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Leopoldo Cervantes-Ortiz
 

La poesía ontológica de Margarita Michelena (1917-1998)

Su obra  puede catalogarse como una “poesía ontológica”, pues como ella tuvo bien claro, siguiendo a Novalis y Martin Heidegger, “la poesía es la fundamentación del ser por la palabra”.

GINEBRA VIVA AUTOR Leopoldo Cervantes-Ortiz 21 DE JULIO DE 2017 13:10 h
Margarita Michelena en su juventud.

Muy pronto entendí que sólo frecuentando lo sagrado en las cosas de la tierra se puede encontrar la fe. La naturaleza es mi única vía de comunicación con ese mundo sagrado. No practico ninguna religión. No tengo necesidad. Soy panteísta: creo en la naturaleza y en el misterio.1 M.M.



El 21 de julio se cumplen cien años del nacimiento de Margarita Michelena en Pachuca, capital del estado de Hidalgo, 100 km al norte de la capital mexicana.



Junto con Concha Urquiza, Guadalupe Amor, Rosario Castellanos, Emma Godoy, Griselda Álvarez, Enriqueta Ochoa y Dolores Castro, entre otras, pertenece al grupo selecto de grandes poetas mexicanas del siglo XX.



Hija de españoles que después de pasar por Francia, recalaron en el país azteca durante el gobierno de Victoriano Huerta (1913-1914). A los siete años, durante un viaje a Puebla, conoció los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl, “y esa visión fue la primera que pudo transformar en un texto literario”, según le contó a Myriam Moscona.



Llevó algunos cursos en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. A los 22 años fundó la revista Tiras de Colores, en la que, casi por azar, publicó sus primeros poemas.



Su carrera literaria se consolidó en la revista América, dirigida por Efrén Hernández y dirigió El Libro y el Pueblo, de la Secretaría de Educación Pública.



 



Margarita Michelena.

Su obra está recopilada en Reunión de imágenes, un volumen aparecido por primera vez en 1969 y reeditado en 1984 y 1996, que lo integran los cuatro poemarios publicados por la autora: Paraíso y nostalgia (1945), Laurel del ángel (1948, edición pagada por su padre), La tristeza terrestre (1954) y El país más allá de la niebla (1968).



En 1959 dio a conocer Notas en torno a la poesía mexicana contemporánea y tradujo El spleen de París, de Charles Baudelaire. En 1992 reunió la antología Jardín de palabras. Recreo poético juvenil.



Como periodista, fue muy reconocida y, en ocasiones, polémica, pues, para muchos, sus posturas resultaban muy conservadoras. Fundó el diario Cotidiano, único en su tipo por estar redactado exclusivamente por mujeres, y dirigió el suplemento La Cultura en México. Falleció en la Ciudad de México el 27 de marzo de 1998.



Poemas suyos aparecen en antologías muy representativas y atentas a una labor que, aunque un tanto callada, no dejó de llamar la atención por su concisión y rigor.



Una de las primeras es La poesía mexicana moderna (1953), de Antonio Castro Leal, en la que figura con dos poemas, uno de ellos ya emblemático: “A las puertas de Sión”, procedente de su segundo libro.



Allí, el antologador afirma: “De una fina sensibilidad sorprende la rapidez con que ha ido ganando en pureza lírica, en gracia y en dibujo significativo y bien compuesto”.2



En 1966 los poemas de Michelena fueron incluidos en dos importantes antologías: La poesía mexicana del siglo XX, de Carlos Monsiváis (reeditada varias veces) y Poesía en movimiento, de Homero Aridjis, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Octavio Paz, bastante escasas ambas en cuanto a la presencia de mujeres.



 



Portada Reunión de imágenes.

En ese momento, su último libro ya se encontraba en prensa. En una de las reediciones de la compilación de Monsiváis, puede leerse: “…entre otras cualidades, posee un finísimo oído literario que le permite crear ‘orbes melódicos’ que trascienden la fijación previa (la moda) de un lenguaje y unas reacciones psicológicas”.3



Paz, por su parte, escribe en la introducción de Poesía en movimiento: “Los poemas de Margarita Michelena son torres esbeltas, construcciones intelectuales de una sensibilidad inteligente. Introspección, dialéctica interior que no pocas veces de desliza de la sutileza al retorcimiento”.4



Alí Chumacero resume este trabajo lírico en Poesía en movimiento: “Ávida de reconocerse en la ceniza, arrebatada por el canto que alienta en las tinieblas, ayuna de misericordia para consigo misma, su desolada poesía resuena como la antiquísima voz de alguien que clama desde las arenas. De pocos poetas mexicanos debe decirse, como de ella, que hace nacer las imágenes de su propia desolación”.5



Esta antología incluye “La desterrada” (publicado originalmente en la revista América en 1952 y recogido después como “El velo centelleante”), en donde existe un dejo de nostalgia de Dios que es expuesto en trazos firmes y profundos:



Cuando me dividiste de ti, cuando me diste



el país de mi



cuerpo y me alejaste



del jardín de tus manos,



yo tuve, en prenda tuya, las palabras.



Temblorosos espejos donde a veces



sorprendo tus señales.



Sólo tengo tus palabras, sólo tengo



mi voz infiel para buscarte.6



 



Como se ve, bien puede catalogarse su obra como una “poesía ontológica”, pues como ella tuvo bien claro, siguiendo a Novalis y Martin Heidegger, que “la poesía es la fundamentación del ser por la palabra”. Su poética, en ese sentido era muy clara, desde una visión adámica y mítica de la labor del poeta:



El poeta, a la vez, anticipa y recuerda. Es —vate— el que vaticina. Pero asimismo el que guarda las memorias de la tribu humana. […] Yo también entiendo que la poesía mana de esas fuentes del mito, del mito considerado como una experiencia original, como un momento que dura siempre. Pero la palabra es un ente histórico. Y he ahí un problema. Hay que decir, con un lenguaje histórico, cosas intemporales, cosas simultáneamente sumergidas en la margen del tiempo —el río cambiante de Heráclito— y cosas sostenidas al margen del tiempo. La palabra, por lo demás, crea las cosas al nombrarlas, como un Adán eternamente feliz y eternamente angustiado. Nada existe antes de su nombre, antes de ser “realidad última de los seres y de las cosas”. Tal es la tarea del poeta, del artista creador: nombrar y, así, descubrir, revelar lo que antes del orden del poema era confusión, oscuridad, caos. Es un trabajo cosmizador, de constantes fundaciones, de constantes reducciones de la nada y constantes aumentos del ser.7



En 1974, Griselda Álvarez (1913-2009) hizo un ejercicio antológico muy interesante al que tituló 10 mujeres en la poesía mexicana del siglo XX, en el seleccionó poemas de cada una con un soneto como “pórtico” de las autoras. El correspondiente a Michelena dice así:



Manejo del idioma, donosura



en firme voz de la filosofía,



con nostalgia, tal vez con alegría,



dulce y áspera flor que se madura.



 



Su tristeza terrestre le asegura



en la escalada de la alegría,



un lugar espacial de primacía



en que el vocablo encuentra su estatura.



 



Enemiga del ripio y todo aquello



en que el mediocre va sin gloria o pena,



erudita integral, cárcel sin sello



 



en que el ángel sus luces alacena;



la inspiración afina su destello



donde está Margarita Michelena.8



 



Como se aprecia, el retrato es puntual y exacto, pues como escribió Dionicio Morales:



La poesía de Michelena, breve y rigurosa pero vasta y múltiple, nos conduce a un mundo único —así es el mundo de los grandes poetas— en el que las imágenes reunidas nos orillan a descubrir una nostalgia que viene de tiempos remotísimos, a vivir en una incertidumbre perpetua que mantiene despiertos los sentidos para avizorar mejor el horizonte, y a fraternizar con una tristeza terrestre irremediable más desgarradora que si pagáramos el diezmo por pecados no cometidos; nos lleva, también, a una búsqueda incesante de Dios —elevación mística la llama Manuel Mejía Valera— para llegar a la glorificación del hombre.9



 



Antología publicada.

Podría decirse que en esta poesía está constituida por “zigzagueos existenciales” que, a tientas, buscan a Dios, y que, a veces, al presentir la superación de su ausencia, se vuelcan nuevamente a buscarlo, como si la ceguera permanente fuera percibida como fuente inagotable de textos, de abordajes cada vez más sedientos, más ansiosos por delinear esa presencia desde el desasimiento, desde una urgida ultimidad.



Para muestra, cerramos esta introducción con algunos ejemplos tomados de las diversas etapas de su escritura.



Cuando yo digo amor



Cuando yo digo amor



identifico



sólo una pobre imagen sostenida



por gestos falsos,

porque el amor me fue desconocido.



 



Cuando yo digo amor



sólo te invento

a ti, que nunca has sido.



Y cuando digo amor



abro los ojos

y sé que estoy en medio



de mis brazos vacíos.



 



Cuando yo digo amor



sólo me afirmo

una presencia impar



como mi almohada.



Cuando yo digo amor



olvido nombres



y redoblo vacíos y distancias.



 



Cuando yo digo amor

en una sala

llena de rostros fútiles

y pisadas oscuras en la alfombra.



 



Cuando yo digo amor

crece la noche

y mis manos encuentran

para su hambre doble y prolongada



mi pobre rostro solo

repetido por todos los rincones.



 



Cuando yo digo amor todo se aleja



y me asaltan mi nombre y mis cabellos



y las hondas caricias no nacidas.



 



Cuando yo digo amor

soy como víctima.

La inválida en salud.

El granizo y la rosa paralelos.

La dualidad del árbol y el paseante.



La sed y el parco refrigerio.



Yo soy mi propio amor



y soy mi olvido.



 



Cuando yo digo amor



se me desploma

la ascensión de las venas.



Sobreviene un otoño

de fugas y caídas

en que yo soy el centro



de un espacio vacío.



 



Cuando yo digo amor

estoy sin huellas.

De porvenir desnuda

e indigente de ecos y memoria.



 



Cuando yo digo amor

advierto inútil

la palma de mi mano ‒que es convexa‒ e increíble

ese girar soltero

del pez en su pecera.



(Paraíso y nostalgia)



 



A las puertas de Sión



J’attends une chose inconnue.



Mallarmé



 



Ya sólo soy un poco de nostalgia que canta.



Y a tus puertas estoy como una piedra

gris en el lujo nítido de un prado.



No traje nada aquí ni dejo nada.



Tampoco sombra alguna ha descendido



de mis propias tinieblas y mis brazos.



Ninguna flor tomé sobre la tierra

para no encadenarme a su hermosura



ni por gracia mortal ser poseída.

Ni traigo ni el fantasma de un perfume a tu jardín de límpidas esferas.

La soledad te traigo que me diste.



Óyeme aquí gemir, tu criatura

del exilio y del llanto.

Óyeme aquí, tu ciega enamorada



que su muerte muriendo sin morirse,



tu estrella ve temblando, suspendida, desde el hundido túnel de su canto.



¿Cuándo enviarás mi sombra a devorarme?



¿Cuándo podré marchar hacia tus prados,

a tus puertas de oro,



cuándo por tus jardines apartados iré ya sin mi muerte,



ya robada para el ancla vencida de mi polvo?



No más mi cuerpo ver, como un alcázar de música ruinosa,



ni la noche circundando mi fiesta de amargura.

No más hablar de ti desde mi boca



que es sólo como muerte detenida,

no hablarte con mi voz, que se levanta demorado desastre.



Abre tus puertas

y ciega con la vista mis dos ojos.



Mátame de belleza, ya alcanzado

el gran callar hacia donde navega

la nave de nostalgia que es mi canto.



Deja que en este punto mi ceniza

se caiga desde mí, que me desnude

y me deje a tu orilla, consumada.

Qué con brazos de amor ‒no los que tuve‒



llegue por fin a la sortija de oro

con que al misterio ciñen tus murallas.



(Laurel del ángel)



 



La tristeza terrestre



Vivo a veces mi muerte. Me recuerdo.



Adivino mi rostro y sé mi nombre.

Y la puerta se abre. Y yo penetro

en mi primera identidad y salgo



de la casa fugaz de mi esqueleto.



 



Qué difícil volver, con la memoria



de aquella viva muerte que se tuvo.



Qué mirarse a sí mismo,

ya ser desconocido e increíble,



después de ver las fuentes y los prados



de la morada quieta y misteriosa.



 



Ya se es criatura despojada,

ángel triste y vacío, helada estrella,

vagando por el dédalo sonoro

de una desconocida sangre, por la patria

extraña de unos ojos,

después de haber pisado un umbral de centellas.



 



Y las manos, que brotan

como súbitos seres impensados.

Y esta ciudad equívoca del cuerpo



donde somos viajeros extraviados.



Y este volverse a ciegas

a la oculta potencia, al signo visto



que de terrible amor ha enamorado.



 



Todo ya en la comarca desolada

de los torpes sentidos,

cruzando por acequias estancadas,

por extraños países moribundos

de cabellos y piel, huesos y sangre,



hacia el nombre y el rostro ya sabidos.



 



Ya no se vive, no, como los otros,

con esta muerte de fulgor probada,

ni es nuestro ya el cadáver que devora

la muerte igual, la muerte que es de todos.



Y no sé si Dios manda

esta dulce visita tenebrosa,

este veneno altísimo y terrible

o si se escucha el canto de un demonio



detrás de esta nostalgia,

de este volver de nuestra muerte propia



 



Pero sé que es morir. De eso se muere



de jubiloso atisbo fulminante,

de tremenda memoria recobrada.

Y aquel que haya caído



alguna vez desde su propio cuerpo,



como si despertando bruscamente

se despeñara de una torre sorda,



andará hasta la muerte como muerto.



(La tristeza terrestre)



 



Golpe en la piedra



A Jaime Cardeña



 



Mirad las aves del cielo, que no siembran ni cosechan y nuestro Padre celestial las alimenta.



Contemplad los lirios del campo. No tejen ni hilan, y en verdad os digo que ni Salomón se vistió así en medio



de toda su gloria.



Mateo, VI-XXIV-XVIII-XXIX



 



I



Estoy aquí, en tus ojos.

Mírame, sombra mía.

O mejor no me mires.

Soy como tú.

Por eso no me conocerías.

¿Mi nombre? No lo tengo.

El rostro gris, nublado, indistinguible.



Soy éste. Aquél. No importa.

Todos somos iguales.

Todos oscuridad. Ni siquiera tristeza.



Nunca el amor. Y nunca la alegría.

La palabra jamás. Jamás el fuego.

Sin arder nos hacemos de ceniza.

El día nos encuentra

pasando cartas que jamás abrimos,



contraseñas exangües, desventradas.

Por la noche caemos en pozos sin aliento,



en orillas de sombra,

en un callado infierno.

Somos piedras tiradas sobre el cauce

de un río que se ha muerto.



 



Ciertamente que a veces me pregunto



quién soy, a dónde marcho,

dónde nace la rama de mi sangre,

para qué me despierto,



qué hago sobre el mundo,



aún menos que la hierba



fragmento del color, parte del tacto,

una leve razón, un signo breve

de ser en algún sitio para algo.



Y nadie me responde. No sabemos.



¿Cómo saber, si yo mismo estoy mudo,



si yo mismo me falto?

¿Por qué estar solo así, de mí tan solo,



por mí deshabitado,

de mí mismo tan ciego,

hombre de arena seco y dispersado? […]



(El país más allá de la niebla)



 




1 Myriam Moscona, “Margarita Michelena”, en De frente y de perfil. Semblanzas de poetas. México, Departamento del Distrito Federal, 1994, p. 189.





2 A. Castro Leal, antol., estudio prel. y notas, La poesía mexicana moderna. México, Fondo de Cultura Económica, 1953 (Letras mexicanas, 12), p. 438.





3 C. Monsiváis, p. .





4 O. Paz, , en Poesía en movimiento. México, 1915-1966. 21ª ed. México, Siglo XXI, 1990,p. 22.





5 A. Chumacero, en Poesía en movimiento, p. 233.





6 M. Michelena, Reunión de imágenes. México, Fondo de Cultura Económica, 1996,





7 Margarita Michelena. México, UNAM, 2012 (Material de lectura, Poesía moderna, 28). 2ª ed., p. 3, www.materialdelectura.unam.mx/images/stories/pdf5/margarita-michelena-128.pdf.





8 G. Álvarez, 10 mujeres en la poesía mexicana, p. 97.





9 D. Morales, Reencuentros. México, UNAM, 1990 (Textos de difusión cultural), p. 15.



 

 


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