Un fragmento de "Polemizar, aclarar, edificar. El pensamiento de Soren Kierkegaard", de Manfred Svensson.
Un fragmento de "Polemizar, aclarar, edificar. El pensamiento de Soren Kierkegaard", de Manfred Svensson. Puede saber más sobre el libro aquí.
Kierkegaard y el siglo XX
“Pensaba que ya había dejado atrás el cristianismo, pero ahora veo que lo tengo por delante. El que lo puso ahí fue Kierkegaard”[1]. Así escribía el poeta tirolés Carl Dallago en 1914, un siglo tras el nacimiento de Kierkegaard y un siglo antes de nosotros. Era el momento de un vigoroso renacimiento kierkegaardiano, y no sólo hombres apasionados como Dallago escribían en esos términos, sino que también hombres sobrios y sistemáticos. Entre ellos el filósofo judío Edmund Husserl da testimonio elocuente de lo que estaba ocurriendo en ese momento, al escribir sobre el positivo impacto que estaba teniendo Kierkegaard “como parte del gran anhelo religioso que ha prendido entre los mejores de todos los círculos”[2]. Dicho “gran anhelo religioso” no surgía en medio de una situación trivial, sino que era la respuesta a una creciente percepción de crisis. Dallago, por ejemplo, escribió su pequeña obra El cristiano de Kierkegaard en 1914, pero a causa de la Primera Guerra Mundial, que en ese momento se iniciaba, no pudo publicarla hasta 1922. En esa fecha Europa había recuperado la paz, pero había perdido la fe en el progreso: Kierkegaard fue recibido precisamente en el momento en el que se venían abajo las promesas del largo siglo XIX.
La revista para la que escribía Dallago era Der Brenner, una revista cultural austríaca que cultivaba una notable crítica de la cultura burguesa, desde un marco que abarcaba no sólo parte del pensamiento cristiano, sino a una más amplia tradición occidental, desde Virgilio hasta el expresionismo. A través de las páginas de esta revista conocieron a Kierkegaard no sólo Jaspers y Heidegger, sino también hombres como Husserl y Wittgenstein, al mismo tiempo que diversos círculos teológicos comenzaban a popularizar su obra entre los cristianos. El entusiasmo de todo ese mundo por nuestro autor queda bien expresado en las palabras de Jaspers, quien afirmaba que “tal vez todo aquel que no se abre a Kierkegaard […] permanece hoy pobre e inconsciente”[3]. En efecto, casi toda la cultura intelectual europea se vio remecida por el creciente descubrimiento de su obra. La historia posterior ha tendido a olvidar la amplitud de dicho impacto, enfatizando, por el contrario, el impacto de nuestro autor sobre los autores que se acostumbra clasificar como existencialistas. Kierkegaard, un autor centrado en la angustia, el individuo, la excepción, la elección y la subjetividad, sería el “padre” de esta corriente. Conviene cuanto antes deshacernos de tal idea, abrirnos a lo variado que fue el panorama de su herencia, y a lo variadas que son también las obras del mismo Kierkegaard.
Pero precisamente por este generalizado entusiasmo, se trataba de una recepción caótica y sumamente parcial. El mismo Dallago da cuenta no sólo del hecho de que no conocía toda la obra de Kierkegaard, sino que en más de una ocasión cita obras fundamentales de segunda mano, siguiendo algún comentario que había leído en otra parte. Eso comenzaría a cambiar con cierta prontitud, por el surgimiento de los estudios kierkegaardianos como un área significativa de investigación y la consiguiente traducción de su obra a las principales lenguas. Así, la parcialidad se empezó a reducir. Sin embargo, la recepción popular de un autor no sigue necesariamente dichos movimientos, y menos aún cuando debe mediar la traducción de sus obras, un proceso de considerable lentitud. Esa diferencia entre la recepción científica de un autor y su recepción popular no tiene por qué ser negativa: hay en la recepción popular una libertad, una creatividad que puede, a veces, hacerla más importante que la científica. Pero junto a muchos aspectos positivos, la recepción popular, sobre todo si es fragmentaria, puede también ser un obstáculo a la comprensión. Considérese, por ejemplo, qué ocurre con una persona que en el mundo hispanoparlante se entera de la importancia de los diarios de Kierkegaard para comprender la biografía espiritual del mismo. Saldrá a la búsqueda de dichos diarios, y encontrará que bajo el nombre de Kierkegaard sólo se encuentra en nuestras librerías un pequeño libro con el misterioso título de Diario de un seductor. Si con una remota esperanza de que éste sea el famoso diario, decidiera adquirirlo, ¿qué libro es el que como resultado tendría en sus manos?
Una breve explicación de la naturaleza de dicho libro puede ser útil para volvernos conscientes de cuáles son las dificultades al leer a Kierkegaard, dificultades agudizadas por el proceso de transmisión de su obra. El Diario de un seductor es un breve libro de unas 150 páginas. Pero en realidad nunca fue publicado por Kierkegaard como una obra independiente. Es, por el contrario, parte de un libro mayor: O lo uno o lo otro. Pero tampoco dicha obra lleva el nombre de Kierkegaard como autor. La obra está firmada por un pseudónimo, Víctor Eremita. Y ni siquiera éste asume el papel de autor, sino de editor. Editor de los papeles de “A” y los papeles de “B”. Los papeles de “A” representan una visión “estética” de la vida, mientras que los de “B” representan una visión “ética” de la misma. Y en medio de los muchos papeles de “A”, se encuentra este Diario de un seductor; pero incluso el prólogo de dicho diario menciona estos papeles como algo encontrado, no producido por “A”. De modo que el vínculo entre Kierkegaard y el diario se encuentra removido varios pasos. En caso de que un lector contemporáneo de Kierkegaard se enterara de que éste era el autor del pseudónimo, la situación podría parecerle algo enredada. ¿Pero cómo describir adecuadamente la confusión que esto puede causar en quien se encuentra simplemente con el Diario de un seductor publicado de forma independiente y bajo el nombre de Kierkegaard? La situación no parece muy distinta de si alguien tomara una cuestión de una Summa medieval, donde el maestro presenta argumentos a favor de la tesis opuesta a la suya antes de ofrecer su propia solución, y se optara por hacer una publicación independiente de tales argumentos adversarios. Tal publicación nos presentaría a Tomás de Aquino, por ejemplo, defendiendo cosas como que “no es necesario buscar las cosas de arriba”, que “otras ciencias son más dignas que la teología” o que “parece que Dios no existe”[4]. La historia de la recepción de Kierkegaard nos ofrece literalmente ese fenómeno.
Pero además de estos accidentes en la transmisión de su legado literario, hay que tener presente que la obra de Kierkegaard se transmite en medio de grandes conflictos entre visiones rivales de la realidad. Uno de los testimonios más elocuentes de cómo se gestó esa temprana recepción lo encontramos en una carta de Georg Brandes a Nietzsche. Brandes se encontraba consolidado como el principal crítico literario y cultural del norte de Europa cuando decidió escribir su introducción a Kierkegaard. Pero en carta a Nietzsche, si bien evidentemente manifiesta cierto interés por nuestro autor, le confiesa el siguiente propósito: “Este libro mío no presenta de modo suficiente la genialidad de Kierkegaard, pues se trata de una suerte de panfleto [Streitschrift] que escribí para poner un límite a su influencia”[5]. Es una norma básica de la crítica que mediante ella uno puede en realidad estar dando publicidad innecesaria al adversario, y de eso un crítico de la talla de Brandes tiene que haber estado muy consciente. Si, no obstante, publicó un tratado como éste cuando Kierkegaard aún era desconocido, es porque tiene que haber previsto que su obra se difundiría de modo inevitable. Porque aunque deseara ver frenada la influencia de su obra, sin duda reconocía alguna grandeza en ella. Después de todo, Brandes escribe a Nietzsche sugiriéndole que se ocupe de la psicología de Kierkegaard y, siendo Nietzsche quien es, no se trata de una recomendación a alguien menor. Lamentablemente, dicho encuentro entre gigantes no tuvo lugar, pues se acercaba el ocaso de Nietzsche. En lugar de eso, tenemos la multitud de recepciones del siglo XX.
Al comenzar dicho siglo XX, en efecto, Kierkegaard se transformó en una fuerza incontenible[6]. Theodor Haecker, uno de sus tempranos difusores en la lengua alemana, describió la traducción de las obras de Kierkegaard del danés al alemán como la apertura de una represa. Como hemos señalado, este “renacimiento kierkegaardiano” no fue un movimiento homogéneo, sino que su obra actuó de modo muy diverso sobre distintas figuras y corrientes. Un sinnúmero de autores de todo tipo se nutrió de sus libros. No sólo debe pensarse en los autores que alguna vez se agruparon bajo el título de “existencialismo”, sino también en la recepción que tuvo Kierkegaard en la teología dialéctica y en diversos pensadores católicos (como el mencionado Theodor Haecker), así como en el vasto espectro de la literatura desde Rainer Maria Rilke a Unamuno. Pero con todo lo que estas voces han significado para la difusión de su obra, ¿no será hora de esforzarnos también en el mundo hispanoparlante por una mayor familiaridad con Kierkegaard mismo, quien vivió en el siglo XIX y no en el XX, para quien el gran mayor giro de la historia no son las dos guerras mundiales sino 1848?
[1] Dallago, Carl. Der Christ Kierkegaards Brenner-Verlag, Innsbruck, 1922. pág. 5.
[2] Husserl, Edmund Briefwechsel Kluwer Academic Publishers, La Haya, 1994. III, III, pág. 15.
[3] Jaspers, Karl. “Kierkegaard hoy” en Sartre, Heidegger, Jaspers y otros. Kierkegaard Vivo Alianza, Madrid, 1968. pág. 72.
[4] Son las posiciones adversarias en S. Th. I. q. 1, a. 1 y 5; q. 2 a. 3.
[5] Krüger, Paul (ed.). Correspondance de Georg Brandes Rosenkilde y Bagger, Copenhague, 1952-66. Vol. IV, pág. 448.
[6] Para la recepción hasta entonces véase Malik, Habib C. Receiving Søren Kierkegaard. The Early Impact and Transmission of his Thought The Catholic University of America Press, Washington, 1997.
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