La Biblia está repleta de referencias a la ciudad, ya sea entendida como pequeños asentamientos fortificados o como grandes megalópolis, pero en cualquier caso nos reta a llevar a la práctica nuestra actitud en y hacia la ciudad en la que vivimos.
Cuentan los habitantes de Yakutsk, en Siberia, que la suya es la ciudad más fría del mundo, ya que conviven con mercurio que se congela, hierro que se rompe y termómetros que han llegado a casi 90 grados bajo cero. Los libios de Al Azizya, en cambio, presumen ―que sí, que reivindican ese "honor", en disputa térmica con el Valle de la Muerte californiano― de estar en la más calurosa, mientras los 10.000 cumpleaños celebrados por Jericó le otorgan el título de la más antigua. Pero lo que ninguno de sus habitantes sabe es que, en realidad, esas ciudades no existen, ya que nunca han llegado a ser ciudades, estando siempre en un proceso de destrucción y construcción, de cambio constante.
Como cristianos, y partiendo de la libertad que nos ha regalado Jesús, también vivimos en un cambio constante. Nuestra necesidad no es la de refundar (como las ciudades, que siguen existiendo aunque se destruyan del todo, tal como les pasó a lugares como Roma o Berlín), y sí la de una renovación constante, necesaria, constructiva. No se trata de transformar esa muralla que se cae a cachos, asfaltar unas calles o redecorar el trazado de una avenida; con eso, con cambios formales, transformamos el aspecto de la ciudad, pero lo que verdaderamente cuenta ―ojo, esta frase les sonará a libro de autoayuda barata. Y tienen razón― es nuestro interior, allí donde anida el pecado, allí donde convivimos, y luchamos, con nuestro monstruo particular.
En Colosenses se nos invita a andar en Jesucristo "arraigados y sobreedificados en él, y confirmados en la fe, así como habéis sido enseñados, abundando en acciones de gracias". Y el Salmo 27 nos recuerda que la gran ciudad de nuestra existencia es Dios: "Jehová es la fortaleza de mi vida; ¿de quién he de atemorizarme?". El control no lo tenemos nosotros, es suyo. La verdad absoluta, también. Pero Dios es organizado y el gran pastor de pastores, por lo que reparte dones y responsabilidades, así como el mandato de velar, de estar siempre alertas a las necesidades. Todo eso edifica nuestra particular ciudad. Todo eso debe servir para reconstruir las grietas que, como en toda urbe, provocan la nostalgia, la identidad que se tambalea, o las antiguas épocas de esplendor que quizá una guerra o un huracán hayan difuminado. El escritor Ítalo Calvino nos recordaba que tanto las realidades como las fantasías de toda ciudad sólo pueden cobrar forma a través de la escritura. Una escritura que debe nutrirse, claro, de nuestras acciones.
Hace unos días conversaba con un vecino que, ante cualquier situación, se autodefine como alternativo, como una especie de azote para el sistema: presumía de haber iniciado una "campaña" ―palabra textual― para "reivindicar la llegada a España de refugiados que tan mal lo están pasando, los pobres" ―también palabras suyas, con ese deje entre bravucón y paternalista. Una campaña, claro, centrada en las redes sociales y plagada de fotos de catálogo ―algunas, usadas sin permiso y, por tanto, robadas, le insinué. Le invité a colaborar en un proyecto que mi iglesia local lleva a cabo entre personas en situación de pobreza energética, familias que en pleno 2016 viven en pisos ocupados ―en una ciudad con miles de viviendas vacías, por cierto― y sin agua. Se les ofrece la posibilidad de ducharse, lavar la ropa, merendar, compartir conversación y, en el caso de los niños, hacer los deberes o crear mundos nuevos alrededor de un balón, una mesa de juegos o libros repletos de cuentos la mar de chulos. "¿Pero son refugiados?", preguntó el convecino. Pues, técnicamente, no. Sólo son familias (extranjeras en el 90% de los casos, mayoritariamente de Marruecos) sin recursos, menospreciadas por un sistema que todo lo compra, todo lo vende y todo lo engulle. "Pero no son refugiados", insistió. Huelga decir que nuestra conversación terminó allí, y con mi amabilidad y tacto habitual ―bueno no, en realidad soy muy torpe para convencer a nadie― le conminé a dar un vistazo a su alrededor.
La Biblia está repleta de referencias a la ciudad, ya sea entendida como pequeños asentamientos fortificados o como grandes megalópolis, pero en cualquier caso nos reta a llevar a la práctica nuestra actitud ―que debe existir, que la podemos mostrar como nos dé la gana en las redes― en y hacia la ciudad en la que vivimos. En la ciudad es donde se polarizan las desigualdades, donde la riqueza y la pobreza parecen yuxtaponerse por capas que dejan espacios entre ellas para que no se toquen. Cuando ejercemos de turistas ―todos lo somos, no disimulen― tendemos a visitar centros históricos, catedrales muy majas y tiendas que, si puede ser, no recuerden a las de nuestra ciudad.
Hace pocos años alguien pareció dar con una ciudad perfecta. Un pueblecillo, más bien, pero perfecto. Se llamaba Argleton, uno de esos puntos bucólicos de la campiña inglesa, en el condado de Lancashire (sé que este último dato no aporta demasiado, pero britaniza mucho más el momento). El responsable de márqueting de la universidad Edge Hill, Roy Bayfield, descubrió que en Google Maps aparecía un pueblo donde todo era bonito: ofertas de trabajo por encima de la media, grupos de aficionados al senderismo o profesionales bien valorados que se dedicaban a la fisioterapia o a la restauración de muebles antiguos. Bayfield decidió visitar Argleton, pero se encontró con un inmenso prado. Muy verde. Muy bonito. Muy vacuno. Pero un inmenso prado. Argleton era una ciudad fantasma que sólo aparecía en Google Maps; su no existencia se debe, precisamente, a que en el fondo todas las urbes son como las ciudades invisibles de las que hablaba Calvino (ojo, sigo refiriéndome a Ítalo), verdaderos límites borrosos entre la memoria y la imaginación. Bayfield declaró en el Daily Telegraph, en 2009, que "esperaba encontrar un universo alternativo, como Narnia. Estaba fascinado con la idea de encontrar una ciudad inexistente e incluso había pensado en tener una existencia paralela en Argleton".
Alguien inventó y "colgó" esa ciudad, sí, y los buscadores virtuales se limitaron a hacer el resto, adjudicando a Argleton actividades comerciales que, en realidad, pertenecían a otras zonas cercanas. Google, el gran hermano que todo lo sabe, se limitó a hablar de un "error". Estoy seguro que si tecleamos Argleton y la buscamos en Google todavía llegaríamos a encontrar a alguien con el rostro de mi vecino colgando en Facebook una foto de niños harapientos con el texto "Refugees, Argleton is waiting for you".
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