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Hernán Rivera Letelier: Una literatura marcada por la religiosidad evangélica (II)

Al enloquecer por el cine, el protagonista pasa a experimentar la ruptura cultural previsible al vivir solo, aunque todavía ligado a la iglesia, pues vive en un rincón de la misma.

GINEBRA VIVA AUTOR Leopoldo Cervantes-Ortiz 20 DE NOVIEMBRE DE 2015 06:30 h
Hernán Rivera Letelier. Hernán Rivera Letelier.

Para Caleb Fernández, colega y amigo



 



Cuando quiero darme un baño de cielo y de espacio leo Altazor [de Vicente Huidobro] y cuando quiero meter las manos en el barro leo Las odas [de Pablo Neruda].[1]



H.R.L.



Al profundizar, simultáneamente, en la vida y obra del escritor chileno Hernán Rivera Letelier (además de algunas de las numerosas entrevistas que ha concedido), gracias a la forma subterránea en que narra los episodios fundamentales de su adolescencia en Himno del ángel parado en una pata (1996), es posible ir armando el rompecabezas de una visión estética y existencial que desdobla magistralmente la marca evangélica como uno de sus sustratos principales.



Así lo hace ver Daniel Blaustein (profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén) en una de las críticas más atentas realizadas hasta el momento. Otro acercamiento más coloquial a este tema define esta marca como sigue: “La crianza evangélica que hubo en su familia se le quedó pegada a Hernán Rivera Letelier aunque él diga que la vivió sólo hasta que pudo soltarse de la mano de sus padres. Y se le cuela cuando habla de la amistad, por ejemplo, a la que eleva a categorías sagradas”.[2]



Blaustein sitúa el trabajo de Rivera Letelier (quien ha dicho que Juan Rulfo “es uno de sus dioses”) en el marco de la narrativa latinoamericana posterior al llamado boom, es decir, a la época en que autores como Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Carlos Fuentes o Juan Carlos Onetti dieron a conocer sus obras más difundidas. Para él, la novela en cuestión y las demás representan “un caso paradigmático” en la oposición a esa corriente literaria.[3] A continuación, resume la trama con trazos gruesos, pero exactos:



El protagonista, Hidelbrando del Carmen, es un joven adolescente de 13 años que vivió durante su infancia en la oficina salitrera Algorta [denominada así por su dueño de origen vasco], en el seno de una familia devota de la Iglesia Evangélica Pentecostal, y que ahora, tras la muerte de su madre, vive solo en la ciudad de Antofagasta, un lugar —“el mundo de los gentiles”— lleno de tentaciones mundanas, en el que Hidelbrando experimentará la fascinante y dolorosa aventura de crecer.[4]



Además, los rasgos autobiográficos tan acentuados al desplegarse el relato como una auténtica “novela de iniciación” (bildungsroman), adquieren una dimensión mayor al advertir la relación del protagonista con su padre, que en la vida real fue minero y un predicador del desierto: “Este proceso de crecimiento o iniciación del protagonista también repercute afectivamente en su padre, quien permanece trabajando en la pampa y ‘baja’ a la ciudad para visitarlo cada quince días”.[5] El padre experimenta una sensación de culpabilidad hacia Hidelbrando, por el contraste de su formación religiosa confrontada ahora con la nueva realidad urbana que debe experimentar: “Debía sentirse un tanto culpable de que él estuviera creciendo solo, a completa merced de las tentaciones del mundo, que estuviera olvidando los preceptos religiosos y haciéndose hombre a la buena de Dios”.[6]



 



Portada del libro.

La cultura evangélica (y pentecostal, más específicamente) verbalizada es el telón de fondo de toda la historia, su contrapunto incluso estilístico, dado el aprendizaje litúrgico y vivencial del protagonista, con la indeleble huella de las prohibiciones que lo atenazaron por doquier durante su infancia: “Sus padres eran evangélicos y el cine era para ellos una de las cosas mundanales de las que la religión abominaba. Lo mismo que asistir a los bailes, oír canciones en la radio, poner discos en la victrola, tocar la guitarra, o leer libros que no trataran de la palabra del Señor” (pp. 20-21). No obstante lo abrumador de ese ambiente religioso, el relato se “contamina” con una serie de observaciones que funcionan como un magnífico contraste vital al lado de tanta represión. Prueba de ello es el siguiente párrafo:



La hermana Olimpia Palacios, nueva en los caminos del Señor, era una joven de una belleza carnal que alborotaba visiblemente al rebaño masculino de la iglesia. Tenía un inquietante lunar en la mejilla, un andar sinuoso de félido hembra y una lánguida mirada a media asta; y en vez de la severa moña evangélica, la hermana llevaba su largo cabello castaño sensualmente caído sobre un solo lado de la cara. Sus faldas, ceñidas más de la cuenta a sus caderas ondulantes, eran motivo de escándalo y murmuración entre las santas ancianas de la iglesia (p. 17).



Al enloquecer por el cine, el protagonista pasa a experimentar la ruptura cultural previsible al vivir solo, aunque todavía ligado a la iglesia, pues vive en un rincón de la misma. La fascinación por ese arte prohibido hace que el narrador se sienta obligado a explicar con detalle las características de la iglesia la cual pertenece Hidelbrando, mediante una apasionada descripción por cuanto procede del conocimiento íntimo, cotidiano y persistente:



La Iglesia Evangélica Pentecostal, a la que pertenecían sus padres, […] albergaba a una de las sectas más celosas en cuanto a mantenerse alejados de las tentaciones y costumbres del mundo. Los hermanos no podían fumar ni beber alcohol; tampoco hacer deportes ni jugar ninguna clase de juegos de azar. Las hermanas jóvenes no podían emperifollarse demasiado. Los aros, los collares, los anillos, y todo ese paramento de baratijas con que se arrelingaban las mujeres del mundo, a ellas, como hijas de Dios que eran, les estaba terminantemente prohibido. No podían arrebolarse de carmín las mejillas, no podían pintarse los ojos ni los labios, ni esmaltarse de rojo las uñas; tampoco les estaba permitido teñirse el cabello, o llevarlo suelto sobre la cara, o usarlo demasiado corto […]. Además, la Pentecostal era una de las pocas sectas evangélicas que llevaba su puritanismo hasta el extremo de no usar ninguna clase de instrumentos musicales para acompañarse en sus litúrgicos cánticos de alabanza a Dios (pp. 21-22).



Con semejante peso cultural sobre los hombros, el protagonista de Himno del ángel… tiene que enfrentarse a un mundo indiferente y permisivo que amenaza con devorarlo, lo que sucederá inevitablemente en el transcurso de la novela. Pero antes, al enloquecer por el cine y conocer a tantas personas, el protagonista pasa a experimentar la ruptura previsible al vivir solo, aunque progresivamente se va desligando de ese universo religioso que nunca lo abandonará y que le seguirá sirviendo para vehicular sus experiencias con el uso del lenguaje, los giros, los relatos y demás aspectos aprendidos en la iglesia. La muerte de su madre es el momento crucial de la redefinición de la mirada del protagonista.



Carlos Hallet sintetiza muy bien el entronque de esta formación inicial con las experiencias posteriores: “La verdad de este huérfano de madre, cuyo padre está en vísperas de volverse a casar, es ‘lo terriblemente solo que está en el mundo’. Ahora bien, en esta soledad realmente comprendida por primera vez, surgen en el silencio de la noche, el llamado al padre, bañado en lágrimas, y la oración al Señor Misericordioso, Dios de los cielos, por su papito a quien quiere mucho. Ha llegado la edad de la toma de conciencia y empieza a nacer un sentimiento filial distinto: el del futuro adulto”.[7]



 



*



 



En www.youtube.com/watch?v=pDpVA-sA1Ck puede verse el documental Hernán Rivera Letelier, libros de arena (Telesur, 2009): “Ahí, en esos páramos infernales, con el aire seco y ardiente entorpeciendo el cuerpo y atontando los sentidos hasta el desvarío, vimos la desesperación infinita del ser humano sediento cuando, de bruces en la arena, varios de los nuestros que se quedaron sin agua besaban y lamían las piedras buscando febrilmente arrancarles la última gotita de su humedad prehistórica”.



 



[1] Entrevista con Hernán Rivera Letelier, en El País, 27 de mayo de 2010, http://cultura.elpais.com/cultura/2010/05/27/actualidad/1274976000_1274982765.html



[2] Marcela Escobar Quintana” El solitario de la pampa”, en El Sábado, 10 de julio de 2004, http://www.letras.s5.com/hrl151004.htm.



[3] D. Blaustein, “Incursiones en un texto ‘amistoso’: Himno del ángel parado en una pata, de Hernán Rivera Letelier”, en Escritos. Revista del Centro de Ciencias del Lenguaje, México, núm. 34, julio-diciembre de 2006, p. 144, recogido en Procedimientos miméticos y antimiméticos en obras del “post-boom”. Hildesheim-Zürich-Nueva York, Georg Olms, 2011, pp. 105-114, http://cmas.siu.buap.mx/portal_pprd/work/sites/escritos/resources/LocalContent/19/1/06%20daniel_blaustein.pdf.



[4] Idem.



[5] Idem.



[6] H. Rivera Letelier, Himno del ángel parado en una pata. Santiago, Punto de Lectura, 2011, p. 64.



[7] C. Hallet, “La veta madre de las primeras novelas de Hernán Rivera Letelier”, en Tercer Milenio, Antofagasta, Universidad Católica del Norte, núm. 11, junio de 2006, p. 57, http://132.248.9.34/hevila/e-BIBLAT/CLASE/cla273017.pdf.


 

 


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