Sencillamente, el régimen autoritario de entonces no supo cómo tratar con una nueva generación que fue capaz de tomar distancia de los usos y costumbres políticos predominantes.
Yo digo que todo joven se sentía de alguna forma preso, hundido; México era un país de prohibiciones. Lo dijo bien Díaz Ordaz en su informe del 1 de septiembre: habíamos creído ser un islote intocado. Y sí, de ese islote intocado era de lo que estábamos hartos, todos, sin considerar ideologías. Había prohibición de cómo vestirte, cómo dejarte el cabello; no había conciertos de rock, las películas eran censuradas, algunas eran permitidas con cortes, pero otras simplemente eran prohibidas. Y en el movimiento estudiantil todo el mundo, de izquierda o derecha, encontró esa libertad que nunca había sentido. Luis González de Alba
La de Luis González de Alba (1944-2016) fue, sin duda alguna, una de las mayores voces que, fruto del movimiento estudiantil de 1968, se expresaron permanentemente de manera crítica acerca de lo acontecido. Su protagonismo como dirigente del Comité Nacional de Huelga (al lado de Raúl Álvarez Garín, Félix Hernández Gamundi, Pablo Gómez, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, Eduardo Valle y Gilberto Guevara Niebla, entre otros), tal como se denominó el grupo de estudiantes que estuvieron al frente de las protestas que desembocaron en la feroz matanza del 2 de octubre de ese año en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, al norte de la capital mexicana, alcanzó la estatura literaria en ese testimonio que lleva por título Los días y los años, publicado en febrero de 1971 por Ediciones Era. Escritor, periodista y divulgador de la ciencia, González de Alba asumió una postura que parecía recalcitrante, pero que en el fondo demandaba ecuanimidad y equilibrio para acercarse a la historia.
Luego de estar preso durante dos años y exiliado uno más en Chile, la publicación de este volumen lo colocó en la primera línea de interpretaciones de los sucesos de ese año aciago en el país, pues la manera en que estableció una pauta analítica no siempre aceptada por muchos, dejó una profunda huella entre quienes continúan todavía el debate sobre esos acontecimientos. Distanciado radicalmente de otras posturas como la de Elena Poniatowska, quien, en otro volumen, La noche de Tlatelolco (1971), también aportó su visión de los hechos, González de Alba siempre fue muy duro con las personas que no vivieron directamente ese episodio. A Poniatowska le reclamó formalmente que hiciera 60 correcciones a su propio libro, con argumentos como éste: ante el señalamiento de que él se encontraba dialogando con Valle en otro lugar del edificio Chihuahua (epicentro del mitin estudiantil), ajeno a los inicios de la matanza, señala: “Jamás estuve allí. Fui detenido en el tercer piso y por eso fui testigo directo del pánico en que cayeron los que, con un guante blanco y pistola, habían iniciado los disparos. Los vi aterrados, los oí suplicar: ‘Batallón Olimpia. ¡No disparen!’. Un grito de pánico”.
Las afirmaciones de González de Alba, resultado de la experiencia inmediata de marchas, diálogos y asambleas interminables y, sobre todo, el tiempo dedicado a la reflexión en la cárcel, contrastan con el planteamiento de Poniatowska, quien siguió puntualmente lo sucedido y entrevistó a otros estudiantes presos. Muchos de ellos enviaron sus testimonios. Las palabras de Los días y los años evidencian claramente un análisis sólido y muy meditado al referirse a la percepción que tuvo el gobierno de la revuelta estudiantil, todo asumido como una conjura internacional encaminada a minar el poder de las autoridades y, sobre todo, el prestigio de México ante la cercanía de la Olimpiada, que iniciaría 10 después. El resumen que se hace de todo ello es impecable:
La versión oficial de los hechos era muy clara y no admitía réplica: todo el conflicto lo causaban los comunistas y otros agitadores profesionales que habían iniciado otra campaña de desprestigio contra México; los estudiantes “fósiles” y algunos golfos se prestaban a los planes de los agentes internacionales que vagan por el mundo para la perdición de las almas. En septiembre esta infantil explicación, muy de esperarse en un policía o en un burócrata asustado, recibía la más alta santificación y era elevada a la categoría de dogma: Díaz Ordaz, investido de todos sus atributos y con la banda presidencial cruzada en el pecho, hizo saber ante el gobierno en pleno, los altos jefes militares y la nación que lo escuchaba, que los disturbios de “la llamada ‘Revolución de Mayo’”, en Francia, no se habían iniciado por casualidad cuando todo el mundo estaba atento a las pláticas Vietnam-Washington; y que la proximidad de los Juegos Olímpicos convertía a México en blanco favorito para los mismos agitadores, quienes, después, la emprenderían con otro país donde se fuera a celebrar un señalado evento. Los diputados, senadores, ministros y militares aplaudieron a rabiar el análisis presidencial de las conmociones estudiantiles y populares que han sacudido al mundo en los últimos años. El mismo análisis fue presentado, al poco tiempo, por el Ministerio Público para dejar “probado” a todas luces que existía una conjura internacional de la que nosotros formábamos parte.
Las agresiones de que fue objeto la Universidad Nacional Autónoma de México al violar su autonomía y el hecho de que se exhibiese a los estudiantes como delincuentes no hicieron más que exacerbar los ánimos de éstos, quienes fueron engrosando el pliego petitorio, que se fue convirtiendo en depositario de muchas de las exigencias de otros sectores sociales. A esta lucha estudiantil la habían precedido, en la década anterior, los movimientos de profesores, de médicos y de ferrocarrileros. Todos ellos habían sido reprimidos sin piedad por el régimen, que cada vez controlaba con mayores dificultades la inconformidad de los diversos sectores. Cuando, años más tarde, se supo que el Presidente de la República y el secretario de Gobernación (Ministro del Interior) de entonces, Luis Echeverría Álvarez (presidente entre 1970 y 1976), además de otros funcionarios, fueron agentes de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) estadunidense, se comprendió muy bien que la paranoia anticomunista fue, más bien, lo que llevó a ambos a autorizar la masacre.
El perfil del movimiento estudiantil mexicano es bien descrito, desde dentro por González de Alba, quien plantea las causas por las que el gobierno fue incapaz de dialogar con él:
La última carta: el presidente mismo hablando desde la más alta tribuna del país para amenazar con la represión total, había sido jugada por el gobierno y no había surtido el efecto esperado. Ahora sólo les quedaba olvidarse de las vías tradicionales, tan conocidas por el gobierno mexicano: tenían enfrente un movimiento que no se podía corromper ni desvirtuar. Tampoco entendían que no hubiera personajes de la política nacional patrocinando y dando directrices tras bambalinas. Simplemente no se habían enfrentado nunca a algo parecido.
Sencillamente, el régimen autoritario de entonces no supo cómo tratar con una nueva generación que fue capaz de tomar distancia de los usos y costumbres políticos predominantes. Al no poder corromper el movimiento, determinó aplicar la violencia de Estado para acabar con las protestas y tratar de salvar su imagen internacional, algo que resultó imposible por la presencia de cientos de periodistas extranjeros que ya se encontraban en el país para cubrir la Olimpiada. Uno de los casos más notables fue el de Oriana Fallaci (fallecida en 2006), quien resultó herida y escribió al respecto en Dal Vietnam al Messico. Diario di un anno cruciale (De Vietnam a México. Diario de un año crucial, 2017).
González de Alba amplía su descripción y explica la incapacidad del gobierno de turno para resolver, efectivamente, el problema: “Un régimen envejecido, acostumbrado al doble juego de las insinuaciones, nunca a las exigencias rotundas y claras, no tenía la capacidad para comprender los hechos que sorpresivamente le estallaban en la cara, ni tenía los instrumentos adecuados y la flexibilidad política necesaria para responder de sus actos honestamente, ante toda la población, fuera de las salas de los ministros, donde tantas luchas justas se han apagado”.
Su opinión acerca del rector de la Universidad Nacional, Javier Barros Sierra, permite medir los avances del movimiento estudiantil hasta convertirse en expresión de un malestar social largamente incubado y cuyos resultados sólo se apreciarían varios años después, tal como lo han afirmado los especialistas:
El rector, cuya autoridad unificó a toda la Universidad en torno a la defensa de la autonomía, hecho que hizo posible la elevación del Movimiento hasta rebasar los límites universitarios y levantar la demanda de libertades democráticas y respeto a la Constitución, evolucionó en sus posiciones mucho más lentamente. En ocasiones hizo concesiones al gobierno que, si bien no afectaban en lo fundamental, sí desorientaban y confundían a los estudiantes. Así, el llamado a la normalidad académica podía interpretarse como un llamado a clases, que en esos momentos sería fatal por la desmovilización de las brigadas. Sin embargo, los términos del llamado dejaban una puerta abierta: normalidad no quería decir forzosamente clases, sino funcionamiento administrativo, investigación, apariencia normal.
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