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Castelar, sobre Dios y la libertad

“Pidamos que se realice la fraternidad entre todos los hombres, y la fraternidad entre todos los pueblos, porque todos nos encaminamos a una patria mejor que es el cielo. Pidamos que se realice en todas sus aplicaciones la verdad cristiana".

EL PUNTO EN LA PALABRA AUTOR Juan Antonio Monroy 26 DE MAYO DE 2016 18:00 h
Emilio Castelar Emilio Castelar (1832-1899)

Emilio Castelar está considerado como el político español más ilustre del siglo XIX. También el mejor orador de aquellos tiempos. Poseía una oratoria ampulosa y arrogante, marcada por el ritmo musical de su prosa. A tal punto, que historiadores y biógrafos dicen de él que fue uno de los oradores más importantes en la historia de España. Profundamente creyente en la existencia de Dios y defensor de la libertad religiosa y los derechos humanos.



Castelar nació en Cádiz el 7 de septiembre de 1832. Sus padres, Manuel Castelar y María Antonia Ripoll procedían de Alicante. Muerto el padre cuando Emilio tenía 7 años, la familia regresó a levante, instalándose en Elda.



El futuro político inició sus estudios de Segunda Enseñanza en 1845, en el Instituto de Alicante. Tres años después se traslada a Madrid y se matricula en la Facultad de Derecho. En 1854 obtiene el grado de Doctor con una tesis titulada “Lucano: su vida, su genio, su poema”.



El 25 de septiembre del mismo año el partido demócrata organiza una reunión política en el madrileño teatro Oriente. Los temas se discutían acaloradamente hasta que un joven de 22 años, a quien nadie conocía, se presenta como Emilio Castelar y comienza diciendo: “¿Queréis saber lo que es la democracia? Voy a defender las ideas demócratas si queréis oírlas. Estas ideas no pertenecen ni a los partidos ni a los hombres; pertenecen a la humanidad. Basadas en la razón son, como la verdad, absoluta y como las leyes universales de Dios….”.



Su discurso fue interrumpido incesantemente con aplausos y aclamaciones. Al día siguiente toda la prensa reproducía sus palabras y se deshacía en elogios hacia el joven orador.



Se puede decir que aquí comenzó oficialmente la carrera política de Castelar, que llegaría hasta lo más alto del olimpo: Diputado en las Cortes constituyentes tras la caída de Isabel II, Presidente del Congreso de los Diputados, Ministro de Estado, Presidente de la primera República entre septiembre de 1873 y enero de 1874.



Obligado a huir de España tras ser condenado a garrote vil, sentencia que nunca se cumplió, durante dos años, de 1866 a 1868, viaja por Europa, recorriendo Francia, Suiza, Italia, Alemania e Inglaterra. De regreso a Madrid empieza a notar el peso de los años, la tensión de su lucha, su participación en todos los acontecimientos de la vida nacional e internacional, que le obligaron a vivir emocionalmente. El 18 de mayo de 1899 emprende viaje a Murcia, a una residencia que amigos suyos tenían en San Pedro del Pinatar. Allí permanece seis días. Muere el 25. Un día antes dice a su amigo, el doctor Ferrero: “Vea lo que llevo hecho. Me falta todavía mucho para terminar. Toda mi vida he sido un gran trabajador”.



Lo fue, en efecto. Trabajaba hasta diez horas diarias. Entre las obras que dejó escritas destacan “La civilización en los cinco primeros siglos del Cristianismo”, “El suspiro del moro”, “La hermana de la caridad” y ocho volúmenes de “Galería histórica de mujeres célebres”.



A Castelar preocupó siempre la unidad nacional. En su discurso “Contra la desmembración de España”, dijo: “Yo quiero ser español y sólo español… Quiero llevar en el escudo de mi patria las naves de los catalanes que conquistaron a Oriente y las naves de los andaluces que descubrieron el Occidente”. Apasionado de los principios de libertad y dignidad del género humano, denuncia la intolerancia católica: “Hablemos, pues, de lo que creo más necesario hablar en este crítico momento, hablemos del clero. Señores, desconoceríamos la realidad de las cosas y la verdad de los hechos, si desconociéramos  que existe un disentimiento antiguo entre el clero y la libertad, y aun desconoceríamos algo más si llegáramos a desconocer que en este disentimiento capital estriba una gran parte de las dificultades encontradas a cada paso en el gobierno por las democracias latinas, tanto en América como en Europa. El mal viene de antiguo. Heredero de la Roma pagana, el Pontificado católico creyó en cierto tiempo, con razón o sin ella, que debía unir al poder religioso el poder temporal y dar como su clave y su fundamento, como su base y su cúspide, a todos los poderes de Europa. La soberanía temporal se consideró necesaria de todo punto a la dirección espiritual de la cristiandad y el espectáculo de la clerecía bizantina que, falta de independencia, tornábase cortesana de los césares de Oriente, daba, a primera vista razón a los pontífices de Roma. Pero el espíritu moderno de ninguna suerte cabía dentro de las instituciones antiguas, y al pugnar con ellas tuvo por necesidad que pugnar también con el Pontificado. Como la Iglesia se enemistó con su madre la Sinagoga, la revolución se enemistó con su madre la Iglesia. Y la Iglesia, de retroceso en retroceso, se cayó en el jesuitismo, y el jesuitismo de exageración en exageración, le impuso a la Iglesia el Syllabus y la infalibilidad”.



Castelar estaba convencido de que la verdadera libertad es la que proclamó Cristo, cuyos principios están escritos en el Nuevo Testamento. Decía: “Pidamos que se realice la fraternidad entre todos los hombres, y la fraternidad entre todos los pueblos, porque todos nos encaminamos a una patria mejor que es el cielo. Pidamos que se realice en todas sus aplicaciones la verdad cristiana… Somos los soldados de la libertad, y, por consecuencia los soldados de Dios”.



            En su primer discurso “En defensa de la democracia” (22-9-1854), Castelar, hombre creyente, como queda dicho, une el concepto de divinidad al concepto de libertad: “Iremos a la separación de la Iglesia y del Estado; pero con medida y con serie. Conservaremos el patronato y el presupuesto eclesiástico, si volvemos al poder; y en nombre de la libertad religiosa, en nombre del derecho individual, en nombre del respeto al principio de asociación, dejaremos que los seres tristes, desengañados del mundo y poseídos del deseo de la muerte, se abracen, si quieren, a la cruz del Salvador como la yedra al árbol”.



Abundando en la figura de Cristo, el orador añade: “El Creador se redujo a nosotros, aquellas manos que cincelaron los mundos, fueron taladradas por el clavo vil de la servidumbre, aquellos labios que infundieron la vida fueron helados por el soplo de la muerte. Él, que condensó las aguas, tuvo sed; Él, que creo la luz, sintió las tinieblas sobre sus ojos; su redención fue por este gusano, por este vil gusano de la tierra que se llama hombre, y sin embargo la sangre de sus llagas ha sido infecunda, porque todavía en esta tierra hay hombres sin familia, sin conciencia, sin dignidad, instrumentos más que seres responsables, cosas más que personas; allende los cielos hay algo más que el abismo, hay Dios”.



Lo más precioso de la vida es un alma libre e independiente. Sólo en libertad el ser humano crece y progresa. Castelar diferencia entre las leyes que se promulgan en la tierra en defensa de la libertad y las que proceden de Dios. En el discurso anteriormente señalado, insiste: “Dios de la libertad, que sacaste a los opresores de Egipto y sumergiste a los soberbios en las aguas hirvientes del mar Rojo; Dios, que promulgaste el dogma de la igualdad religiosa en la noche sublime de la cena y lo ungiste con tu divina sangre en la tarde tempestuosa del Calvario; Dios, que brillaste con tanta gloria, como en las cumbres del Sinaí, en las rotondas del Capitolio de Washington, allí en aquellos días de la abolición de la servidumbre; Dios, que bendices a cuantos rompen el eslabón de una cadena y despiertan el albor de un derecho; Dios de los redentores, Dios de los mártires, Dios de los humildes, nosotros también hemos consagrado en tus aras los hierros de millares de esclavos convertidos en hombres; no separes, pues, ni tu aliento, ni tu providencia de nuestra obra que, después de todo, quiere aplicar tu eterno Evangelio a las sociedades, tu divino Verbo a las inteligencias, y cumplir tu reinado espiritual, por medio de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad, sobre la faz de la tierra”.



Muchos recuerdan la frase de Castelar “Grande es Dios en el Sinaí”, pero pocos saben que forma parte del discurso que pronunció en sesión del Congreso el 12 de abril de 1869, contestando al cura Manterola, quien se oponía a la libertad de cultos. Así habló Castelar: “Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede, el rayo le acompaña, la luz le envuelve, la tierra tiembla, los montes se desgajan; pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí sino el humilde Dios del Calvario, clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas, con la hiel en los labios y sin embargo diciendo: "¡Padre mío, perdónalos, perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores porque no saben lo que hacen!"



“Grande es la religión del poder, pero es más grande la religión de la justicia implacable, pero es más grande la religión del perdón misericordioso; y yo, en nombre de esta religión, yo, en nombre del Evangelio, vengo a pediros que escribáis al frente de vuestro código fundamental la libertad religiosa, es decir libertad, fraternidad, igualdad para todos los hombres”.



Benito Pérez Galdós describe lo que sucedió en la cámara después de hablara Castelar. El carlista Wilfredo de Romarate protestó:«¿Qué quiere ese hombre? ¿Libertad de cultos? Yo digo: matarle, matarle... Pero habla bien; me ha conmovido... Sin quererlo, se siente uno magnetizado... Esto es un abuso, amigo: no hay derecho a magnetizar... Eso no vale, no vale... Es como darle a uno cloroformo para dormirle y robarle... sacándole del bolsillo el dinero, o del corazón la Unidad Católica... No, no mil veces. Atrás magnetismo, atrás gotitas de cloroformo... ¡Castelar, fuera de aquí!... Oradores que le sustraen a uno con engaño la Unidad Católica, ¡a la cárcel, a la cárcel!...».



Este fue, así fue Emilio Castelar. Pertenece de lleno al período más romántico de la política española. El más famoso orador parlamentario de su tiempo llevó a su prosa didáctica el floreo que caracterizaba su retórica. En ningún parlamento de la Europa siglo XXI ha surgido un orador de sus condiciones. La manera de hablar que utiliza Castelar es tan importante como la materia de que habla. Su grandeza de alma y su pensamiento, que lo abrazaba todo, lo contenía todo, lo explicaba todo, continúan siendo reconocidos y en gran parte vividos hasta el día de hoy.


 

 


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