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Juan Antonio Monroy
 

José Echegaray: los tormentos de la duda

Hay que matar la duda. Estrangular las vacilaciones y las incertidumbres que impiden una fe genuina, total, que nos hace desconfiar cien veces y confiar una sola.

EL PUNTO EN LA PALABRA AUTOR Juan Antonio Monroy 19 DE OCTUBRE DE 2018 06:05 h
José Echegaray. / Wikimedia Comuns

José Echegaray nació en Madrid el 19 de abril de 1832 y murió en la misma ciudad el 14 de septiembre del año 1916. Estudió en el Instituto de Murcia y más tarde cursó la carrera de ingeniero de caminos en Madrid. Realizó estudios de Matemáticas, su gran afición, y de Economía Política. La política le llamó a sus filas y fue diputado en las Cortes, director de Obras Públicas, ministro de Fomento, de Hacienda, presidente de Instrucción Pública y director del Timbre, todo ello entre 1869 y 1908. 



En 1874, siendo ministro de Hacienda, estrenó su primera obra importante, El libro talonario, bajo el seudónimo Jorge Hayaseca. Este fue el comienzo de su brillante carrera como autor dramático, dando a la escena más de cien obras en treinta años de producción ininterrumpida. Aunque fue mejor prosista que poeta, su producción lírica tuvo gran influencia entre sus contemporáneos. En 1904 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura, que compartió con el poeta provenzal Fréderic Mistral. El rey Alfonso XIII le hizo entrega, en el Senado, de las insignias del Nobel. Sus éxitos teatrales pasaron las fronteras de España y fueron traducidos y representados en Alemania, Suecia, Portugal, Inglaterra, Francia, Bélgica, Grecia, Hungría y otros países. “Echegaray –dice Sainz de Robles– llegó a ser comparado a Ibsen, a Sudermann, a Bjornson, los más célebres dramaturgos europeos de las nuevas tendencias realistas sociales”.



De Echegaray se ha dicho lo que de otros muchos autores teatrales: que su obra, en general, no va más allá del tiempo en que fue escrita, que no es una obra perdurable. Parece un poco ligero este juicio. El teatro de Echegaray es un teatro trascendente porque en sus dramas arde continuamente la llama de lo eterno, problemas de todas las épocas que tienen sus raíces en la tierra y en el cielo, su culminación final. 



La muerte en los labios, Mancha que limpia, O locura o santidad, El gran galeote, El loco Dios, En el seno de la muerte, El libro talonario, A fuerza de arrastrarse y La duda son, entre otras, obras donde aparecen temas de honda trascendencia humana, conflictos que surgen en las intimidades del alma y que avanzan y se desarrollan hasta alcanzar alturas metafísicas. 



En La duda, obra que emociona por el simbolismo de sus personajes y por la importante lección que el tema encierra, Echegaray pinta un cuadro de inquietud, de zozobra, desconfianza y hasta desesperación que llega a su apoteosis final con la muerte del tormento que mata: la duda. 



Leocadia, mujer cincuentona, es la figura lúgubre que encarna la duda. “Vestida de negro, con su rostro lívido, sus ojos mortecinos, su andar lento”, va deslizándose sin hacer ruido por la casa; como una maldición andante, es “sombra de algo mortal que cruzase las alfombras y rayase de negro telas de colores y destellos”. 



Amparo es la novia enamorada, cariñosa, tierna, confiada, hasta que las maquinaciones de Leocadia introducen en su sangre la duda sobre el amor de Ricardo y la limpieza moral de su madrastra, a la que adora. Desde entonces, Amparo ya no se decide por la afirmación ni por la negación. Su juicio queda suspendido ante dos alternativas, porque ninguna de ellas la convence plenamente. “La carcajada horrible” con que termina el segundo acto, tras el grito desgarrador de “llama, ceniza, nada”, pronunciado frente a la chimenea donde arde la carta acusadora, muestra que la duda ha triunfado momentáneamente sobre la indecisión de Amparo y la ha dejado sin razón.



Newman dice que “creer significa ser capaz de soportar dudas”. A la fe se llega, muchas veces, por el camino de la duda, pero es un camino nada agradable, porque el alma sale de él llena de agujeros por donde se han escapado horas interminables de mortificación, sufrimientos, vacilaciones, y de lucha agónica. El alma quiere creer, la razón se esfuerza por seguir los dictados rectos de la conciencia, pero en el corazón hay un sentimiento torturante de incredulidad que hace exclamar al hombre como el Mefistófeles de Goethe: “Yo soy el espíritu que niega sin cesar”. Y entre la afirmación y la negación el alma naufraga en el mar inquieto de la duda. 



Para Amparo, la duda es como un reptil venenoso. Así se lo dice a su amiga Carmen: “Cuando tengo una idea mala, de duda o de desengaño..., me parece que se me ha deslizado aquí dentro (oprimiéndose la cabeza) un reptil y que me muerde... ¡Que me vuelvo loca, Carmencita, que me vuelvo loca!”.



El tradicional «creer o no creer» es menos torturante que la duda. Las cosas son o no son. O se afirman o se niegan. En el terreno espiritual, uno no puede llegarse a Dios con el alma dividida por sentimientos contradictorios. “Es menester que el que a Dios se allega, crea que lo hay”, dice la Biblia (Hebreos 11:6). 



Por un momento parece que Amparo adopta esta resolución radical y dice nuevamente a Carmen: “A mí, la vacilación, la duda, me mata; quiero saber cómo son las cosas. ¿Buenas...?, pues buenas. ¿Malas...?, pues malas. ¿Debo querer...?, quiero. ¿No debo querer...?, no quiero, y se acabó”.



Pero esta firmeza es pasajera en Amparo. El espíritu humano es incapaz de mantenerse por mucho tiempo en pie sobre la roca de la fe. Ángeles lo reconoce así cuando se lamenta: “¡La duda! ¡Eterna, constante, tenaz! ¡Hoy muere, mañana retorna, y así siempre!” 



Ángeles quiere que su hija rechace definitivamente el objeto de todas sus dudas, que no haga caso a la calumnia, que crea en la inocencia de los injustamente degradados y viva en paz consigo misma. Pero cuando la duda hace presa en un alma, difícilmente la abandona. La pobre niña, torturada, responde a la madre con un quejido estremecedor: “¡Si esto es lo que me está torturando...! ¡Si esto es lo que me llena de sombras muy negras el pensamiento! Tú ves lleno de nubes el cielo; no sabes lo que esas nubes son, ni qué figuras extrañas toman, ni qué monstruos fingen; pero todo eso te da miedo. Pues así..., así..., aquí dentro (oprimiéndose la frente). ¡Veo y no veo..., veo y no comprendo..., veo y me espanto y no sé por qué...! Pero, ¡ay madre mía, qué tormento!” 



Amparo se debate en la tormenta. La duda se le ha metido «en los más delicados e íntimos intersticios del alma». Se enfrenta con ella a solas; la duda la abraza, la acaricia; pero Amparo, que conoce las intenciones de Leocadia, la rechaza: “¡No! ¡Suéltame! ¡Suéltame! ¡Suéltame! ¡Suéltame! (Se separa y la mira trágicamente). Yo quiero huir de usted. ¡Pero no puedo! ¡No puedo! (Toda la escena simboliza la “duda”, la negra “duda”. Amparo la rechaza; pero la duda la atrae y la domina)”. 



Amparo no confía en poder triunfar sobre la duda. La siente dentro de sí misma como un azar terrible, como un torbellino de fuerzas misteriosas, latentes, que la zarandean a capricho. En un esfuerzo último, haciendo un acopio final de energías, cuando parece que le vuelve el juicio perdido, corre tras la duda, se encierra con ella a solas, la arrincona en un extremo de la habitación y la estrangula. Leocadia intenta huir, pero sin resultado. Amparo, amenazadora, le advierte: “¡No huyas..., es inútil..., yo también quise huir y tú me alcanzaste! (Corre tras ella y la coge). ¡Tú eres la duda! ¡Quiero matarte... o que me mates tú...!” 



Los dedos de Amparo se cierran como tenazas en torno a la garganta de Leocadia. Esta rueda por el suelo sin vida y Amparo, de pie junto al cuerpo muerto, exclama: “¡Ya no se mueve...! ¡Ya no atormenta...! ¡Qué pronto se dio por vencida!”



Y luego, dirigiéndose a Ángeles y a Ricardo que han acudido espantados a los gritos de Leocadia: “Aquí…, madre…, aquí…, ¡maté la duda…!, mira, no era más que eso…, un andrajo de sombra”. 



¡Un andrajo de sombra! Eso es la duda. ¡La duda, que a tantos espíritus atormenta, que a tantas almas tortura, que a tantos cuerpos envilece! ¡La duda, que cierra a los débiles el camino al cielo, que mortifica a los indecisos, a los cobardes espirituales, a los que se debaten toda la vida entre el sí y el no! 



Hay que matar la duda, como hizo Amparo. Estrangular las vacilaciones y las incertidumbres que impiden una fe genuina, total, que nos hace desconfiar cien veces y confiar una sola. La Biblia dice que “el hombre de doblado ánimo es inconstante en todos sus caminos… Porque el que duda es semejante a la onda de la mar, que es movida del viento y echada de una parte a otra” (Santiago 1:6-8). 



La comparación aquí no puede ser más acertada. Las olas de la mar se mueven sin una dirección inteligente, a merced del viento. El hombre de fe no vacila, no duda; cree. Y, cuando la crisis se produce, deja de creer, pero sigue sin dudar. Entonces es cuando se dirige al Dios Salvador y le pide: “Creo, ayuda mi incredulidad” (Marcos 9:24). 



Cuando el hombre deja de dudar, cuando desiste de encontrar una explicación racional a todos los misterios de la vida y se entrega confiando en los del Creador, Dios quiebra todas las vacilaciones del alma y su amor inunda todo el ser de una paz dulce y serena como cantos de riachuelos cristalinos. Y cuando se tiene el corazón purificado entonces se comprenden y se explican muchas cosas que antes nos torturaban hasta la desesperación.



“Una y otra vez durante mi vida –confiesa Unamuno– heme visto en trance de suspensión sobre el abismo; una y otra vez heme encontrado sobre encrucijada en que se me abría un haz de senderos, tomando uno de los cuales renunciaba a los demás, pues que los caminos de la vida son irreversibles y una y otra vez en tales únicos momentos he sentido el empuje de una fuerza consciente, soberana y amorosa. Y ábresele a uno luego la senda del Señor”. 


 

 


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