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Oficio de escritor

Ahora, en competencia con los audiovisuales y la electrónica, el libro tiene una importante labor que cumplir en la propagación de la fe cristiana.

EL PUNTO EN LA PALABRA AUTOR Juan Antonio Monroy 04 DE MARZO DE 2016 10:35 h
escritor El libro tiene una importante labor que cumplir en la propagación de la fe cristiana.

A lo largo de medio siglo he pronunciado conferencias en unos 35 países. He hablado a grupos de 10 personas y a multitudes de 4000 en Texas, en California, en Arkansas, en Tennessee, en inglés en estos lugares. Al día de hoy he escrito y publicado 54 libros.



¡Qué diferencia entre hablar y escribir! En nuestro mundo evangélico se entiende que el arte de hablar con elocuencia es un don del cielo dado para persuadir y conmover por medio de la palabra a quienes viven en la tierra. Entre los seres celestiales que permanecen junto al trono de Dios no hay oradores. No los necesitan. Ya están persuadidos y convencidos de todo.



El orador es frecuentemente gratificado con aplausos. Es un personaje público, sea mujer o sea hombre. Si una conferencia ha logrado los objetivos propuestos, llegan las felicitaciones, los abrazos, la petición de autógrafos, las fotografías, dónde vive usted, deme su teléfono, me ha gustado mucho su exposición, cuándo le tendremos aquí de nuevo y otro tipo de lisonjas que se escurren como pompas de jabón. El orador regresa al hotel contento de sí mismo, satisfecho de haber contribuido al bienestar de sus oyentes. El escritor lo tiene negro. Lo ha repetido recientemente el francés Patrick Modiano, Premio Nobel de Literatura 2014: “escribir es una actividad solitaria. Estamos acostumbrados a una especie de soledad”.



Cuando hablamos estamos rodeados por docenas, centenas, tal vez miles de personas. Miramos al auditorio y vemos rostros expectantes, nos escuchan con interés, gusta lo que hablamos. Cuando escribimos estamos aislados, solos, sin defensa. En esa soledad en la que únicamente estamos acompañados por nosotros mismos (“converso con el hombre que siempre va conmigo”, Antonio Machado), preparamos el trabajo, organizamos las palabras, vamos dando forma a nuestro escrito en silencio, sin estorbo de pensamientos materiales, sin aplausos ni abrazos.



Con todo, hablo de mí mismo, el día que no pueda escribir se me caerá el mundo encima. La vida habrá dejado de tener interés para mí. En un mundo tan aburrido la literatura significa para mí un bálsamo imprescindible. Escribo todos los días de mi vida. En las vacaciones suelo tomar notas diarias que después utilizo en artículos. En la pequeña mesita que tengo junto a la cama dispongo de papel en blanco y bolígrafo. En alguna hora de la madrugada despierto, prendo la lámpara que tengo a mano y escribo ideas que se me ocurren. Como la niña del Cantar de los Cantares, “duermo, pero velo”. Escribir es vivir la vida propia y la de otros.



Para nosotros, los que hemos abrazado un cristianismo limpio de tradiciones torcidas, escribir significa honrar El Libro de los libros. Uno de sus autores dice que en el principio era la Palabra, el Verbo. Así lo recoge el apóstol Juan en su Evangelio. La palabra que conforma el mundo lo explica todo. Y a ese Verbo bíblico le siguió la épica de Homero, el amor y la guerra que nos cuenta la Ilíada; después, mucho después, la exaltación del ideal en el Quijote, el mundo hecho drama en Shakespeare, la soledad humana en “Cien años de soledad”, Machado y Juan Ramón en España, Tolstoi y Dostoievski en Rusia, Camus y Proust en Francia, Hemingway y Faulkner en Estados Unidos, centenares, miles más a lo largo y ancho del mundo desde que este, el mundo, se hizo mundo.



Escribir es comunicar el pensamiento a la escritura. No pregunte usted por qué un escritor escribe. Hay miles de razones. “El único momento hermoso de una vida es aquél en que se escribe”, dijo el poeta francés Alfredo de Vigni, autor, entre otros buenos libros, del celebrado “Chatterton”, acerca del aislamiento del escritor en la soledad.



Escribir apasiona, en opinión de Luis Mateo Diez; escribir nos hace sentir el tiempo, dijo Luis Muñoz; escribir es sentir de modo fulminante el hechizo de la literatura, creía Fernando Iwasaki; escribir es vivir con intensidad, opinaba Use Lahoz; escribir es experimentar la sensación de tener un libro en las manos, apreciaba John Boyne; escribir es una necesidad vital en quien lee mucho, explica Jesús Ruiz Mantilla, autor de un bello artículo sobre el porqué de la escritura publicado en “El País semanal”.



Entre otras razones, yo escribo porque estoy convencido de que el artículo, el libro, son herramientas para evangelizar, para inyectar energías en el cristianismo decadente, para que las iglesias dormidas, sumidas en un conformismo suicida, despierten y tomen conciencia de su responsabilidad en una sociedad que para mantenerse viva necesita a Dios tanto como la respiración, que es el primero de nuestros derechos.



Cuando, según el primer capítulo en el libro de Los Hechos, Jesús recomendó a sus discípulos ser testigos de Él hasta lo último de la tierra, el Maestro de Galilea estaba transformando la dimensión de su obra local en otra de dimensiones imprevisibles.



La tierra está hoy habitada por 7.200 millones de personas. El más activo cristianismo no dispone de mujeres y hombres suficientes para llegar a ellos con un mensaje verbal. Para ser luz de una Luz que debe iluminar los corazones marchitos, para transmitir la historia de un Hombre que se hizo pobre para enriquecer las vidas de otros hombres, para que esos 7.200 millones de personas que pisan el suelo en el que nosotros vivimos conozcan las posibilidades de divinidad que hay en su humanidad, hace falta el libro, y para disponer de libros se necesitan escritores.



Ahora, en competencia con los audiovisuales y la electrónica, el libro tiene una importante labor que cumplir en la propagación de la fe cristiana. Frente al desafío de los ordenadores y de la inmensa maquinaria de internet, el libro sigue estando a los mandos de nuestro planeta tierra. Y los escritores de libros han de proseguir con alegría su oficio, el oficio de escritor.


 

 


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