que favorecieron el desarrollo de las comunidades protestantes en México. Las revueltas y conflictos políticos nacionales e internacionales de mediados del siglo XIX, el descontento político, social y religioso de ciertas clases sociales en México, el continuo poder de la Iglesia Católica mexicana, la promulgación de leyes que permitieron la libertad de creencia y conciencia, el imperialismo decimonónico de los Estados Unidos fueron dinámicas que se conjugaron con el trabajo misionero, el desarrollo y expansión de las sociedades misioneras norteamericanas hacia el extranjero y el triunfo de los gobiernos liberales que buscaban el desarrollo del país a través de la promulgación de leyes, de la inversión económica extranjera, la búsqueda de la paz y el progreso así como la consagración de una sociedad laica. En un sentido, todo esto permitió la entrada de una especie de imperialismo cultural norteamericano a través de la llegada de los primeros misioneros protestantes bautistas a México (p. 264).
Presentada por los editores como “una historia desde abajo”, Inicios de los bautistas en México es un buen ejercicio de reconstrucción a partir del concepto del estudio de la vida cotidiana y, sobre todo, del análisis minucioso de los documentos personales del personaje alrededor del cual gira dicha reconstrucción. Así lo explica la autora: “La microhistoria ayuda a comprender que un individuo es una conciencia histórica independiente de un todo y así se puede reconstruir el pasado desde una visión particular, lo que finalmente permite la globalidad de la situación; además este enfoque insiste en la importancia de las vidas y los acontecimientos de los individuos” (p. 262).
La estructura de la obra evidencia el método y la percepción utilizados para el estudio de tema. Primeramente, se ocupa de “El protestantismo y los orígenes de la denominación bautista”; a continuación, de “Los bautistas en México: orígenes y desarrollo incipiente”; y, por último, de “Teófilo Barocio: vida, obra y legado”, además de un epílogo, “Trascendencia social y religiosa de Barocio”. Como anexos se incluyen dos reflexiones bíblicas, cuatro cartas enviadas desde Cuba y un sermón predicado en la Convención Nacional Bautista en octubre de 1907, así como algunas fotografías y mapas.
En la introducción, la autora expone las bases de su estudio y ubica a Teófilo Barocio como parte de una familia (de origen italiano, que llegó a la entonces Nueva España alrededor de 1656) que se convirtió al protestantismo, a contracorriente de las tendencias religiosas de su época: “La familia Barocio Ondarza se [adhirió] al protestantismo en 1867 lo que les convirtió en un ejemplo claro del proceso de inmersión del protestantismo en un país en el que a pesar de la promulgación de leyes que establecían la libertad de cultos y la libertad de conciencia, la Iglesia Católica a través de la tradición y la práctica cotidiana seguía dominando la vida e ideología de sus habitantes” (pp. 21-22). Se subraya, además, el profundo interés de la autora por indagar, en sus orígenes, la marca profunda de la fe protestante que llegó a materializarse en la labor pastoral y misionera de su bisabuelo. Este trabajo se suma a los que previamente han estudiado el origen e inserción de la denominación bautista en el campo religioso mexicano, varios de los cuales son mencionados también. En uno de ellos, Una historia breve de los bautistas, de Henry Clay Vedder (1907), colaboró Barocio Ondarza, “quien narra de primera mano los inicios de los trabajos bautistas en México en los últimos años del siglo XIX” (pp. 24-25).
El primer capítulo sitúa el surgimiento de las iglesias bautistas como parte del abanico protestante originado en el siglo XVI. La autora indaga en buena parte del mismo sus características doctrinales esenciales y demuestra cómo lo específicamente bautista se fue gestando a través de los diferentes reacomodos teológicos (Lutero, Zwinglio, Calvino…) hasta desembocar en algunos énfasis puritanos propios de la Inglaterra de los siglos XVI y XVII. Así, afirma que “los principios bautistas existían muchos años antes de la fundación de la denominación y antes de la Reforma Protestante en el siglo XVI” (p. 50). Se traza, entonces, la posible relación de estas iglesias con algunos elementos anabautistas, un tema siempre polémico, incluso para los historiadores confesionales, aun cuando lo que está más claro es el origen de estos grupos en los movimientos “separatistas” ingleses del siglo XVII: los bautistas “generales” y los “particulares” (pp. 54-55). Más tarde llegarían las misiones de estas iglesias a lo que ahora es Estados Unidos y desde allí, en sus dos vertientes geográficas (tal como ocurrió con otras denominaciones “históricas”), entrarían a México en la segunda mitad del siglo XIX, aproximadamente en 1860, de la mano de la ideología liberal triunfante, pues ese año se promulgó la Ley de Libertad de Cultos, como resultado de la Constitución de 1857 y de las Leyes de Reforma (1859).
Éste sería el contexto específico en el que se situarían, posteriormente, la vida y ministerio del pastor Barocio Ondarza, y el cual es descrito sucintamente en el segundo capítulo del libro (pp. 89-102). Ante los ímpetus restauracionistas del Vaticano y el fracaso de las gestiones con el “emperador” Maximiliano, de ideas liberales, para esos propósitos, este último “estaba seguro de que el país necesitaba desarrollarse y parte de este proceso debía darse a través de la libertad de conciencia de culto, lo que permitiría la inmigración a México. Maximiliano pensaba que era importante atraer a los confederados para que pasaran al norte del país y lo colonizaran ya que un país con americanos negreros le podría ser favorable para establecer la esclavitud” (p. 99). El príncipe austriaco “no sólo no atendió las exigencias políticas de Europa sino que se mostró a favor de las Leyes de Reforma; y aunque protegió la religión católica, otorgó amplia y franca tolerancia a todos los cultos” (p. 100). Con ello quedaría el “terreno listo para las primeras semillas”, tal como afirma la autora retomando el lenguaje misionero de otras épocas, y la aparición de figuras que encarnarían la oleada de pastores extranjeros en el norte de México, particularmente en la ciudad de Monterrey: Juan Butler, Tomás Westrup y Santiago Hickey, cuya labor repercutió grandemente en la expansión de las iglesias bautistas.
Al momento de la salida de los últimos ejércitos franceses de la capital mexicana, en enero de 1867, nació Barocio Ondarza “en el seno de una de las primeras familias evangélicas de México” (p. 101). A su biografía y trabajo ministerial se dedica íntegramente el capítulo tercero de esta obra.
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