Es capital preguntarse si la fe en un Dios vivo debe incluirse entre las costumbres llamadas a desaparecer, como parecen anunciar algunos teólogos que repiten, decenios después de Nietzsche, que Dios ha muerto. O bien si nuestra fe aguantará con firmeza los embates de la incredulidad en este siglo XXI.
Siempre en Barcelona. Los escritores evangélicos que éramos entonces, hacia los años cincuenta, un puñado, nunca llegamos a los veinte, constituimos una Asociación que solía reunirse en Barcelona. El último presidente antes de disolverse la Asociación fue Rubén Gil. Fue decayendo el entusiasmo, algunos dejaron de asistir por atender otros compromisos, decían, y cada cual tomó por su camino.
Hoy, gracias a Dios, tenemos una nueva generación de escritores evangélicos. Mujeres y hombres encuadrados en iglesias de toda España.
Dice el autor de Eclesiastés que “generación va y generación viene”. Casi todos los que formábamos parte de aquella generación se han ido, ahora no se reúnen en Barcelona, sino en las misteriosas moradas eternas. Somos contados los que quedamos en esta tierra. Pero conforme al pensamiento del rey escritor, otra generación ha venido. Más culta. Mejor preparada. ¿Con más entusiasmo? ¡No se! Pero si con los modernos medios que ofrece internet para la escritura del artículo, del poema o del libro.
Uno de éstos nuevos escritores, que llega pegando fuerte es Daniel Jándula. Daniel tiene 36 años. Cuenta con formación en Artes Escénicas. En sus escritos trata el jazz, el rock, el cine, la literatura y algunas series de Televisión. En el 2009 publicó en la editorial Noufront un relato titulado “Paisajes de Marte”. Con el escritor Jordi Torrents, otra referencia de la nueva generación, escribió “Pistolas al amanecer”. Con otros dos buenos autores, José de Segovia y Curro Royo colaboró en la obra “Huellas del Cristianismo en el cine”. En 2013 salió a la luz “Lágrimas de un muerto”, del género Western, que tanto le gusta cultivar. Dice mucho a su favor el hecho de que la revista “Vulture” lo señalara como escritor revelación.
El 6 de abril del 2014 la Alianza de Escritores y Comunicadores Evangélicos celebró su sexto Encuentro en Barcelona, en el hotel Travel Lodge. Uno de los conferenciantes fue Daniel Jándula, quien disertó a lo largo de una hora sobre el mismo tema que figura en el encabezamiento de este artículo. Dos años después, la coordinadora editorial de ADECE, Asun Quintana, pidió a Jándula que ampliara y estructurara el texto de su intervención para ser publicado en un pequeño libro. Así lo hizo el autor, quien divide las 74 páginas de la obra en 18 capítulos cortos.
En el primero de los 18 Daniel escribe lo que podría ser considerado como una declaración de intenciones: “una rápida vista en diagonal, cómo funciona esa relación entre el Dios que escribe y desarrolla un plan de reconciliación, de reconstrucción, y el ser humano que, a semejanza del Creador, también participa de esa narración como criatura creativa que es”.
Jándula aclara que no habla aquí como teólogo, sino como escritor. La pluma es lengua del alma, dijo Cervantes hace 400 años. Tratando de milagros, el ensayista y crítico escocés Thomas Carlyle afirmó en el siglo XIX que el arte de escribir es la cosa más milagrosa de cuantas el hombre ha imaginado. Para Jándula, la literatura es una mirada a la vida desde una ventana, el libro.
Al tratar de Dios como Autor Daniel se ve obligado a destacar las grandes verdades en torno al Libro divino. Aunque fuese obra humana, como algunos autores quieren hacernos creer, sería el Libro más extraordinario y sublime desde que el mundo es mundo. Pero no. La Biblia es el Libro emanado del cielo, la Palabra de Dios, Dios hecho Palabra, Dios hablando al ser humano desde la creación del mundo en el Génesis hasta las profecías sobre tiempos venideros en Apocalipsis. Escribe Jándula: “las opiniones más enriquecedoras sobre la Biblia no las he hallado en los libros de teología, sino en la Biblia misma. No existe otro libro que pueda interpretarse a sí mismo, ni del modo en que la Biblia lo hace”.
“Escrito en Piedra” tiene a manera de subtítulo “Dios como autor”. “Dios habla al hombre con preguntas –dice Jándula-, lo interroga y cuestiona. Sin embargo, por cada respuesta que se nos ocurra dar, surgirán otras docenas de preguntas sin resolver, de ahí que Dios nos hable mediante un proceso, en el centro de las encrucijadas y en los instantes que menos útiles nos parecen”. Correcto. Correctísimo.
Hasta el día de hoy Dios es el gran tema humano, el tema cultural que inspira la ciencia, que cimenta la sociedad e ilumina la cultura. Dios habla hoy como hablaba en los tiempos antiguos, desde el primer versículo de la Biblia. Ni “El Capital”, ni “El manifiesto del partido comunista”, ni “El origen de las especies”, ni otras obras semejantes, que en realidad tienen un fondo religioso, han logrado acallar la voz de Dios. “Estoy lleno de plagas como Job, pero no soy tan temeroso de Dios como Él”, escribía Carlos Marx a su amigo Engels. Los que se hacen llamar ateos, al negar la existencia de Dios presuponen su esencia. Es la gran contradicción del ateísmo. “Soy ateo gracias a Dios”, solía decir el gran director de cine Luis Buñuel. Y no andaba descaminado. Si no existiera Dios el ateísmo carecería de sentido.
Jándula nos recuerda que Dios escribe en piedra: “Y no duda en emplear una amplia pluralidad de autores para un mismo mensaje esencial, para una misma revelación, que se ha hecho carne, que es fuente única del Autor que escribe en piedra”. Así lo testifica la divina Palabra: el Señor “dio a Moisés, cuando acabó de hablar con él en el monte de Sinaí, dos tablas del testimonio, tablas de piedra escritas con el dedo de Dios (Éxodo 31:18).
Es inútil querer determinar la acción divina inmediata en estas tablas de piedra. Pero la intervención especial de Dios está fuera de toda duda.
Pasando de la exposición a la acción, Jándula presenta un desafío a todos los que practicamos la fe del Crucificado. Escribe: “es necesario volver a introducir en nuestras vidas y en nuestro siglo el escándalo del Evangelio”. Cierto. El mundo que nace está comprometido bajo los escombros del mundo que fenece. Es capital preguntarse si la fe en un Dios vivo debe incluirse entre las costumbres llamadas a desaparecer, como parecen anunciar algunos teólogos que repiten, decenios después de Nietzsche, que Dios ha muerto. O bien si nuestra fe aguantará con firmeza los embates de la incredulidad en este siglo XXI.
Así lo expone el autor en la última página de “Escrito en piedra”: “la salvación, la reconciliación, está a dos escasos centímetros, como nos muestra la Capilla Sixtina, pero es preciso estirar el dedo”.
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