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Protestante Digital

 
 (Cantar de ciegos)
 

Madrid, un 11 de marzo, tan temprano

Un poema de Quintín García.

POE+ 10 DE MARZO DE 2017 07:45 h
Bosque del Recuerdo, en homenaje a las víctimas del 11-M.

A las víctimas de los trenes de Atocha,



Santa Eulalia y El Pozo (Madrid).



Con temblor.



 



1



En un mar de picas y ténebres



alfanjes encrespados, herido ya



de muerte el postrer



fulgor de las estrellas, noche



aún, noche de oscuros



signos y señales en los astros, noche



de hielo y sangre en los espejos, noche



de rosas rotas por la escarcha asesina, temprano



corren cuádrigas desbocadas hacia Madrid.



 



Navegan como bajeles de velas inflamadas



de amarillas tormentas y huracanes



en esa hora temprana y núbil, (hora



de somnolencias y dulzor en los besos



de despedida, hora de resurrecciones



a la luz, que no de llantos), de un 11



de marzo de 2004.



 



Vienen conducidas por tristes



ángeles madrugadores que soplan



con sus bocas de escorpiones



oscuros vientos amarillos



sobre las velas. Traen



rojos presagios engarzados



en las rojas, fúnebres



geometrías de sus ruedas.



 



Traen un vértigo de cuerpos



y de almas dispuestos a la vida, Sísifos



recién levantados de las sombras y el blanco



rocío de la noche por si es posible subir



el mundo hacia la cumbre, florecerlo.



 



(En la distancia oía yo, sin embargo,



el berrido metálico de las olas



acechando la quilla del bajel



y la voz inmarcesible



de la Elegía a Ramón Sijé:



temprano levantó la muerte el vuelo)



 



 



2



 



Puesta en pie la vida, al alba, y estrenada



en las acacias y los ojos abiertos



 para las tareas y los sueños por cumplir



 de quienes navegan por sendas voraces



 hacia ese cielo dulce



 y prometido de Madrid:



                                       Quizás



 algún viajero —ese chaval



 de ojos legaña y cresta, por ejemplo—,



 mecido sobre los zapatos de hierro



 ya sembrados de oscuros



 alfanjes amarillos, vaya



 dibujando en su frente aún surcada



 de noches, ajena a los rojos



 presagios anidados en las ruedas, notas



 de guitarra y torsiones y ácidos



 escorzos tecnopop para combatir



 el tedio somnoliento del camino.



 



O teja como Aracne añoranzas



 de azules guacamayos, tan de rojo, tan verdes,



 la señora de al lado orlada



 de huipiles con sonrisa, apenas



 relucidos en esa luz primera, recién



 amanecida, con que se escinde



 el día de la noche.



                              O puede



que el viajero, sonámbulo, diseñe



granados ascensos imposibles



en el escalafón fratricida: el señor



de corbata, tan pulcro, tan blanquito.



 



(Hasta mi cama, sin embargo,



 llegaba vulnerado, en la distancia,



 el mugido de los vientos amarillos)



 



3



 



Y de pronto, tan temprano, enceguecidos



 por oscuros fulgores cainitas, zozobraron



 los bajeles contra los acantilados: hierros



 fundidos por un altivo fuego se levantan



 en remolinos de ira hacia un cielo



 desnacido y roto.



                             Arden



 leños candentes en una pira



 de cuerpos y de almas aventada



 por vengadores vientos



 amarillos: rosas



 rojas rotas, huesos



 arrancados de su sitio, desolados,



 esparcidos por una largo valle de asfaltos



 y de muertes.



                           Andan



 por los andenes lacias



 orquídeas moradas buscando



 un mínimo rincón para morir, mientras



 lloran pañuelos blancos las campanas



 hasta humedecer el grito



 de los huesos desolados.



 



(Yo también había sido sajado



 en los ojos por el fuego



 y detenía con un pañuelo rojo



 la sangre de la herida)



 



4



 



Temprano había puesto la serpiente



su híspido negro nido



entre las vías y crecieron



como por ensalmo camposantos



de rojas amapolas sobre el suelo



de Madrid:



                  los navegantes



del bajel —el chaval



de la cresta, la señora del huipil



sin brillos ni sonrisas, el blanquito



señor de la corbata…— eran derribados



de su aliento; desposeídos, de golpe,



de sus sueños; talados



como los espectros que Goya



pintó con ese desorbitado mirar



hacia la muerte en Los fusilamientos



del tres de mayo.



 



                           Temprano



 lloran gritos de sangre



 los rascacielos de cristal



 y cemento, altas tubas verticales



 para un réquiem de pánicos y llantos.



 



(Se han cumplido los fúnebres



 presagios en esta hora



 renegada de luz, metálica, crecida



 de picas y de alfanjes)



 



5



 



Y ya no llevan las cuádrigas a ningún



 cielo dulce —de Madrid ¿adónde?…— sino



 a un infierno de muertes sin anunciar,



 muertes a la amanecida, tan tempranas:



 



vías decapitadas por la ley del talión:



ojo por ojo  (porque ha habido ojos



 arrancados a sus cuencas desde el día



 en que el hombre descubrió sus propias



 garras violáceas; qué barro



 inicial tan corrompido; qué daga



 permanente florecida



 en la piel del tiempo)



 



                                   Vías



 humilladas contra su destino



 de hacer correr la vida y sus estaciones,



 ahora sendas cortadas



 sin proyección o meta, sino



 a la vieja, multiplicada



 costumbre de la sangre.



 



6



 



¡Qué andadura errante y desolada!: velas



 heridas de bajel y pies



 de hierro descarrilados para siempre



 sobre los andenes huérfanos, amortajados



 por la oscura mano de unos ángeles



voraces, sin alas ni fulgores, ángeles



revestidos de sombra que siembran



de tristes crisantemos



todas las aceras de Madrid:



                                            ciudad



rajada en canal como una res



sacrificial, sin cabeza ni luz, en la fría,



vil, amarga



cadena de un matadero



de corderos inocentes.



 



(Me postro y beso



 su memoria y nombro



n el ágora sus nombres, uno



por uno, como en un antiguo



cantar de ciegos adolorido)



 



7



 



Abierta, sí, en sus venas



de hierro y brea, Madrid:



                                         supervivientes



en pie con la sangre en las manos



corriendo para reverdecer la vida



en las exangües arterias amputadas



de sus prójimos.



 



                            Manos



rojas, manos blancas al cielo, manos



negras, furtivas, sajando fríamente



de arriba abajo la ciudad. Manos



yertas, deshabitadas, de las víctimas



despidiéndose sobre los andenes



con un pañuelo blanco



entre los dientes:



                            ¡Adiós!



 



                                                 Lava



y lágrimas a un tiempo en las cuádrigas



que corrían a Madrid tan pronto, tan temprano,



para estrenar la luz, capituladas ahora



por enrojecidos presagios ya cumplidos: fúnebres



relojes de estación –Atocha, Santa Eulalia,



El Pozo- con las manecillas asustadas



en rápido regreso hacia la noche.



 



                                                      (Era



 un 11 de marzo, tan temprano, sin alba)



 



8



 



Hasta mi cama, en la distancia, llegó



el furor de las olas, el agrio



hedor de los oscuros vientos amarillos, el último



vestigio de los náufragos: unas cuerdas



 rotas de guitarra tecnopop, una corbata



 en blanco, y flotando en el aliento



herido de mi estancia plumas rojas



 y verdes de guacamayos sin voz, huipiles



sin cantos ni sonrisas, a punto



de ser inmortalizados en un dolmen



construido de fuego y luz, de manos



 blancas vulneradas y de vías



sólo surcadas desde entonces



 por la memoria de los que un día cualquiera



 navegaban hacia la vida.



                  ¡Va por ellos!



(Fue un 11 de marzo, tan temprano, sin alba)



 



Quintín García



Tomado del libro Decíamos ayer, en el marco del XVI Encuentro de Poetas Iberoamericanos y de una antología en homenaje a Fray Luis de León.



(Selecciona Isabel Pavón)


 

 


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