A mí me parece que Zorrilla fue un profeta social. Zorrilla se anticipó a esta sociedad del siglo XXI que estamos viviendo, una sociedad egoísta, egocéntrica, avara, individualista; una sociedad sin alma, sin entrañas, sin corazón, sin amor.
Noviembre, mes triste, mes de las hojas caídas, mes en el que casi en toda España se representa la obra Don Juan Tenorio.
¿Existió realmente Don Juan Tenorio? ¿Ocurrió alguna vez, en algún país, algo parecido a la historia que nos cuenta José Zorrilla? El origen de Don Juan es uno de los problemas literarios más debatidos por los eruditos y los filólogos. Algo parecido ocurre con el falso Quijote, también llamado Quijote de Avellaneda. Cuatro siglos después de su publicación nadie sabe a ciencia cierta quién fue su autor.
De Don Juan Tenorio se ha escrito que tuvo su cuna en Italia, en Francia, en Portugal, en Alemania. Últimamente se tiende a restituir su paternidad a España, donde romances populares y crónicas antiguas hacen referencias explicitas a la obra y al personaje. Antes de llegar a Zorrilla, el argumento de Don Juan recorrió un largo camino. En los dos gruesos volúmenes que Arcadio Baquero dedica al estudio de “Don Juan y su evolución dramática”, el autor analiza seis Don Juanes de cuatro autores. La primera obra artísticamente definida es EL BURLADOR DE SEVILLA y CONVIDADO DE PIEDRA, atribuida al fraile Gabriel Téllez (Tirso de Molina), fallecido en 1648.
¿Por qué el Don Juan de Tirso de Molina ha caído en el olvido? ¿Por qué cada año, llegado el mes de los muertos, sólo se representa el Don Juan de Zorrilla? La clave está en el final de la obra. La gente siente un rechazo natural al infierno. Y aunque a veces, sin controlar el pensamiento, decimos de una mala persona “¡ojalá se condene!”, en el fondo nos espanta la condenación eterna y no la queremos ni para el más encarnizado de nuestros enemigos.
Tirso de Molina manda a Don Juan al infierno, en tanto que Zorrilla lo salva. En laversión de Tirso, la estatua de Don Gonzalo toma fuertementede la mano a Don Juan y lo arrastra hacia él. Don Juan solicita la confesión, pero la estatua responde que no hay lugar, es demasiado tarde. Como hablaría un inquisidor cualquiera, de cualquier religión, Don Gonzalo dice a Don Juan:
Esta es justicia de Dios:
quien tal hace, que tal pague.
Zorrilla, no. El Don Juan de Zorrilla se libra del infierno. Las oraciones de doña Inés le abren las puertas del purgatorio en el que entonces se creía. Cuando la estatua de Don Gonzalo quiere arrastrarlo a la condenación, Don Juan dice aquello de:
¡Aparta, piedra fingida!
Suelta, suéltame esa mano,
que aún queda el último grano
en el reloj de mi vida.
Entonces la estatua responde:
Ya es tarde.
En este punto aparece doña Inés. Su amor lo salva. Desde el otro lado de las tinieblas dice resuelta:
No; heme aquí,
Don Juan; mi mano asegura
esa mano que a la altura
tendió tu contrito afán,
y Dios perdona a Don Juan
al pie de mi sepultura.
No debió sentirse feliz la estatua de Don Gonzalo. ¡Extraño personaje éste! ¿Tuvo Zorrilla presente a su padre cuando creó el carácter de Don Gonzalo de Ulloa, el comendador? Era un magistrado absolutista, severo, inmisericorde. Don Gonzalo es igual. Cuando Don Juan está ante él arrepentido, de rodillas, con conciencia de que puede perder la salvación eterna del alma, Don Gonzalo pronuncia lo que Julián Marías llama “los dos versos más pétreos y feroces que se hayan escrito”:
¿Y qué tengo yo que ver con tu salvación, Don Juan?
Así consta en la segunda versión de Zorrilla, la lírica, donde el autor endurece aún más la figura de Don Gonzalo. En el primer Tenorio Zorrilla respeta más la rima:
¿Y qué tengo yo, Don Juan, con tu salvación que ver?
¡Desolador! A mí me parece que Zorrilla fue un profeta social. Zorrilla se anticipó a esta sociedad del siglo XXI que estamos viviendo, una sociedad egoísta, egocéntrica, avara, individualista; una sociedad sin alma, sin entrañas, sin corazón, sin amor; una sociedad en la que cada cual va a lo suyo; quien más tiene más vale y más fuerte pisa. Una sociedad que ha inventado esa terrible frase: “No es mi problema”. Nunca una frase tan corta ha estado tan cargada de egoísmo. Hoy no interesa el ser humano ni su problema. ¡Que cargue con su drama y lo viva o desviva como le parezca! ¿Qué tengo yo que ver, hombre, con tu salvación? ¿Qué tengo yo que ver, hombre, con tu hambre, con tu sed, con tus sufrimientos, con tus dudas, con tus afanes, con tu falta de libertad, con tu grito de dolor? ¿Qué tengo yo que ver, hombre, con tu frío interior, con tu soledad, con tus depresiones, con tus ganas de quitarte la vida? No es mi problema. La falta de amor nos está convirtiendo a todos en estatuas de mármol. Nos estamos planteando la existencia en términos de músculos, nervios y huesos.
¡Qué diferencia! El hombre dice al hombre: “¿Qué tengo yo que ver con tu salvación?” Dios dice al mismo hombre: “Te amo tanto que he entregado a mi Hijo en la cruz para salvarte”. ¿No nos dice esto nada? ¿Hemos llegado al tiempo de la cauterización de la conciencia? No somos bestias irracionales, claro, somos seres creados a imagen y semejanza de Dios. Pero, ¿no nos estamos racionalizando, robotizando en exceso y renunciando al mismo tiempo al sentimiento? El amor no es cerebro: es corazón. El amor es irracional. Todo amor lo es. Hasta el de Dios. ¿Qué razones tiene Dios para amarnos? ¡Ninguna! Y, sin embargo, nos ama. Nos ata a Él con cuerdas de amor. Nos ama hasta la muerte. Las muchas aguas no pueden apagar el amor de Dios ni pueden ahogarlo los ríos. Aunque diéramos todo lo que poseemos a cambio del amor de Dios, nos encontraríamos con el desprecio más absoluto por su parte. Dios no vende su amor: lo regala. Su amor no entiende de razones, no acepta argumentos cerebrales. Ama porque ama, porque su naturaleza es amar.
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