Un poema de Quintín García.
A las víctimas de los trenes de Atocha,
Santa Eulalia y El Pozo (Madrid).
Con temblor.
1
En un mar de picas y ténebres
alfanjes encrespados, herido ya
de muerte el postrer
fulgor de las estrellas, noche
aún, noche de oscuros
signos y señales en los astros, noche
de hielo y sangre en los espejos, noche
de rosas rotas por la escarcha asesina, temprano
corren cuádrigas desbocadas hacia Madrid.
Navegan como bajeles de velas inflamadas
de amarillas tormentas y huracanes
en esa hora temprana y núbil, (hora
de somnolencias y dulzor en los besos
de despedida, hora de resurrecciones
a la luz, que no de llantos), de un 11
de marzo de 2004.
Vienen conducidas por tristes
ángeles madrugadores que soplan
con sus bocas de escorpiones
oscuros vientos amarillos
sobre las velas. Traen
rojos presagios engarzados
en las rojas, fúnebres
geometrías de sus ruedas.
Traen un vértigo de cuerpos
y de almas dispuestos a la vida, Sísifos
recién levantados de las sombras y el blanco
rocío de la noche por si es posible subir
el mundo hacia la cumbre, florecerlo.
(En la distancia oía yo, sin embargo,
el berrido metálico de las olas
acechando la quilla del bajel
y la voz inmarcesible
de la Elegía a Ramón Sijé:
temprano levantó la muerte el vuelo)
2
Puesta en pie la vida, al alba, y estrenada
en las acacias y los ojos abiertos
para las tareas y los sueños por cumplir
de quienes navegan por sendas voraces
hacia ese cielo dulce
y prometido de Madrid:
Quizás
algún viajero —ese chaval
de ojos legaña y cresta, por ejemplo—,
mecido sobre los zapatos de hierro
ya sembrados de oscuros
alfanjes amarillos, vaya
dibujando en su frente aún surcada
de noches, ajena a los rojos
presagios anidados en las ruedas, notas
de guitarra y torsiones y ácidos
escorzos tecnopop para combatir
el tedio somnoliento del camino.
O teja como Aracne añoranzas
de azules guacamayos, tan de rojo, tan verdes,
la señora de al lado orlada
de huipiles con sonrisa, apenas
relucidos en esa luz primera, recién
amanecida, con que se escinde
el día de la noche.
O puede
que el viajero, sonámbulo, diseñe
granados ascensos imposibles
en el escalafón fratricida: el señor
de corbata, tan pulcro, tan blanquito.
(Hasta mi cama, sin embargo,
llegaba vulnerado, en la distancia,
el mugido de los vientos amarillos)
3
Y de pronto, tan temprano, enceguecidos
por oscuros fulgores cainitas, zozobraron
los bajeles contra los acantilados: hierros
fundidos por un altivo fuego se levantan
en remolinos de ira hacia un cielo
desnacido y roto.
Arden
leños candentes en una pira
de cuerpos y de almas aventada
por vengadores vientos
amarillos: rosas
rojas rotas, huesos
arrancados de su sitio, desolados,
esparcidos por una largo valle de asfaltos
y de muertes.
Andan
por los andenes lacias
orquídeas moradas buscando
un mínimo rincón para morir, mientras
lloran pañuelos blancos las campanas
hasta humedecer el grito
de los huesos desolados.
(Yo también había sido sajado
en los ojos por el fuego
y detenía con un pañuelo rojo
la sangre de la herida)
4
Temprano había puesto la serpiente
su híspido negro nido
entre las vías y crecieron
como por ensalmo camposantos
de rojas amapolas sobre el suelo
de Madrid:
los navegantes
del bajel —el chaval
de la cresta, la señora del huipil
sin brillos ni sonrisas, el blanquito
señor de la corbata…— eran derribados
de su aliento; desposeídos, de golpe,
de sus sueños; talados
como los espectros que Goya
pintó con ese desorbitado mirar
hacia la muerte en Los fusilamientos
del tres de mayo.
Temprano
lloran gritos de sangre
los rascacielos de cristal
y cemento, altas tubas verticales
para un réquiem de pánicos y llantos.
(Se han cumplido los fúnebres
presagios en esta hora
renegada de luz, metálica, crecida
de picas y de alfanjes)
5
Y ya no llevan las cuádrigas a ningún
cielo dulce —de Madrid ¿adónde?…— sino
a un infierno de muertes sin anunciar,
muertes a la amanecida, tan tempranas:
vías decapitadas por la ley del talión:
ojo por ojo (porque ha habido ojos
arrancados a sus cuencas desde el día
en que el hombre descubrió sus propias
garras violáceas; qué barro
inicial tan corrompido; qué daga
permanente florecida
en la piel del tiempo)
Vías
humilladas contra su destino
de hacer correr la vida y sus estaciones,
ahora sendas cortadas
sin proyección o meta, sino
a la vieja, multiplicada
costumbre de la sangre.
6
¡Qué andadura errante y desolada!: velas
heridas de bajel y pies
de hierro descarrilados para siempre
sobre los andenes huérfanos, amortajados
por la oscura mano de unos ángeles
voraces, sin alas ni fulgores, ángeles
revestidos de sombra que siembran
de tristes crisantemos
todas las aceras de Madrid:
ciudad
rajada en canal como una res
sacrificial, sin cabeza ni luz, en la fría,
vil, amarga
cadena de un matadero
de corderos inocentes.
(Me postro y beso
su memoria y nombro
n el ágora sus nombres, uno
por uno, como en un antiguo
cantar de ciegos adolorido)
7
Abierta, sí, en sus venas
de hierro y brea, Madrid:
supervivientes
en pie con la sangre en las manos
corriendo para reverdecer la vida
en las exangües arterias amputadas
de sus prójimos.
Manos
rojas, manos blancas al cielo, manos
negras, furtivas, sajando fríamente
de arriba abajo la ciudad. Manos
yertas, deshabitadas, de las víctimas
despidiéndose sobre los andenes
con un pañuelo blanco
entre los dientes:
¡Adiós!
Lava
y lágrimas a un tiempo en las cuádrigas
que corrían a Madrid tan pronto, tan temprano,
para estrenar la luz, capituladas ahora
por enrojecidos presagios ya cumplidos: fúnebres
relojes de estación –Atocha, Santa Eulalia,
El Pozo- con las manecillas asustadas
en rápido regreso hacia la noche.
(Era
un 11 de marzo, tan temprano, sin alba)
8
Hasta mi cama, en la distancia, llegó
el furor de las olas, el agrio
hedor de los oscuros vientos amarillos, el último
vestigio de los náufragos: unas cuerdas
rotas de guitarra tecnopop, una corbata
en blanco, y flotando en el aliento
herido de mi estancia plumas rojas
y verdes de guacamayos sin voz, huipiles
sin cantos ni sonrisas, a punto
de ser inmortalizados en un dolmen
construido de fuego y luz, de manos
blancas vulneradas y de vías
sólo surcadas desde entonces
por la memoria de los que un día cualquiera
navegaban hacia la vida.
¡Va por ellos!
(Fue un 11 de marzo, tan temprano, sin alba)
Quintín García
Tomado del libro Decíamos ayer, en el marco del XVI Encuentro de Poetas Iberoamericanos y de una antología en homenaje a Fray Luis de León.
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