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Jordi Torrents
 

Acoso: tortura, silencio y complicidad

No permitamos que, quizá sin darnos cuenta, nosotros mismos seamos abusadores en situaciones personales de poder, de miradas demasiado directas al diferente en la calle.

PREFERIRíA NO HACERLO AUTOR Jordi Torrents 13 DE OCTUBRE DE 2016 20:40 h

Llámenlo acoso escolar, bullying (sí, un anglicismo, que nadie se asuste), hostigamiento o maltrato. Y sí, puede ser por acción o por omisión. Individual o grupal. Y sí, puede basarse en palizas, en ataques físicos, pero también en verbales, en emocionales, en psicológicos o incluso a través de las redes sociales. En el aula. En el patio. En la calle. En whatsapp. En la mente. En el alma. Da igual. Todo da igual.



Usen las palabras que quieran, denle la forma que les dé la gana, pero la mejor definición que nunca he encontrado ante esta eugenesia social, silenciosa y silenciada, es la del filósofo José Sanmartín, que habla de una “tortura, metódica y sistemática, en la que el agresor sume a la víctima, a menudo con el silencio, la indiferencia o la complicidad de otros compañeros”.



Cuando servidor de ustedes estaba en octavo de EGB ─concepto ya viejuno sobre el fin de la Primaria a los 14 años─, presencié un acoso y derribo reiterado por parte de un grupúsculo de chicos de mi clase ─los que, curiosamente, “triunfaban” en la horrenda clase de educación física─ a un chaval.



Era un chico menudo, con gafas algo aparatosas, andar inseguro, movimiento nervioso y amistades nulas. Nadie se atrevía a ser su amigo, supongo e interpreto tres décadas más tarde, por miedo a las malas miradas de los tres matones cobardes.



Un día, un profesor repartió exámenes con esa cruel y poco pedagógica costumbre de ir cantando la nota en voz alta como si de un niño de San Ildefonso se tratara. Un exhibicionismo obsceno que, vuelvo a lo de las tres décadas, formaba parte de la “complicidad” de la que habla Sanmartín. Llegó el turno del chico, y el profesor se limitó a cantar su apellido y, tras una innecesaria pausa dramática, decir “cero”. Algunas risas, puros puñales.



Cuando el profesor salió del aula, esos tres desgraciados rodearon al chico, le tiraron las gafas al suelo y, con él sentado en su pupitre y con la cabeza escondida entre las manos, empezaron a darle collejas bien aderezadas con comentarios humillantes. Y yo, fui cómplice con mi silencio, con el alivio de saber que esos ataques se centraban y cebaban en una víctima.



 





Esos tres cobardes lideraban una dictadura del miedo, una dictadura de la minoría y hasta generaban una extraña sensación en los demás a medio camino entre el odio y la admiración. Cuando cesaron en su tortura, el chico siguió en la misma posición durante varios minutos. Nadie se acercó a él. Yo no me acerqué a él. Cobardes. Todos. Cómplices. Todos. Derrotados. Todos. Durante años.



Ningún padre, maestro o compañero reprochó unas actitudes que acabaron formando parte del paisaje, de la normalidad: hacer cola en la papelera para sacar punta y aprovechar para charlar; pegarle mordisco al bocata escondido en el cajón del pupitre cuando el profe no miraba; el olor a mandarina; pintar monigotes y logos de grupos heavy en los bordes de las páginas de la agenda; salir en estampida al patio cuando sonaba el timbre del recreo, y soltarle una colleja o insultar al chico en cuestión. Tradiciones.



Nunca supe más de él. Incluso, con la irrupción de las redes sociales, he buscado su nombre en varias ocasiones, ni que sea para calmar los remordimientos de conciencia surgidos de esa omisión, de ese silencio, como queriendo corroborar que la ha ido bien en la vida, que recuperó su autoestima. Pero nada. No existe en Facebook, ni en Google, ni en Linkedin. No existía entonces y no lo hace ahora. El vacío digital que, admítanlo, también inquieta.



Sí me topé en las redes, en cambio, con uno de los agresores, con uno de los cobardes, con un impecable saltador de plinton, potro y caballo ─otros aparatos de tortura de mi infancia, por cierto, en el que te jugabas la vida, la dignidad y hasta tu futura fertilidad─, con un tipo larguirucho que, a pequeña escala, vertía parte de sus dotes acosadoras contra mi cada vez que me llamaba “patoso” por no calcular bien mi forma de bajar por las escaleras o por tropezar con puertas, pupitres o farolas (algo que me sigue pasando, por cierto).



No reaccioné al ver su rostro cuarentón, pero su mirada era la misma. Desafiante. No le dije nada, pero fue chocante observar su pasión actual por movimientos de liberación animal y la ecología. Estuve tentado, ratón y distancia en mano, de escribirle algo, de recordarle sus modos de bravucón, sus andares de superioridad y sus miradas que implicaban desprecio, de ironizar sobre sus aficiones actuales. “No paguéis a nadie mal por mal”, se nos recuerda en el libro de Romanos, y me limité a ignorar ese desagradable reencuentro.



 



¿Cómo podemos, entonces actuar? Denunciemos, sí. Eduquemos, incluyamos en las aulas el respeto, aunque suene obvio, a la diferencia. Y entendamos esa diferencia, normalicémosla. Y hasta pongámonos en la piel del abusador (del activo, me refiero, los demás son, somos, cómplices): el abusador puede proyectar sus propias debilidades o hasta reproducir modelos de abuso vividos en su casa.



Sí, en su casa. Pura imitación, puro descontrol que canaliza hacia otros las propias miserias. Un acosador, aunque lo parezca, no es fuerte, es el eslabón más débil, el que más necesita reforzar angustias, miedos e inseguridades. Entendámoslo, pero no permitamos que actúe. Y no permitamos que, quizá sin darnos cuenta, nosotros mismos seamos abusadores en situaciones personales de poder, de miradas demasiado directas al diferente en la calle.



Cuando hablo de diferentes, no me refiero únicamente a aquellos casos, por ejemplos, de personas con una discapacidad física, psíquica o sensorial. O sea, y disculpen el vocabulario (sacado de testimonios reales de abusadores y abusados), no hablo sólo del tonto o el tarado. Hablo del patoso, del gordo, del empollón, del negrata, del moro, del marica, del cuatro ojos, del enano. Ser depredador de otro ser humano puede formar parte del monstruo que (no lo duden) todos llevamos dentro, como le paso a Caín cuando mató a su hermano.



Una iniciativa contra esta clase de abusos recibe el nombre de proyecto KiVa, acrónimo de dos palabras finlandesas que significa “contra el acoso escolar”, un buen ejemplo de efectividad que ya se usa en muchas escuelas de Europa. En Finlandia, por ejemplo, participaron 234 centros escolares (con 30.000 alumnos) y, en sólo un año, el número de niños acosados se redujo más de un 40%.



¿En qué consiste? En cambiar el foco de atención. Disculpen la comparación, pero me parece pertinente: ¿Cómo ha conseguido Suecia que casi desaparezca la esclavitud sexual en el país? No centrando la atención en las prostitutas. Ni siquiera en los mafiosos que las explotan. ¿En quién, entonces? En los clientes, multando directamente al verdadero generador del problema.



En el caso del acoso, el programa KiVa hace algo parecido: no se centra ni en la víctima ni en el agresor, y se fija más en los testigos. No se trata de presionar al acosado para que cambie su carácter y sea, por ejemplo, más extrovertido. No sería justo. Ni siquiera de presionar al acosador, buscando cuáles son los motivos que lo llevan a actuar.



Hablamos de influir en el entorno, en los testigos que pueden acabar siendo cómplices silenciosos. Si no participan en el acoso, acaba cambiando la actitud del acosador. Y eso, pasa por cerrar el foco, por generar empatía entre todos los miembros de un grupo y, claro, por denunciar. ¿Cómo? KiVa crea un equipo de tres adultos en cada escuela que se activa cada vez que recibe una denuncia en un buzón virtual que pueden usar tanto las víctimas como los testigos. Y resulta que funciona. Y resulta que los “valientes”, cuando se quedan solos, resultan ser los más cobardes. Y resulta que el gordo, el patoso, el moro o el marica en realidad es Pablo, Ana, Hugo o Moha. Y resulta.


 

 


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