La relectura de las Escrituras fue un ejercicio habitual en las primeras comunidades eclesiales. El propio Jesús insta a los discípulos a que vuelvan la mirada a las Escrituras, hagan una nueva lectura y entiendan su contenido.
Este es un fragmento de "Redescubrir la Palabra", de Máximo García (2016, Clie). Puede saber más sobre el libro aquí.
A MODO DE INTRODUCCIÓN
1. El porqué y el para qué
Desde los remotos tiempos en los que di mis primeros pasos en el seno de la Iglesia bautista, a la que me incorporé cuando aún no había cumplido los 17 años y en la que fui iniciado en la lectura de la Biblia, he vivido la experiencia personal y ajena de tener que dejar sin respuestas muchas preguntas que fueron surgiendo en la medida en la que iba encontrándome con pasajes bíblicos que no solo escapan al entendimiento de cualquier lector, sino que dejan en él un cierto residuo de decepción al no saber cómo descifrar su contenido y sus aparentes contradicciones.
Esta sensación se produce de forma especial en lo que al Antiguo Testamento se refiere, con frecuencia en abierta contradicción con el núcleo central del Evangelio y de la enseñanza de Jesús. Mientras los Evangelios muestran la imagen de un Dios de amor universal, que no hace acepción de personas y defiende valores como la dignidad de todos los seres humanos y su igualdad en derechos, el Antiguo Testamento muestra con frecuencia la idea de Dios como la de un dios iracundo, vengativo y tribal, fruto de la visión parcial y distorsionada de un pueblo, el hebreo, que, habiendo sido escogido para ser un medio de bendición a otros pueblos, confunde su destino y se erige en receptor único y excluyente de las bendiciones de Dios, apropiándoselas, considerando erróneamente que se trata de un patrimonio nacional exclusivo.
Algo debía estar fallando si la lectura de un texto considerado sagrado era capaz de producir en el lector sensaciones semejantes. La primera fase de mi formación teológica no logró resolver suficientemente el problema planteado, ya que la enseñanza recibida giraba en torno a mantener una lectura literal del texto bíblico, considerado en su totalidad en idéntico nivel de veracidad. Un proceso formativo que incluía un aprendizaje memorístico del texto, percibido como palabra emanada de Dios; y si tal era, la primera deducción extraída era que esas posibles contradicciones que se desprendían de su lectura no podían atribuirse al origen y contenido del texto ni, por supuesto, a Dios, sino a la incapacidad humana para una comprensión correcta.
Entra en juego, de esta forma, un elemento necesario para poder avanzar en su conocimiento: la sospecha. La sospecha, no como un sentimiento reprobable de desconfianza hacia los demás, sino como una preocupación creativa que busca respuestas convincentes a situaciones confusas.
Hube de descubrir más tarde que esa manera literal y acrítica de entender la Biblia era coincidente, aunque no lo fuera de forma explícita, con el concepto que sobre su texto sagrado tienen los musulmanes, proclamando que el Corán es un libro dictado directamente por Alá a Mahoma a través del ángel Gabriel. Un dogma que, aunque en el sentimiento de muchos creyentes cristianos es asumido inconscientemente mientras que los musulmanes lo hacen de forma consciente, no se corresponde con las enseñanzas de la tradición cristiana.
Obviamente la Biblia no es un conjunto de libros dictados por Dios, libros que no solo han sido traducidos a multitud de idiomas desde otras lenguas muertas (hebreo, arameo, griego antiguo), con todas las dificultades que ello entraña, sino que ninguna institución cristiana acreditada enseña que el origen de la Biblia se haya producido por ese conducto; por el contrario, se trata de un conjunto de libros que se centran en la historia de un pueblo y las vivencias y anécdotas experimentadas por sus gentes, mediatizadas por la interpretación de los narradores. Enseñanzas de personas que cuentan, en el mejor de los casos, lo que ellas mismas consideran que es el mensaje y la voluntad divinos, como es el caso de los profetas, por lo que suelen recurrir a una fórmula narrativa: «así dice Yavé», con la que pretenden investir de autoridad sus palabras. Un conjunto de textos muy diversos que son tomados posteriormente como «libros inspirados», un término en sí mismo de muy controvertida interpretación que ha devenido en denominar al conjunto de libros incluidos en el Canon como Palabra de Dios.
Llegados a este punto, entramos en una segunda fase de estudios teológicos y descubrimos el concepto relectura. Una nueva etapa de aprendizaje en la que lo primero que se requiere es desaprender muchas de las ideas erróneamente incorporadas al subconsciente, tanto individual como colectivo, a fin de poder leer la Biblia desde una perspectiva nueva, libre de prejuicios, incorporando herramientas capaces de ayudar a descubrir el qué y el porqué de su contenido; un contenido diverso, escrito en un contexto social determinado, diferente al nuestro, y con unas claves antropológicas, sociales y religiosas propias, que es preciso conocer.
La Biblia es como esos acuíferos ocultos a varios metros bajo la superficie de la tierra que contienen una inmensa e imprescindible riqueza necesaria para sustentar la vida, pero que es preciso descubrir y sacar a flote a fin de extraer el agua del fondo en donde se encuentra almacenada, con el propósito de tener acceso al líquido elemento y aprovechar sus beneficios. Podemos transitar por encima de esos acuíferos y no ser consciente de que existen y, por esa razón, no beneficiarnos de su riqueza.
Algo semejante puede ocurrir, y ocurre con frecuencia, con la Biblia. De ahí la necesidad de realizar una relectura del texto, volver a pasar sobre su contenido para descubrir lo que hasta ese momento nos ha quedado en oculto. Seguiremos de esta forma las huellas de nuestros predecesores, los teólogos protestantes europeos de los siglos XIX y XX, a los que se ha unido una dilatada nómina de teólogos católicos del siglo XX, que se han tomado muy en serio la tarea de extraer de la Biblia, en la mayor medida posible, su riqueza.
Esta forma de aproximación a la Biblia es la seguida por escuelas teológicas muy diversas, tanto de la Antigüedad como modernas; entre otras, por poner un solo ejemplo contemporáneo, la Teología de la Liberación, surgida a raíz de la celebración del Concilio Vaticano II, que tanta incidencia ha tenido, especialmente en el ámbito latinoamericano, no solo en el seno de la Iglesia católica, sino también en el de las iglesias protestantes. Los teólogos de la liberación se plantearon la necesidad de una relectura de la Biblia, y lo hicieron «desde los pobres», es decir, tomando como punto de arranque la injusta situación de más de dos terceras partes de la humanidad que malviven en un estado de marginación, opresión y pobreza. Desde una teología sistemática clásica, de corte europeo, academicista, puede objetarse que el Evangelio es para ricos y para pobres sin distinción, que Dios no hace diferencia entre personas, que ricos debieron ser José de Arimatea, Nicodemo, el etíope ministro de Candace y algunos otros personajes a los que Jesús trató de forma distintiva, como es el caso de Zaqueo, y que, no siendo pobres, también para ellos hubo una palabra de invitación y esperanza. Pero el sentido de la «opción por los pobres» es claro y contundente: en un mundo de injusticia distributiva, de marginación de los más necesitados, de opresión de los desheredados de la tierra por unas élites depredadoras, la Iglesia de Jesucristo opta preferentemente por los pobres y, en consecuencia, lee la Biblia desde la perspectiva de los excluidos de la sociedad, colocándolos en el primer plano de interés y atención. El mensaje de Jesús es claro: si un rico vive a costa de los pobres, si su riqueza es fruto de la explotación, que se olvide de entrar en el reino de Dios (cfr. Marcos 10:24); por eso plantea una disyuntiva radical: o con Dios o con el dinero (cfr. Lucas 16:13, Mateo 6:24).
En la misma Biblia encontramos diferentes relecturas de los hechos que narra, como ocurre con el relato de la creación, procedente de dos fuentes principales distintas escritas en épocas diferentes (cfr. Génesis 1:1–2:3 y Génesis 2:4-25), así como otras referencias bíblicas sobre el mismo tema, igualmente canónicas. O con el libro del Éxodo, en el que se entremezclan cuatro tradiciones correspondientes a cuatro fuentes diferentes; y así ocurre con otros relatos del Antiguo Testamento en los que encontramos discrepancias notables según sea el libro o pasaje en el que se hayan registrado.
A un lector cuidadoso de la Biblia no pueden pasarle desapercibidos los duplicados y fisuras, los cortes e interrupciones diferentes en la conexión de unos textos con otros, así como las repeticiones que se dan de un mismo acontecimiento; a veces variaciones en los datos, la ubicación geográfica o el desarrollo de la historia narrada.
Para no hacer la referencia excesivamente prolija, nos centramos en un solo ejemplo, recordando que la principal alusión que podemos hacer a relectura en la propia Biblia está contenida en los cuatro Evangelios canónicos, por no hacer mención de los apócrifos. Partiendo de unos mismos hechos, no solo nos encontramos con datos diversos entre una y otra crónica evangélica, sino que observamos énfasis muy dispares, especialmente en el Evangelio que muestra una teología más elaborada, por haber sido escrito mucho más tarde, como es el atribuido a Juan. En realidad, cada uno de los Evangelios tiene su propia concepción teológica, no solo en su estructura, sino en su objetivo y énfasis, incluso en la selección de los acontecimientos que narran.
Añadamos a esto el hecho evidente de que no todos leemos la Biblia de igual forma. Un niño la leerá desde un punto de vista diferente a como lo hace un adulto y un intelectual lo hará de manera distinta a un lector escasamente letrado; la lectura bíblica que hace la burguesía no se parece en nada a la que hace la clase trabajadora; la lectura que hacen los ricos es previsible que discrepe de la que hacen los pobres. Las primeras comunidades cristianas, por su parte, tuvieron que hacer frente a una relectura de las Escrituras de los judíos que no eran coincidentes con las que hacían los rabinos y los fariseos. Pablo instruye a los corintios en torno a la misión central de Jesús, quien «murió por nuestros pecados, como lo anunciaban las Escrituras» (1ª Corintios 15:3), haciendo una relectura de Isaías 53:5-12, cosa que, por supuesto, ningún rabino judío estaría dispuesto a avalar. O la reflexión que se hace en Juan 12:16, «Estas cosas no las entendieron sus discípulos al principio; pero cuando Jesús fue glorificado, entonces se acordaron de que estas cosas estaban escritas acerca de Él, y de que se las habían hecho», que muestra el nivel de comprensión tan escaso en el que se movían los apóstoles hasta que sus ojos fueron iluminados por el Espíritu Santo y encontraron una aplicación espiritual a los relatos de los libros sagrados.
La relectura de las Escrituras fue un ejercicio habitual en las primeras comunidades eclesiales. El propio Jesús insta a los discípulos, ante su asombro y falta de fe con ocasión de la resurrección, a que vuelvan la mirada a las Escrituras, hagan una nueva lectura y entiendan su contenido, aplicándolo a su propia persona: «Entonces Jesús les dijo: ¡Oh, insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho!» (Lucas 24:25). Es evidente que ningún judío había hecho una lectura semejante de los textos a los que Jesús alude, ni en ellos se hace una mención expresa de Jesús.
También nosotros estamos invitados a interpretar los relatos del antiguo pacto a la luz de la fe en Jesucristo, al igual que los profetas hicieron una lectura del Éxodo en función de su convencimiento de ser pueblo de Dios, lo cual nos obliga a releer y reinterpretar el texto de forma diferente a como pudieron hacerlo los jueces y los profetas de Israel, pero coincidiendo con ellos en buscar en la Biblia la Palabra de Dios. No se trata de añadir o suprimir, sino de entender el contenido a partir de una perspectiva más amplia, de una revelación más completa.
Si no le damos a la Biblia ese sentido dinámico, actual, puede convertirse en un objeto arqueológico, abstracto, rígido, cuyo mejor destino será ser colocado en una vitrina de museo; privar a la lectura bíblica de ese sentido dinámico, provocará el biblicismo o, aún más, la bibliolatría auspiciada por los movimientos fundamentalistas. A Dios y su palabra hay que encontrarlos en nuestra realidad histórica actual conducidos, eso sí, por la revelación que Dios ha puesto a nuestro alcance.
La propia Biblia, y en particular el Nuevo Testamento, es un ejemplo de lo que estamos diciendo. Mateo y Lucas utilizan libremente el material de Marcos que, junto al Documento Q (1) podemos considerar como el texto narrativo original, el más antiguo salvo algunas de las epístolas atribuidas a Pablo.
Todos esos documentos siguen una pauta idéntica a la que apuntamos; hacen uso de textos del Antiguo Testamento buscando en ellos una aplicación contextualizada, como era práctica habitual entre los exegetas judíos. En el proceso de revelación que va dando forma a la Iglesia primitiva, no hay ni rastro de biblicismo; es la propia Iglesia la que va asumiendo el contenido del texto y confiriéndole autoridad sin que, hasta fechas muy tardías, se establezcan definiciones de autoridad exclusiva, cual es el caso de la Reforma. Pero aún desde posturas marcadamente protestantes, no debería perderse de vista que la Iglesia cristiana, con sus luces y sombras, tenía ya en época de la Reforma más de quince siglos de existencia y una dilatada historia en lo que a relación Biblia-Iglesia se refiere y el papel que en esa relación juega la tradición. Si algo puede afirmarse es que, como ya apuntaba el teólogo Edward Schillebeecks, «el biblicismo no es bíblico».
Releer la Biblia es, además, tomar en consideración los aportes que brindan los avances científicos que nos ayudan a despojar al texto de las adherencias contaminantes que han ido incorporándose a través del tiempo y a discernir el origen y objeto del texto bíblico; de esa forma, podremos asumir su contenido sin ir más lejos de lo que el propio texto dice de sí mismo. Releer la historia significa asumir la posibilidad de rehacer la historia, lo cual nos sitúa ante la necesidad de reparar con mayor atención en las implicaciones que encierra el texto dentro de un sistema teológico determinado. Todo ello lleva implícita la necesidad de modificar ciertos presupuestos básicos obsoletos, heredados de una teología desvinculada de sus raíces evangélicas.
Merece la pena el esfuerzo, ya que no existe otro libro semejante a la Biblia. Ninguno tan universalmente traducido y quisiéramos dar por supuesto que ninguno tan leído. Su lectura ha cambiado el curso de la historia y ha sido y continúa siendo motivo de inspiración y sustento espiritual para millones de personas desde hace más de veinte siglos. Son razones suficientes que justifican nuestro empeño en contribuir a hacer más accesible su contenido al entendimiento de los lectores del siglo XXI.
Se trata, el nuestro, de un libro pensado para lectores que desean superar ese primer estadio de aproximación a un documento que presenta dificultades como las anteriormente descritas. Lectores que se plantean cuestiones semejantes a las ya enumeradas y que no se conforman con limitar la lectura de la Biblia a una dimensión exclusivamente devocional, aunque mantengan la legitimidad de hacerlo con ese propósito, buscando en la Biblia inspiración para su vida diaria, pero sin renunciar a un conocimiento racional. Lectores que desean profundizar en los arcanos de un texto que, partiendo en su origen de un pueblo poco relevante en la historia, ha penetrado las culturas más dispares y ha sido el motor de una nueva civilización, como es la civilización occidental.
Podemos anticipar que nuestra intención no es hacer teología exegética en el más amplio y extenso sentido del término, aunque en ocasiones no tengamos más remedio que llevar a cabo alguna incursión en esta rama de las ciencias bíblicas, analizando determinados textos con el fin de establecer los paralelismos necesarios que nos permitan profundizar mejor en el significado de los recursos literarios que encontramos en la Biblia.
Nuestro interés se centra en hacer accesible el contenido de los libros que integran la Biblia a un público heterogéneo, sin necesidad de que tengan una formación teológica avanzada pero con la inquietud de profundizar en el sentido último del texto bíblico; no tanto a quienes se aferran irreflexivamente a la literalidad del texto bíblico, aunque ello los desconcierte. Nos dirigimos a lectores que reconocen y asumen su propia capacidad racional como un don recibido de Dios y se disponen a hacer uso de ese don, sin miedo a encontrarse directamente con la Palabra de Dios.
No deja de producirnos extrañeza comprobar la actitud de muchos líderes religiosos que prefieren mantener a los feligreses en una cierta ignorancia terapéutica antes que exponerles a una formación abierta y creativa que aporte madurez intelectual y les brinde la capacidad de tomar decisiones trascendentes y responsables de forma autónoma. Tal vez sea debido a la herencia recibida de las religiones mistéricas que centralizan el poder en la casta sacerdotal, los iniciados, manteniendo en la ignorancia y en la superstición a los seguidores. Y así, en nombre de la ortodoxia definida por unos pocos, ajena a los valores emergentes de una sociedad avanzada, se estigmatiza a quienes se atreven a pensar por sí mismos o se preocupan de estimular a otros a que lo hagan.
En otras palabras, nos dirigimos a lectores que no solo no se acobardan o amilanan ante las dudas, sino que buscan afianzar su fe en terreno sólido a base del mayor número de certezas. Y no buscamos que a priori estén de acuerdo con lo que decimos, sino que lo dicho los estimule a pensar por ellos mismos. Con frecuencia valemos más por nuestras dudas que por nuestras certezas, así es que no hay que temerlas, sino encauzarlas.
(1) El Documento Q es una colección hipotética de dichos de Jesús, aceptada como una de las fuentes escritas anteriores a los Evangelios.
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