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Giorgio Tourn
 

Juan Calvino, el reformador de Ginebra; de Giorgio Tourn

Primavera de 1521. El cambio de los tiempos modernos estaba revolucionando la Europa medieval. Un nuevo continente había sido transformado bajo el impulso del humanismo. Un fragmento de "Juan Calvino, el reformador de Ginebra", de Giorgio Tourn (Clie, 2016).

FRAGMENTOS 03 DE FEBRERO DE 2017 09:49 h
Giorgio Tourn.

Un fragmento de "Juan Calvino, el reformador de Ginebra", de Giorgio Tourn (Clie, 2016). Puede saber más sobre el libro aquí.



 



CAPÍTULO I - Juventud



A la sombra de la catedral



Primavera de 1521. El cambio de los tiempos modernos estaba revolucionando la Europa medieval. Un nuevo continente había sido transformado bajo el impulso del humanismo. A un ritmo frenético, las innovaciones se sucedían en las artes y en las ciencias. En Noyon, en Picardía, sin embargo, la vida continuaba desarrollándose muy tradicionalmente a la sombra de la catedral, el gran edificio que dominaba la ciudad y que recordaba, a todos, la plaza preponderante de la Iglesia en la sociedad.



El notario y el responsable fiscal del capítulo de la catedral era el abogado Cauvin. Gracias a sus relaciones con los medios eclesiásticos obtuvo un beneficio que le permitió a su hijo, Juan, proseguir sus estudios. Eso sucedió el 19 de mayo de 1521. Que un “beneficio”, es decir, los ingresos económicos de una capilla (rendimiento de la propiedad, misas, ofrendas), fuera atribuido a un laico, además adolescente, no planteaba ningún problema. En ese momento, ¿Felipe de Saboya no se había convertido en obispo de Ginebra a los 7 años? Esta práctica tradicional de la venta de los beneficios, de las cargas eclesiásticas, de las indulgencias, provocó reacciones en toda Europa. Cuatro años antes, en 1517, el monje Martín Lutero había expresado en sus 95 tesis una protesta que se expandía rápidamente e, incluso, el hecho de que había sido excomulgado en 1521 no había puesto fin al movimiento. Al contrario, la publicación de textos polémicos como La cautividad babilónica de la Iglesia y A la nobleza alemana comenzaron a desencadenar un debate ardiente en la opinión pública europea. A los 12 años, el joven Calvino ignoraba probablemente todo esto y su única preocupación era estudiar latín en la pequeña escuela de Noyon.



Si es verdad que el hombre adulto es el fruto de su infancia, hay que echarle un vistazo rápido al medio en el que creció Juan Calvino. Su familia es de origen modesto, pero ha adquirido una abundancia relativa a fuerza de celo y de trabajo; es, pues, un medio burgués, en el sentido moderno, donde el trabajo se combina con el estudio y tiene como objetivo la realización de si y de un proyecto de vida. Contrariamente a la mayoría de los reformadores, nuestro hombre no es de origen campesino. No conoce directamente las condiciones miserables en las que vive la mayoría de la población; pero crece en un entorno urbano; es un hijo de la burguesía, la clase media que está subiendo.



 



Portada del libro.

La casa del abogado Cauvin y de sus hijos —tres chicos y dos chicas (sólo se tienen huellas de Juan y Antonio, que lo seguirá hasta Ginebra)— fue, sin embargo, muy pronto privada de la presencia de la madre, bella y piadosa mujer de buena familia, quien murió cuando Juan no tenía más que seis años. ¿Esta ausencia pudo haber dejado algunas huellas en una personalidad tan compleja como la de nuestro hombre? Es muy probable que este luto haya acentuado el aspecto melancólico y sensible de su carácter. La imagen que se ofrece regularmente de él —con adjetivos tales como “oscuro”, “negro”, “triste”, sin hablar naturalmente, de “despótico” o de “tiránico”— es, sin embargo, el fruto de una polémica tradicional, y puede referirse únicamente al hombre envejecido prematuramente, a causa de sus enfermedades y de sus combates.



Porque, incluso si es poco explicativo y, sobre todo, un apasionado de los libros, Juan fue un niño como los otros, que cuenta también entre sus compañeros de estudios a los hijos de una familia prominente de Noyon, los Hangest, con quienes frecuenta su casa con regularidad. El hecho merece ser señalado porque nosotros salimos, así, del medio de la burguesía urbana para entrar en el medio de la antigua nobleza francesa: Louis de Hangest-Montmort, hermano del Obispo de Noyon, había sido escudero de Ana de Bretaña.



¿Qué huellas dejó ésta relación en él? Sin querer lanzarse en deducciones demasiado apresuradas, se puede preguntar si no es de este medio noble que le viene por casualidad el estilo, ligeramente aristocrático, que caracteriza su comportamiento y le permitirá dirigirse sin complejos, pero tampoco sin arrogancia, a los reyes de Francia y de Inglaterra, a un noble húngaro o a un cardenal. El abogado Cauvin tiene naturalmente grandes proyectos para este hijo y, una vez la educación primaria terminada, lo envía a París con un tío para que frecuente los mejores establecimientos de la capital.



El París que descubrió Juan es un mundo en plena transformación; la Catedral de Nuestra Señora ya no era el único emblema de la ciudad: Entre Meaux y la Sorbona 13 al lado de ella se erigieron viviendas principescas, palacios reales, librerías donde se encuentran las últimas novedades bibliográficas y culturales. Era un mundo donde se afirmaba la cultura humanista de influencia italiana y sobre el que reinaba Francisco I, joven soberano moderno a quien le gustaba jugar al gran señor del Renacimiento, rodeado de una corte de artistas y de letrados.



Calvino frecuentó, en primer término, el colegio de la Marcha, donde tuvo un excelente maestro de latín, Mathurin Cordier, quien lo alcanzaría en Ginebra después de haberse convertido al luteranismo. El joven estudiante pasó enseguida a uno de los más célebres colegios de la capital, el Montaigu, edificio sombrío donde se preparó para el sacerdocio en un ambiente de mortificación: despertar al amanecer, alimentación rara, recurso a los golpes a la mínima infracción.



Aquí estudiaron los principales personajes del siglo: Erasmo, que se llevaría sólo el recuerdo de los piojos y las escrófulas; Rabelais e Ignacio de Loyola, que juraron ya nunca más volver a poner los pies. Sin embargo, Calvino no conservó un recuerdo tan negativo de su estancia en París: si éste ciertamente no mejoró su salud (migrañas y males del hígado harán de su vida un sufrimiento continuo), esos años sentaron las bases de su formación cultural, familiarizándolo con el latín y enseñándole el arte del debate. Sus profesores no pudieron más que tener grandes esperanzas en un estudiante tan aplicado y serio, y esperaban verlo abrazar el camino eclesiástico. Pero no fue así. Tal vez a causa de una pelea con el Capítulo de Noyon, de la cual se desconocen los motivos; o puede ser por cálculo económico que el Maestro Cauvin eligió para su hijo el Derecho, y éste obedeció sin discutir: para Calvino, lo esencial era poder estudiar en paz. Él sería, pues, abogado, como lo quiso su padre, al mismo tiempo que seguía siendo un buen católico.



 



Entre Meaux y la Sorbona



Mientras Calvino seguía diligentemente sus estudios, el mundo religioso francés era agitado por fuertes tensiones. En una sociedad todavía muy marcada por la Iglesia, el clima de la novedad no puede extenderse tampoco al aspecto religioso de la existencia. Desde hace tiempo, el país ve emerger un movimiento reformista de tipo evangélico, el que —a pesar de que sigue atado a la tradición católica— se esforzó por eliminar los elementos dudosos. Inspirado por la obra de Erasmo de Rotterdam (del que Lutero y Zwinglio habían utilizado el Nuevo Testamento griego para sus traducciones alemanas) y de su discípulo, Lefèvre d’Etaples (otro biblista célebre por haber traducido el Nuevo Testamento al francés), este movimiento preconizaba la purificación de la fe cristiana a través del regreso a las fuentes bíblicas.



Más mística que teóloga, Margarita de Navarra, hermana del soberano, presentaba una religiosidad diferente. Alrededor de ella y de su corte se constituyó un círculo reformista donde aparecen personalidades importantes: el mismo Lefèvre, Gérard Roussel, predicador de talento, y el poeta Clemente Marot, sospechoso de afinidades con el luteranismo. El epicentro de este reformismo evangélico francés fue la diócesis de Meaux, pequeña ciudad de los alrededores de la capital. El piadoso Guillaume Briçonnet, erudito enviado como obispo, encuentra una situación de ignorancia deplorable y se ocupa en remediarla limitando el culto de las reliquias y el comercio de las indulgencias, imponiendo al clero cursos de doctrina; pero, sobre todo, programando varias series de predicaciones sobre la Santa Escritura.



La diócesis de Meaux se convirtió así en el laboratorio de una reforma moderada del catolicismo, en la que trabajaron Lefèvre y un equipo de predicadores, entre los cuales estaba Guillermo Farel, del que hablaremos más tarde. En un campo que podría considerarse estrictamente cultural, pero que tiene fuertes incidencias sobre lo religioso, Francisco I funda en 1530 el Real Colegio de los Lectores Reales —el futuro Colegio de Francia—. A pesar de que aún no contaba con propia sede, prestigiosos profesores comenzaron sus cursos: Pierre Danès enseñaba griego, y Vatable, hebreo.



Todos estos hombres, profundamente creyentes, ponían la ciencia y la teología al servicio del pueblo cristiano, convencidos de que el estudio de las Escrituras y la difusión de la cultura sólo podían sostener la fe y remediar la ignorancia y la corrupción, situaciones demasiado frecuentes en las instituciones eclesiásticas. Aquellos que creían que estas experiencias de reforma, sentida por los sacerdotes, los laicos, los eruditos y los burgueses, también eran sostenidas por las autoridades eclesiásticas, son decepcionados: la reacción es el pánico, la rigidez y toda proposición de reforma es rechazada.



La Universidad de la Sorbona condenaba sin apelación no solamente El espejo del alma pecadora, de Margarita, sino también la enseñanza de las lenguas bíblicas dada por los lectores reales. ¡La tesis según la cual había que conocer el griego y el hebreo para comprender mejor las Santas Escrituras fue juzgada como herética! Más grave aún: Briconnet fue obligado a retirar sus reformas y Lefèvre a retomar su vagancia a través de Francia. ¿Qué sabía Calvino de todo esto? —el asunto de Meaux, la condenación a la hoguera de Juan Valliere, franciscano acusado de blasfemia, el auto de fe de las obras de Lutero incautadas en las librerías, una estatua de la Virgen decapitada por desconocidos, que da lugar a una semana de penitencia ritual, y desata la caza al luterano?—.



No puede haber ignorado todo esto por completo: eran los acontecimientos del día, los temas de todas las conversaciones de París, incluso si estaban lejos de sus preocupaciones de estudiante. Lo que no sabe es si estos eventos estaban marcando el comienzo de una larga historia de martirio y de persecución a la que estaría ligado más tarde, lo quisiera o no.


 

 


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