Alencart deja conocer su artículo de hoy, aparecido en El Norte de Castilla, el periódico decano de la prensa española.
En España supe reconocer, desde mis primeros pasos como seguidor del poeta-profeta llamado El Cristo, la enorme valía de uno de los más notables escritores que milita entre las huestes del Amado galileo. Se llama Juan Antonio Monroy (Rabat, 1929), quien desde hace décadas viene predicando el Evangelio en más de cincuenta países del mundo.
Su claridad expositiva, aunada al profundo conocimiento bíblico y a una cultura enciclopédica, lo hace ser respetado y admirado por muchos, especialmente en tierras americanas, tanto del Norte, como del Sur, el Centro y el Caribe, donde Cuba, a pesar de las restricciones castristas, viene siendo uno de sus destinos habituales. También ofrece conferencias sobre Unamuno, Borges, García Lorca, Valle Inclán, García Márquez y tantos y tantos escritores de las dos orillas del castellano.
Sabe de lo que habla y no oculta sus dichos entre metáforas e hipocresías, algo que pareciera inherente al mundillo católico o evangélico, prestos a saltar a la yugular de todo prójimo que disienta de sus posturas sectarias o miopes, o de beligerancias ante uno o dos temas sobre sexualidad o de alguna coma de más (o de menos) en la versión de las Escrituras.
Por su hablar directo, sin ambages, Monroy tiene el máximo de mis respetos. También el de muchos que en Salamanca han escuchado sus intervenciones. Precisamente ahora que entraremos a la Semana Santa, donde aflora la ‘santurronería’ epidérmica de un grueso contingente que se denomina cristiano, pero con sus banderías por delante, conviene leer el texto escrito por Monroy, titulado ‘Hacia un cristianismo sin seudónimos’, y remitido este 19 de marzo a través del Boletín Atrio.
Lo transcribo en su totalidad, por el interés que tiene su lectura para todos los cristianos, aunque en esta ocasión está haciendo un ejerció de autocrítica especialmente dirigido hacia los protestantes: “A pesar de la investigación a la que he sometido el tema, no he encontrado ni una sola referencia bíblica al sustantivo “denominación”. La Concordancia de Editorial Caribe, prestigiada en nuestra lengua, pasa de la palabra “denario” a la palabra “densa” y la Enciclopedia de la Biblia (seis gruesos volúmenes redactados por eminentes escrituristas católicos) salta de “denario” a “denuncia”. Hay que acudir a lo extranjero –como siempre– para hallar la vertiente religiosa del término.
El léxico castellano define “denominación” como “título o renombre aplicado a personas o cosas”. Una nota de la Enciclopedia Larousse aclara: “Nombre dado, en su sentido inglés de confesión religiosa, a las Iglesias protestantes”. Inglaterra no inventó las denominaciones protestantes. Pero cuando Inglaterra penetró en territorio americano, además de sus leyes, su idioma, sus costumbres y sus manías, llevó también sus partículas de Cristianismo. Años más tarde, americanos, ingleses, alemanes, suecos y misioneros de otras nacionalidades desembarcaron en el mundo con sus Biblias denominacionales y sembraron entre nosotros sus particulares y partidistas concepciones cristianas. Lo que ocurrió a acaecido en medio mundo. O en el mundo entero.
Así vivimos hoy. Troceados y atrincherados en nuestros guetos religiosos, mordiendo a quienes no comparten en su totalidad nuestra interpretación del texto bíblico, excomulgando a unos, anatematizando a otros, censurando a éste y repudiando a aquel. Es hora de que arrinconemos todas las banderas denominacionales. O de que las devolvamos a sus países de origen. Somos cristianos. Sin más. El cristiano no necesita otro título de identificación. El nombre de cristiano no requiere sobrenombre. La sociedad harto dividida en todas sus esferas, clama por un Cristianismo único, novotestamentario, predicado en su pureza original, sin mistificaciones carnales.
¡Dios nos libre de esa plaga amenazante y contaminante y de algunos líderes radicalizados en argumentos insostenibles! Se autodenominan defensores del Evangelio. Pero el Evangelio ¿nos ha sido dado para que lo defendamos o para que lo proclamemos? Se dicen llamar custodios de la sana doctrina y olvidan que la doctrina más sana es el amor a Dios y a los hombres, hechos a imagen y semejanza de Dios. Se dicen defensores de la fe, pero de un tipo de fe expresado en doctrinas propias y en conceptos particulares de la Biblia, no de la fe universal del Libro Sagrado.
¿Qué hacemos con ese espíritu sectario? ¿Lo denunciamos? ¿Lo silenciamos? ¿Lo combatimos? Si hiciéramos esto último caeríamos en su trampa. Lo más sensato es vadear sus dominios para no pisar su misma tierra, apartarnos del camino por el que transitan y seguir nuestra senda llenando los pulmones de aire fresco y con la mirada extendida hacia el firmamento, donde todo es diferente. Saludos”.
¡Bravo por Juan Antonio Monroy! Mi aplauso y mi perdurable admiración.
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