Amador no estuvo de ninguna manera solo al consagrarse a su tarea como agitador ideológico desde su trinchera editorial, política y religiosa. En cada vertiente supo imprimir un tono libertario a sus actividades
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El acercamiento a la figura de Juan [Lozano] Amador, uno de los iniciadores impensados de la presencia de lo que sería el protestantismo en México obedeció, en primer lugar, a la indignación producida por las instancias oficiales de una de las alas del presbiterianismo que, en el afán de celebrar un aniversario de sus “inicios formales”, ignoró su nombre y su labor para sustituirla, como varias veces ha sucedido, con los nombres de misioneros estadunidenses.
Eso sucedió en 2012 y fue un eslabón más en la ya larga cadena de menosprecio con que se han visto los orígenes endógenos de la heterodoxia cristiana en el país. Incluso las menciones de otros precursores como Melinda Rankin y Arcadio Morales, por sólo citar dos nombres, no han estado exentas de una falta de contextualización que no hace la más mínima justicia a sus esfuerzos pioneros, sobre todo por la falta de rigor de los “historiadores oficiales” quienes no van más allá de las hagiografías, en abierta contradicción con el espíritu no católico-romano de sus biografiados.
Los libros conmemorativos han llegado al extremo de referirse a Juan Amador con los datos de otra persona, minusvalorando su importancia en los procesos endógenos de la diversificación religiosa del México decimonónico.
En segundo lugar, la influencia del profesor Jean-Pierre Bastian, quien desde los años 80 del siglo pasado desafió a varios de sus estudiantes con la tarea de elaborar biografías críticas y bien documentadas de los “paladines” (palabra ciertamente en desuso, pero que describe muy bien los ímpetus de la época) del protestantismo mexicano.
Bastian puso la muestra con un trabajo que se volvió clásico, prácticamente de manera inmediata, acerca de José Rumbia Guzmán (1865-1913), un intelectual rural popular ligado al metodismo en Tlaxcala, entidad de la que fue gobernador y en cuyo palacio municipal cayó asesinado en 1913. A semejante ejemplo de investigación histórica le había precedido la semblanza de Moisés Sáenz, otro referente del protestantismo mexicano del siglo XX, junto a personajes que también esperan investigaciones serias sobre ellos, como Hesiquio Forcada, entre varios.
Todavía recientemente, Bastian, empeñado como sigue en rescatar a todo ese conglomerado de los olvidados “caudillos culturales” de la Revolución Mexicana (en una réplica persistente de autores como Enrique Krauze, para quienes sólo los grandes nombres merecen un nicho histórico) llamó la atención hacia la filiación protestante de Miguel Ángel Peralta, militar asesinado en la infausta matanza de Huitzilac, al lado del general Francisco Serrano (1927).
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Sin la intención de reconstruir un periplo vital tan azaroso, algo que inevitablemente obliga, según insiste Bastian en el prólogo, a desmenuzar las influencias ideológicas en Amador, sus afinidades liberales quedan bien claras, especialmente después de leer el elogioso obituario de José Martí. Las redes de asociaciones políticas anticlericales que atravesaron el país, antes y después de la promulgación de la Constitución de 1857, promovieron el surgimiento y la consolidación de líderes sociales y religiosos que, como Amador, se volverían “intelectuales rabiosos” (en palabras de Bastian) al servicio de la modernización del país.
Los focos liberales crecerían a tal grado que, durante el Porfiriato, no dudaron en aliarse a grupos protestantes, anarquistas y espiritistas, dado que se ubicaron decididamente en la oposición a ese régimen que cambió su herencia liberal por un trato preferencial hacia el catolicismo mediante un claro proceso de derechización.
Amador no estuvo de ninguna manera solo al consagrarse a su tarea como agitador ideológico desde su trinchera editorial, política y religiosa. En cada vertiente supo imprimir un tono libertario a sus actividades: La Antorcha Evangélica se volvió el modelo para todas las revistas confesionales que vendrían más tarde (tal como lo consignan varias publicaciones especializadas de la UNAM); su discurso en alabanza de la Constitución (recuperado gracias a un acervo de panfletos latinoamericanos de la Universidad de Harvard) lo muestra cono alguien conectado de primera mano con las vanguardias liberales; y su contribución al inicio de la “obra presbiteriana” (documentada en ) sintonizó nítidamente con los impulsos misioneros posteriores.
Podría agregarse también que fue un "teólogo laico”, presto a debatir con obispos y sacerdotes, además de un buen traductor de obras polémicas que le interesaban, como sucedió con ¿Por qué la iglesia romana no es ya la iglesia católica?, del abate C. Michaud (1876), acerca de cuya existencia nos enteramos después de la publicación de este volumen.
Por donde quiera que se le vea, Amador concentró en su persona los ideales protestantes de la participación eclesial y de la lucha por el cambio social, pues encarnó la praxis de las “sociedades de ideas”, al menos 15 años antes del arribo de misioneros “informales” como el siempre recordado Julio Mallet Prevost, médico transterrado desde la invasión de 1847, para no hablar de los enviados por las agencias estadunidenses a partir de la fecha que se ha considerado como oficial incluso hasta estos tiempos (1872).
La coincidencia de proyectos religiosos y liberales formó toda una tradición comunitaria que se manifiesta en que, por ejemplo, cada vez que la Iglesia Nacional Presbiteriana de México celebra algún aniversario importante, sus contingentes acuden en peregrinación hasta Villa de Cos para rendir tributo a un pasado que, sin comprenderse bien, se intuye que posee todavía alguna relevancia para dicha denominación evangélica. Así sucedió en 1972, en 1981 y en otras oportunidades. Asimismo, se recuerda que el Presbiterio de Zacatecas fue el primero en organizarse en todo el país, en mayo de 1883.
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El Pacto, confesión de fe y constitución religiosa de la congregación evangélica de Villa de Cos (1872, aunque fechada desde dos años antes) representa un hallazgo notable que da testimonio de la labor eclesiástica de Amador y de su familia. La recuperación de ese documento fue posible gracias a los oficios de Hugo Daniel Sánchez Espinosa, quien en La influencia calvinista en México. El protestantismo presbiteriano en el norte del país, formas de propagación y subsistencia, 1872-1888, tesis de licenciatura en Historia (UNAM, 2010), cita varias veces dicho documento, pues obtuvo una copia en San Pedro de las Colonias, Coahuila, como resultado de las entrevistas que incluyó en su investigación.
Como parte de la nueva generación de historiadores/as del protestantismo mexicano, Sánchez Espinosa dio un gran paso en la superación de los esquemas trillados por la historiografía tradicional y se sumó al conjunto de estudiosos que está renovando gracias al acceso a las fuentes directas e inéditas, como sucede con esta confesión y constitución, primera en su tipo en lo que serían más tarde las comunidades presbiterianas.
Finalmente, Juan Amador daría inicio a toda una dinastía marcada por la filiación protestante, muy viva en la persona de su hijo Elías, quizá el mayor historiador zacatecano del siglo XIX, y quien es calificado en este libro como el primer intelectual protestante mexicano, y menos presente en su nieto Juan Elías, militante maderista y diplomático al servicio de los gobiernos posrevolucionarios.
Hasta allí llegó la huella de una vida dedicada al servicio del cambio profundo de la sociedad mexicana, por lo que su carácter de pionero merece darse a conocer en el medio geográfico donde se desarrolló y más allá del mismo. Es de celebrar que, en esta ocasión, nos encontremos en un lugar tan significativo para las minorías religiosas que, durante un tiempo, lo ocuparon como sede de sus actividades litúrgicas. También es de agradecer el interés mostrado por las instancias universitarias aquí representadas y que honran con su presencia el trabajo realizado.
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