Autores ingleses, norteamericanos y algunos franceses hacen de Shakespeare ya miembro de la Iglesia Anglicana, ya hugonote, puritano, calvinista, maniqueo, humanista cristiano, etc.
El argentino Jorge Luis Borges escribió un cuento donde un hombre hereda la memoria de Shakespeare “y es como si le ofrecieran el mar”. Borges, de ascendencia inglesa por parte de padre, sentía profunda admiración por el autor de “Hamlet”. No era el único. Los cerebros más inteligentes se han inclinado a lo largo de cuatro siglos en reconocimiento a la valía literaria del autor inglés. Un español especializado en Cervantes y en Shakespeare,el literato, traductor e investigador Luis Astrana Marín, le dedicó estas palabras: “fue el más prudente, el más sabio, el más consciente y el más armonioso de los poetas. En su obra dramática acusa un vigor de espíritu, una ejemplaridad, un arte, en fin, tan sobrehumano, que sólo puede compararse al de un español, Miguel de Cervantes Saavedra”.
Ambos fueron contemporáneos. Murieron al mismo tiempo. Cervantes falleció el 22 de abril de 1616; Shakespeare, el 23 de abril de 1616 del calendario británico, que en nuestro calendario actual corresponde al 3 de mayo.
Este año se está conmemorando el cuarto centenario de la muerte de los dos genios. En los primeros días de enero el primer ministro británico David Cameron escribió un artículo sobre el centenario, destacando los méritos de quien está considerado en Gran Bretaña como una gloria nacional. El artículo fue publicado en medios de comunicación de Europa y las dos Américas. A lo largo de todo el año Shakespeare será honrado en su tierra natal con actos patrióticos, musicales, literarios y la revisión de toda su obra, que será dada a conocer a la nueva generación de jóvenes británicos.
¿Cuál fue la religión de Shakespeare? ¿Participó, como se ha escrito, de la concepción pesimista y agnóstica de la existencia que su contemporáneo Marlowe llevó al teatro, convirtiéndolo en un tribunal donde desnudaba al hombre de toda responsabilidad ante Dios, en el supuesto que existiera? Al contrario, ¿fue Shakespeare el continuador digno de Dante y de Tomás de Aquino que reconocían y proclamaban la existencia de Dios?
Las ideas religiosas de Shakespeare, sus convicciones espirituales, su fe en el más allá, forman en conjunto un tema sobre el que no hay acuerdo. La crítica victoriana ha creído ver en las obras de Shakespeare un sentimiento nacional con la independencia protestante que le es característica. Autores ingleses, norteamericanos y algunos franceses hacen de Shakespeare ya miembro de la Iglesia Anglicana, ya hugonote, puritano, calvinista, maniqueo, humanista cristiano, etc. Al llegar aquí considero prudente y notoria la opinión del historiador catalán Rafael Ballester Escalas: “como contemporáneo y súbdito de Isabel de Inglaterra, lógicamente podríamos admitir que Shakespeare hubiese pertenecido al anglicanismo; pero es imposible situar las creencias de Shakespeare en límites reducidos ni tampoco en extremos absolutos”.
Lo que sí está fuera de toda duda es que Shakespeare conocía y leía la Biblia. Como hace Cervantes en El Quijote, Shakespeare habla en sus dramas con el lenguaje de la Biblia. En la primera escena, acto V de “Hamlet”, los dos sepultureros rústicos que con picos y azadones se disponen a cavar una fosa entablan una conversación en torno al primer capítulo del Génesis. Uno de los dos dice al otro que Adán también cavaba. “¿Qué estás diciendo, si nunca fue armado?”, responde el primero: “¡cómo que no!¿Serás hereje? ¿Cómo entiendes tú la Sagrada Escritura? La Sagrada Escritura dice que Adán cavaba. ¿Cómo podía cavar sin ir armado de brazos?”.
Shylock, el judío de “El Mercader de Venecia”, conoce bien el Antiguo Testamento. En la escena tercera, Acto primero, discurre sobre Abraham y Jacob. El conocimiento bíblico de Shakespeare se extiende al Nuevo Testamento. En Ricardo II, escena segunda, acto IV, el rey dice: “entre doce hombres Cristo no encontró más que uno falso; yo, entre doce mil, no hallo uno solo fiel”. Más adelante, acto V, escena quinta de la misma obra, el dramaturgo cita palabras de Cristo que se encuentran en Mateo 11 y Marcos 10.
Donde Shakespeare sienta cátedra es cuando trata de la brevedad y fugacidad de la vida en la tierra. En “El rey Juan”, acto IV, escena segunda, el monarca reconoce: “no podemos detener la poderosa mano de la muerte”.
Luego, dirigiéndose a Pembroke que lo miraba interrogante por la muerte del niño Arturo, añade: “¿Por qué me miráis con aire tan solemne? ¿Pensáis que dispongo de las tijeras del destino? ¿Tengo mando en el pulso de la vida?
¡Mando en el pulso de la vida! No tenemos mando sobre nada, porque nada es nuestro. Ni el trigo que nos afanamos en amontonar en los graneros, ni la acumulación de riquezas materiales, ni la gloria efímera que conquistamos en batalla tras batalla al precio de sangre y lágrimas nos pertenecen. Llega el tiempo cuando se impone el adiós y sólo queda la reflexión de Próspero en el tercer acto de “El rey Ricardo”. “¿Qué podemos legar a la tierra, salvo los cuerpos que en ella depositamos?”.
La brevedad y vanidad de la vida está certeramente reflejada en el acto V de Macbeth, escena quinta. Escribe el poeta:
“El mañana y el mañana y el mañana avanzan en pequeños pasos, de día en día, hasta la última sílaba del tiempo recordable; y todos nuestros ayeres han alumbrado a los locos el camino hacia el polvo de la muerte. ¿Extínguete, extínguete, fugaz antorcha! ¡La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena, y después no se le oye más; un cuento narrado por un idiota con gran aparato, y que nada significa”.
Después de recordarnos la brevedad y vanidad de la vida en la tierra Shakespeare discurre sobre dos de los misterios que han inquietado a los humanos de todos los tiempos: la muerte y el más allá de la muerte. La vida verdadera no está aquí, sino allá, en el más allá, por encima de las nubes y de las noches estrelladas. En el acto V, escena primera de “El Rey Ricardo”, el monarca dice: “necesitamos conquistar por nuestras existencias santas la corona de un nuevo mundo”.
¿Qué clase de mundo? El autor de “Romeo y Julieta” lo explica en el acto V, escena única de “El Mercader de Venecia”: “un mundo cuya melodía angelical concierta con las voces de los querubines, de ojos eternamente jóvenes. Las almas inmortales tienen en ella una música así; pero hasta que cae esta envoltura de barro que las aprisiona groseramente entre sus muros, no podemos escucharla”.
“En ese mundo, Dios está por encima de todo; y hay almas que se salvarán y otras que no se salvarán (Otelo, acto II, escena tercera).
Entonces sucederá lo que apuntó San Pablo siglos antes que Shakespeare: “allí no valen subterfugios; allí la acción se muestra tal cual es, y nosotros mismos nos vemos obligados a reconocer sin rebozo nuestras culpas, precisamente cara a cara de ellas” (“Hamlet”, acto III, escena tercera).
Los juicios de Dios serán inapelables. Estaremos ante un Juez justo: “allí se sienta un juez que ningún monarca puede corromper (“Enrique VIII”, acto III, escena primera).
Será la hora de la salvación o de la condenación: “los recursos que nos ofrece el cielo deben aceptarse y no rechazarse. Cuando el cielo quiere y nosotros no queremos lo que él quiere, rehusando el ofrecimiento del Cielo rehusamos los medios de socorro y reparación” (“El Rey Ricardo II”, acto III, escena segunda).
Estos medios se encuentran perfectamente claros en la mente y en el corazón del dramaturgo británico: “la preciosa sangre de Cristo derramada por nuestros pecados” (Ricardo II, acto I, escena cuarta).
Obsérvese que en todas las referencias que he citado en los últimos párrafos Shakespeare se expresa con un vocabulario que nos recuerda textos de los Evangelios y de las epístolas de Pablo.
Shakespeare esperaba ocupar un puesto en la eternidad feliz. Así lo afirma en el testamento que redactó un mes antes de morir, el 25 de marzo de 1616. Copia del documento original escrito a pluma con letra muy pequeña se reproduce en el tercer tomo del “Diccionario de Escritores”, editorial Montaner y Simón, Barcelona 1963. Así reza el documento que contiene la última voluntad del escritor a quien estamos recordando al cumplirse cuatrocientos años de su muerte: “En el nombre de Dios ¡amén! Yo, William Shakespeare, de Stratford –on-Avon, en el condado de Warmick, gentil hombre, en perfecta salud y memoria, gracias a Dios, hago y ordeno mis últimas voluntades y testamento del tenor y forma siguientes: Declaro ante todo que confío mi alma a Dios mi creador, esperando y creyendo firmemente que, por los méritos de Jesucristo, seré admitido a participar de la vida eterna, y entrego mi cuerpo a la tierra de que está hecho”.
Fueron los últimos pensamientos del dramaturgo más grande y más profundo de todos los tiempos: William Shakespeare.
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