Conferencia-Simposio organizado por Valparaíso Evangélico Pontificia Universidad Católica, Valparaíso, Chile, 10 de octubre de 2015.
En otro texto, Mayer explica la forma en que Lutero fue trasplantado, deformado y atacado en Nueva España, sin olvidar su aspecto físico, con tal de erigirlo como la encarnación de todos los males:
Condenar la Reforma y a quien se consideraba el padre de la misma fue la consigna y la política defendida por el estado-Iglesia español. […]
Lutero fue expuesto en la pivota propagandística del catolicismo postridentino, exhibido como el mayor enemigo de la fe. […] Enjuiciado Lutero desde el punto de vista moral y religioso, resultó, de ahí en adelante, un ente diabólico y execrable. […]
Entre 1580 y 1645, se formuló en la historiografía colonial una imagen que podríamos llamar “mítica” de Lutero, pero en un sentido negativo, como antihéroe. […]
Se sacó a Lutero a puntapiés de su contexto histórico y se proyectó a un mar de categorías. Llovieron sobre él infamantes adjetivos: era maldito, perverso, vil. Comúnmente se referían a él los autores como lobo, serpiente o cuervo.1
Importaba realmente poco si Lutero, el personaje, el ser humano como tal, en una imagen confiable, arribaba o no a las costas americanas. Lo que había llegado era el estereotipo de la herejía, la heterodoxia encarnada en un nombre y en un símbolo que representaba lo que tantos habían imaginado sin conseguir llevarlo a la realidad: la rebeldía instituida y formal en contra del gran edificio católico, hasta entonces intocado y vetusto. Todo ello como parte de un trasplante a tierras americanas del conflicto entre los dos movimientos antagónicos, que con todo y sus similitudes de fondo, escenificarían aquí nuevas y portentosas batallas ideológicas y culturales:
…cuando hablamos de América como nuevo escenario del conflicto Reforma-Contrarreforma, nos referimos precisamente a que el continente fungió como un gran teatro donde católicos y protestantes vivieron su diferente espiritualidad; los primeros tratando de hacerse dignos de la salvación mediante la renuncia, la caridad y las buenas obras; los segundos por medio del cumplimiento de su vocación sui generis, a través de la regeneración en esta vida con la confianza de una elección individual asegurada en el éxito personal y material. Ambos, caminando por diferentes vías, reflejan modos de vivir dramáticos.2
Miguel León-Portilla, en una reseña del libro de Mayer, señaló agudamente el fuerte contraste cultural, particularmente pictórico, descrito allí, y que marca una diferencia sustancial en la ideología religiosa y estética de la época: “En tanto que el protestantismo destruía imágenes, en Europa la Contrarreforma católica propició su exaltación”.3 Y agrega una cita muy específica y elocuente del crítico de arte Francisco de la Maza sobre el barroco, aludida también por Mayer: “el barroco existe, querámoslo o no, gracias a Lutero”.
Pues bien, henos aquí, en uno de los territorios más barrocos y celosamente protegidos para impedir la presencia de la cultura (secularizada, autónoma, liberal) a cuyo surgimiento contribuyó parcialmente la Reforma Protestante, Ante este tipo de reflexiones, hemos de preguntarnos, forzosamente: ¿qué celebramos al recordar la Reforma?: ¿la lucha de un hombre o la emergencia de nuevos paradigmas de vida y cultura en medio de los inicios de la llamada modernidad?, o más bien, ¿el comienzo del fin de una manera determinada de creer para enfrentar el advenimiento de una nueva civilización, de una nueva cultura, de una nueva economía?
Tal vez todo al mismo tiempo, pero sin casarnos necesariamente con la idea burguesa de cultura ni de religión. La muerte de una determinada cultura religiosa asentada en los criterios medievales, como bien asentó hace de más de 100 años Ernst Troeltsch, cedió su lugar a nuevas conductas y mentalidades que, sin ser todavía del todo modernas, abrirían la puerta a otras formas de pensar y de situarse en el mundo, aunque todavía a medio camino entre las ideas medievales tradicionales y los ímpetus de lo que más tarde se conocería como modernidad.
Así lo expresa: “A pesar de su sacerdocio universal y de la interioridad del sentir, el viejo protestantismo cae bajo el concepto de la cultura rigurosamente eclesiástica y sobrenatural, que descansa en una autoridad directa y rigurosamente delimitable, diferenciable de la secular. Con sus métodos trataba precisamente de desarrollar esta tendencia de la cultura medieval de un modo más riguroso, íntimo y personal que podía hacerlo el instituto jerárquico de la Edad Media”.4
Ya desde esta perspectiva, iconográfica e ideológica, afloran elementos útiles para hacer valoraciones de los énfasis culturales de la Reforma, pues como han evidenciado diversos autores, como Werner Weisbach y Santiago Sebastián, tal movimiento obligó a la radicalización de su contraparte, la Contrarreforma, a tal grado que el barroco alcanzó niveles de expresión especialmente intensos al considerar sus autores que con él resistían el avance incontenible del protestantismo.
En España, particularmente, se extendió ampliamente la sensibilidad barroca. La exageración ornamental, propia de esa sensibilidad, sirvió como propaganda política y religiosa. La política utilizó ese arte exuberante como manifestación de su poder, mientras que la religión lo hizo para responder a la actitud iconoclasta protestante. Sebastián lo resume así: “El arte se contagia del espíritu religiosa de la época, y el arte contrarreformista tendrá como como nota el amor a lo recargado y fastuoso, como nota característica frente a la severidad y desnudez de la Reforma. […] A la Reforma contestó la Iglesia multiplicando las imágenes”.5 Y a continuación, pasa a demostrar con interminables ejemplos la forma específica en que el catolicismo se defendió de la agresión iconoclasta.
Este autor sigue a Emile Mâle, quien exclamó: “La Reforma, en lugar de destruir las imágenes, las multiplicó; hizo crear nuevos temas, dio a los antiguos una significación y una belleza nuevas; en fin, fue sin duda uno de los más poderosos estimulantes del arte católico”.6 Carl Gustav Jung exploró en profundidad las implicaciones de esta actitud radical del protestantismo:
La iconoclasia de la Reforma produjo literalmente una brecha en el muro de protección de las imágenes sagradas, que desde entonces fueron desintegrándose una tras otra. Resultaban molestas porque chocaban con la razón que despertaba. Por lo demás, hacía mucho que se había olvidado qué querían decir. […] ¿O quizá nunca se había sabido qué significaban y sólo en la época moderna sintió el hombre protestante que en verdad se ignoraba en absoluto qué se quería decir con el parto virginal, la divinidad de Cristo o las complejidades de la Trinidad?7
Aparece, entonces, el tercer elemento en discordia, la modernidad, ante la cual las diversas vertientes cristianas tenían que situarse, no necesariamente a favor o en contra, pero sí mediante un atormentado debate en ocasiones. Aunque, ciertamente, el manejo de la imagen impresa se realizó simultáneamente al de los textos controversiales y propagandísticos, puesto que en ambas trincheras teológicas se caricaturizó, hasta ofensivamente, al enemigo:
La Reforma Protestante explotó la imagen impresa no menos que la palabra impresa —como dejan ver muchas caricaturas y dibujos humorísticos—. Incluso la imaginería religiosa fue defendida por algunos protestantes y esto se hizo sobre la misma base de su compatibilidad con la cultura impresa. El mismo Lutero comentó la incongruencia de los iconoclastas que arrancan las figuras de los muros al mismo tiempo que sostienen reverentemente entre sus manos Biblias ilustradas.8
Todo lo anterior no significó tampoco que no existiera un auténtico “barroco protestante”, representado por figuras como Rembrandt, Franz Hals, Jan Vermeer van Delft y Pieter de Hooch, por sólo citar algunos, en oposición a los de Rubens, Anthony van Dyck, Caravaggio y Zurbarán, en el espacio católico. Ambas expresiones convivieron cronológicamente y le dieron lustre a una época que llevó al terreno estético las luchas ideológicas y religiosas. Los barrocos protestantes, ya sin el control eclesiástico riguroso, ampliaron la gama de temas para sus obras y abrieron el camino para formas naturalistas y “laicas”, como sucedió sobre todo en los Países Bajos.
3. Fe, lectura y libre interpretación: la función cultural de las traducciones bíblicas
Todo protestante fue Papa con una Biblia en la mano.9 N. Boileau
La consolidación de las reformas religiosas significó también el surgimiento de una nueva cultura relacionada con la lectura y la interpretación de la Biblia, lo que ya se había anunciado con el inicio de la imprenta a partir de Gutenberg y sus antecedentes.
Sin afán de idealizar la asociación entre la el movimiento encabezado por Lutero y ese gran avance tecnológico que revolucionó para siempre el ambiente cultural, además de los procesos formativos dentro y fuera de las iglesias, puede afirmarse que la lectura ya no volvería a ser lo que fue y pasó a experimentarse como un auténtico laboratorio masivo en donde las ideologías podrían recorrer desde la intimidad de las habitaciones hasta los foros más visibles.
Este apretadísimo resumen, redactado a propósito de la aparición de la película más reciente sobre la vida de Martín Lutero, ofrece algunas pautas para apreciar globalmente algunos aspectos del movimiento iniciado por ese monje agustino alemán y que repercutirían en todos los ámbitos de la sociedad de su tiempo y, progresivamente, en los demás países y culturas occidentales. Su énfasis recae en la cultura escrita: “Si hacemos a un lado a Sumer y sus tablas de arcilla hendidas por punzones, me parece que el mayor acto cultural de Occidente tuvo lugar en el castillo de Wartburgo en 1521. Allí un monje, perseguido por el papa León X y el emperador Carlos V, tradujo la Biblia al alto alemán. Con su traducción no sólo logró convertirse en el principal promotor de la lectura de todos los tiempos sino, también, en el iniciador de la literatura alemana”.10
Bien vale la pena tomar cada sección de la cita para deconstruirla y advertir las dimensiones del cambio cultural que emergió en aquellas circunstancias: a) se subraya el acto cultural (“el mayor de Occidente”) de la traducción de la Biblia en el castillo de Wartburgo entre 1521 y 1522 (aunque publicada completa 12 años después), es decir, mediante una labor de tradición monacal, muy medieval, para popularizar el acceso a las Sagradas Escrituras, tan restringido en aquella época; b) al escapar de la represión violenta y obtener el apoyo de un potentado, el reformador-traductor se concentró en hacer accesible el texto de las Sagradas Escrituras al pueblo común, para el que resultaba inaccesible su texto hasta ese momento; y c) se promueve la lectura y, al mismo tiempo, se da inicio a una tradición literaria nueva y de grandes alcances. Cada aspecto es relevante por separado y, en conjunto, apunta hacia una de las mayores realidades que se incubaron y desarrollaron durante los años previos y posteriores a esa fecha.
La importancia de la Biblia traducida por Lutero es dimensionada, desde Francia, como sigue, al situarla en el marco de la formación de esa cultura bíblica que sería propia de las iglesias y comunidades protestantes: “Lutero tradujo a partir de los originales hebreos y griegos, y tradujo hacia una lengua de destino comprensible por todos y que se presenta como el equivalente vernáculo de la fuente. Eso significó elevar la lengua vernácula a la categoría de nueva lengua bíblica, lo que no se hacía oficialmente en Occidente desde la Vulgata”.11
Semejante logro únicamente podría ser apreciado con el paso del tiempo, dado el enorme rechazo que causó en los medios católicos la insólita aparición de una traducción como ésta. Se estableció un hasta entonces inimaginable paradigma cultural, lingüístico y literario que afectaría al resto de las sociedades europeas: cada vez que se tradujesen las Escrituras a un idioma vernáculo se estaría inaugurando una nueva literatura, capaz de ir más allá del dominio del latín como lengua oficial de la iglesia católica, lo que significó el abandono inmediato del mismo, incluso en los ambientes protestantes. Así, en Suiza se fomentó la traducción al neerlandés en 1526, al alemán en 1530, italiano en 1532 y francés e inglés en 1535. La Biblia de Lutero se reeditó unas 400 veces antes de su muerte. Se dice que Calvino también fundó con varias de sus obras el idioma literario francés.
1 A. Mayer, “Lutero y Alemania en la conciencia novohispana”, en Alemania y México: percepciones mutuas a través de impresos, siglos XVI-XVIII. México, Universidad Iberoamericana, 2005, pp. 203, 206, 211.
2 A. Mayer, “América: nuevo escenario del conflicto Reforma-Contrarreforma”, en María Alba Pastor y Alicia Mayer, coords., Formaciones religiosas en la América colonial. México, UNAM-Facultad de Filosofía y Letras, 2000, p. 17.
3 M. León-Portilla, “¿Lutero en la Nueva España?”, en Históricas. Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM, núm. 87, enero-abril de 2010, p. 24, www.historicas.unam.mx/publicaciones/revistas/boletin/pdf/bol87/bol8704.pdf.
4 E. Troeltsch, El protestantismo y el mundo moderno. México, Fondo de Cultura Económica, 1951, pp. 31-32.
5 S. Sebastián, Contrarreforma y barroco. Lecturas iconográficas e iconológicas. Madrid, Alianza Editorial, 1981 (Alianza Forma, 21), p. 145, énfasis agregado. Cf. W. Weisbach, El barroco, arte de la Contrarreforma. Madrid, Espasa-Calpe, 1942; y Emile Mâle, “El arte y el protestantismo”, en El arte religioso de la Contrarreforma. Madrid, Ediciones Encuentro, 2001: “La Iglesia no sólo le contestó [a Lutero] a través de sus doctores, sino principalmente a través de sus artistas” (p. 53).
6 E. Mâle, op. cit., p. 101.
7 C.G. Jung, Arquetipos e inconsciente colectivo. Barcelona, Paidós, 1970, p. 24; cf. Ídem, Psicología y religión. Barcelona, Paidós, 1981: “A consecuencia de la destrucción de los muros de salvaguardia, los protestantes perdieron las imágenes sagradas como expresión de importantes factores inconscientes, y, asimismo, el rito, que desde tiempos inmemoriales ha constituido un camino firme para acomodarse con los poderes insondables de lo inconsciente”.
8 Elizabeth Eisenstein, La revolución de la imprenta en la Edad Moderna europea. Madrid, Akal, 1994, p. 46. Cf. Eduardo Galeano, “31 de octubre. Los abuelos de las caricaturas políticas”, en Los hijos de los días. Madrid, Siglo XXI, 2012.
9 N. Boileau, sátira citada por Olivier Millet y Philippe de Robert, Cultura bíblica. Madrid, Universidad Complutense, 2003, p. 276
10 Javier Aranda Luna, “La lectura democrática”, en La Jornada, 11 de agosto de 2015, www.jornada.unam.mx/2004/08/11/04aa1cul.php?origen=opinion.php&fly=1.
11 O. Millet y P. de Robert, op. cit., p. 77.
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