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Rubem Alves, cuentas de vidrio teológico-poéticas: Temas y variaciones ad infinitum (IV)

En “Sobre dioses y caquis”, ese deslumbrante ejercicio de memoria y autocrítica que acompañó la recuperación de su tesis doctoral, describió el avance de su experiencia.

GINEBRA VIVA AUTOR Leopoldo Cervantes-Ortiz 03 DE JULIO DE 2015 06:58 h

La seriedad de los juegos teológicos



En “Sobre dioses y caquis”, ese deslumbrante ejercicio de memoria y autocrítica que acompañó la recuperación de su tesis doctoral en portugués, casi 20 años después de su aparición en inglés, describió el avance de su experiencia



 



Hoy lo haría todo diferente. Comenzaría por informar a mis lectores que la teología es una broma, parecida al juego encantado de las cuentas de vidrio que describió Hermann Hesse, algo que se hace por puro placer, sabiendo que Dios está muy alejado de nuestras tramas verbales. La teología no es una red que se teje para atrapar a Dios en sus mallas, porque Dios no es un pez, sino el Viento que no se puede detener...



La teología es una red que tejemos para nosotros mismos,



para dejar en ella nuestro cuerpo.[1]



Juego de cuentas de vidrio. ¿No son lindas, las cuentas? El vidrio siempre me fascinó. ¿Cómo es posible esto, que haya algo tan duro y transparente? En especial, los pisapapeles. Tengo varios. La forma lisa, redonda, me hace recordar un seno juvenil. Y las hojas que veo, allá adentro, y que cambian sus reflejos de acuerdo con la posición de la luz, me hacen recordar lunas y soles. Galaxias, universos.



Todo dentro de un seno. ¿No sería bueno que fuese así?



Ellas no dicen nada, por eso podemos decir todo.



Todo es inventado. Todo es real. El cuerpo teme.



Sueño. Teólogo: juego con vidrios coloridos sagrados, y dejo que la luz pase por ellos, y aparezca con múltiples colores, mostrando su belleza escondida. También yo soy un vidrio, transparente, pisapapel. Por fuera está la superficie de mi por cuerpo y, por dentro, universos que deseo iluminar. Para eso, la luz es necesaria... Porque hay oscuridad. Profundidades en el fondo del mar.



Nuestro mirar es submarino.



Nuestros ojos miran hacia arriba



y ven la luz que se fractura a través de las aguas inquietas. (Eliot)[2]



Las cuentas de vidrio: en ellas se mezclan lisuras eróticas y honduras de sueños, senos y galaxias, nostalgias de paraísos. Y la gente va inventando lo real, construyendo el mosaico, experimentando con los colores, reduciendo distancias con la luz, llenando los espacios vacíos con las criaturas de la fantasía, y nuestro reverso va a apareciendo, terrible y maravilloso.



La teología que hago es el reverso de mi carne. Dios es mi reverso...



No, no es que Dios sea mi reverso Él es un misterio grande, prohibido. Y la metáfora, el punto que duele, con color y luz, en el juego de los vidrios. Digo mi reverso con el auxilio de otro nombre, que no es mío. Yo no soy yo. Soy más. Diferente. Más bonito. Más feo (porque en el reverso también vive el diablo...). […]



La teología es una música que hago con palabras, un móbile de cuentas de vidrio, una tapicería de luz. Lo hago por razones estéticas. Y por eso ni siquiera necesito creer.[3]



En el juego lo importante no es entender la cuenta de vidrio.

Ella no se ofrece para ser objeto de análisis.

En un juego de palabras imposible en español:

la cuestión no es to understand it,

sino más bien

to stand under it.

No mis pensamientos, supuestamente escondidos en aquellas cuentas de vidrio,

sino tus pensamientos, que aquella entidad mágica evocó.[4]



En La alegría de enseñar (2000), recuerda también:



Releí, hace pocos días, el libro de Hermann Hesse, El juego de los abalorios, Al final, a manera de conclusión y resumen de la historia, aparece este poemita de Rückert:



Nuestros días son preciosos



pero con alegría los vemos pasando



si en su lugar encontramos



una cosa más preciosa creciendo:



una planta rara y exótica,



deleite de un corazón jardinero,



un niño al que estamos enseñando,



un librito que estamos escribiendo.



Este poema habla de una extraña alegría, la que se tiene ante una cosa triste que es ver los preciosos días transcurriendo… La alegría está en el jardín que se planta, en el niño que se enseña, en el librito que se escribe. Sentí que yo podría haber escrito esas palabras, pues soy jardinero, profesor y escritor de libritos. Imagino que el poeta jamás pensaría en jubilarse. ¿Pues quién desea jubilarse de lo que le trae alegría? De ella no se jubila… Algunas páginas atrás el héroe de la historia había declarado que, al final, de su larga caminata por las cosas más altas del espíritu, dentro de las cuales se destacaba la familiaridad con la sublime belleza de la música y la literatura, descubría que enseñar era algo que le daba el mismo placer y que el placer era tanto mayor cuanto más jóvenes y más libres de las deformaciones y la deseducación fueran los jóvenes.



Al leer el texto de Hesse tuve la impresión de que él estaba simplemente repitiendo un tema que se encuentra en Nietzsche. Lo que es muy probable. Busqué y hallé el lugar donde el filósofo (escribo esta palabra pidiendo perdón a los académicos que nunca lo considerarían como tal, porque él era poeta también, “tolo” ingenuo además...) dice que “la felicidad más alta es la felicidad de la razón, que encuentra su expresión suprema en la obra del artista. ¿Pues qué cosa habrá más deliciosa que volverse sensible a la belleza?”. “Pero esta felicidad suprema”, agrega, es “sobrepasada en la felicidad de engendrar un hijo o educar una persona”.[5]



En 2002, se refirió también a Joseph Knecht, el maestro supremo de la orden monástica Castalia:



Viejo, al final de su carrera, en la cúspide de la jerarquía de los saberes, se vio asaltado por el enfado sin remedio hacia todo aquello y empezó a sentir una gran nostalgia. Quería descender de su posición para hacer algo muy simple: educar un niño, un solo niño, que aún no hubiese sido deformado por la escuela. Pues allí estaba yo, viviendo el sueño de Joseph Knecht: Dionéia, que aún no había sido deformada por la escuela. Su rostro estaba iluminado por la curiosidad y por el placer de entrar en un mundo que no conocía.[6]



En “As bolas de gude” (Aprendiz de mim, 2004), afirma:



Los hombres, con envidia de las burbujas de jabón y de los niños, inventaron las canicas. Una bola de vidrio es una manera de poner una pompa de jabón en la bolsa. […] Pensando en ellas, me sorprendí al recordar que el libro El juego de los abalorios, de Hermann Hesse, hace uso de ellas como metáfora. En el “juego de las cuentas de vidrio” ellas eran objetos usados para formar mosaicos de belleza, en un juego estético inventado y cultivado por una orden monástica llamada Castalia.[7]



Dejarse traspasar por la luz es ponerse a su servicio. Nuestras vidas son como cuentas de vidrio o como vitrales que, al dejarse atravesar por ella, la reflejan y la proyectan:



Ellos [los monjes de Hesse] sabían que los dioses prefieren la belleza a las monótonas repeticiones sin sentido. El libro no describe los detalles del juego. Pero sé de qué se trataba. Al escribir, escucho la Sonata núm. 27, op. 90, de Beethoven. Es hermosa.



Las cuentas de vidrio coloridas de Beethoven, en esa sonata, son las notas del piano.



Los vitrales también son juegos de cuentas de vidrio.[8]



En la poesía de una amiga, ex-alumna, Maria Antônia de Oliveira, de su libro Cerigüela, Alves vio por primera vez la vida como un vitral:



La vida se retrata en el tiempo

formando un vitral,

de diseño siempre incompleto

de colores variados, brillantes, cuando pasa el sol.

Acontecen pedradas al azar

que parten en pedazos y dejan agujeros

irreversibles. Los fragmentos se pierden por ahí.

A veces encuentro añicos de vida

que fueron míos, que estuvieron vivos.

Los examino atentamente tratando de recordar

de qué totalidad formaron parte.

Ya encontré uno amarillo y pequeñito

que resucitó de mentira, un viejo amigo.

Encontré otro, puntiagudo y azul, que reunió en las nubes

un viejo beso.

Había un pedazo rojo

que me hizo llorar mucho,

sin que pudiera recordar

dónde me perteneció.[9]



La mirada poética adquiere un tono entrañable y ya no es posible discernir si lo que se escribe se ubica en la teología o si es simplemente una reflexión guiada por una humanidad que ha buceado en sus profundidades para que, a través del autoanálisis y de la sensibilidad estética puedan decirse cosas como éstas:



Esos pedazos de vitral, esas cuentas de vidrio coloridas aman mi cuerpo y mi alma, para siempre. El amor no se conforma con el veredicto del tiempo —los añicos de cristal perdiéndose dentro del mar, las cuentas de vidrio colorido hundiéndose para siempre en el río del tiempo.



Quiero que todo lo que amé y perdí me sea devuelto. Todas esas cosas viven en ese inmenso agujero adolorido de mi alma que se llama nostalgia.



Para eso necesito a Dios, para que me cure de la nostalgia. Dicen que el remedio está en el olvido. Pero eso es lo que menos desea alguien que ama. Se cuenta de un hombre que amaba apasionadamente a una mujer que se llevó la muerte. Desesperado, recurrió a los dioses pidiendo que le devolvieran a la mujer que tanto amaba. Compadecidos, le dijeron que no podían devolverle a su amada. No tenían poder sobre la muerte. Pero que podrían curar su sufrimiento logrando que se olvidara de ella. Él respondió: “Todo, menos eso. ¡Pues el sufrimiento el único poder que la mantiene viva a mi lado!”.



Tampoco quiero que los dioses me curen mediante el olvido. Más bien quiero que me devuelvan mis cuentas de vidrio. Así imagino a Dios: como un fino hilo de nylon, invisible, que busca mis cuentas de vidrio en el fondo del río y me las devuelve como un collar. No por él mismo (sobre quien nada sé), sino por aquello que él hace con mis cuentas…



Quiero a Dios como un artista que busca los pedazos de mi vitral, roto por las pedradas del azar, y los coloca de nuevo en la ventana de la catedral, para que los rayos de Sol pasen nuevamente a través de él.



Lo que quiero es un Dios que juegue el juego de las cuentas de vidrio, siendo yo una de las cuentas coloridas de su juego…[10]



La teología, como todos los juegos, es algo serio. Rubem también practicó y enseñó a jugar el juego de la ciencia, de la educación, de la poesía. Y lo hizo con enorme maestría: fue un magister ludi, en la línea, en la tradición que él mismo escogió, porque encontró a sus propios maestros en el momento justo, con todo y que decía que había llegado tarde al seno de la poesía.



Es posible que haya llegado en el momento en que toda su experiencia lo había orillado, literalmente, a que lo salvara la poesía interiorizada, la que vivía dormida en su interior y que había sido sometida, reprimida, por la formación inicial que recibió. Es muy notable su testimonio acerca de su incomprensión de la samba, cuando, como parte de su dogmatismo y cerrazón fundamentalista la veía como una manifestación de lo satánico:



Es sabido que el carnaval constituye una de las expresiones más ricas y populares del alma brasileña. En aquel tiempo, yo lo ignoraba. Estaba enseñando la ciudad a un sacerdote americano. Era carnaval. No podía ocultar una sensación embarazosa. Me habían enseñado que se trataba de una manifestación inmoral y salvaje. Había aprendido que la belleza se encontraba en los cantos religiosos y la moral en los valores de la civilización anglosajona. Y, a título de confesión, hice este comentario: “Me avergüenzo de esta orgía pagana”. No me daba cuenta de que no hablaba con mi alma latino-americana, sino con la voz de quien me enseñó. Los valores anglosajones y las consiguientes actitudes frente a la vida habían sido inculcados  en mi cerebro a través de un largo proceso de lavado de cerebro, operado con la enseñanza religiosa, cultural y política, exportada por las iglesias protestantes.[11]



Yo aprendí, en el seno de una iglesia protestante importada en la que yo me encontré a mí mismo, con que mi cultura latinoamericana era fea y había que despreciarla, que los verdaderos valores de la vida eran los americanos (es decir, los de los Estados Unidos). Me llevó un largo espacio de tiempo el aprender a bailar y el deleitarme con la samba, porque lo único que yo sabía era cómo cantar los gospel songs norteamericanos.[12]



Pero apenas se soltó las amarras, su escritura y su vida desembocaron en el juego de la vida que volvió a vivir con enorme intensidad.



[1] R. Alves, “Sobre dioses e caquis”.



[2] Ibid.,



[3] Ibid.,



[4] Ibid.,



[5] R. Alves, A alegría de ensinar. Campinas, Papirus, 2000, pp. 9-10.



[6] R. Alves, “Curiosidade é uma coceira nas idéias”, en Folha de Sao Paulo, 23 de julio de 2002, www1.folha.uol.com.br/folha/sinapse/ult1063u14.shtml.



[7] R. Alves, “As bolas de gude”, en Aprendiz de mim. Um bairro que virou escola. Campinas, Papirus, 2004, pp. 34-35.



[8] R. Alves, “Os olhos de Camila”, en https://rubemalvesdois.wordpress.com/category/uncategorized/.



[9] Idem.



[10] Idem.



[11] R. Alves, “Religión: ¿opio del pueblo?”, en G. Gutiérrez, et al., Religión, ¿instrumento de liberación? Trad. de R. Berdagué. Madrid-Barcelona, Marova-Fontanella, 1973, pp. 101-102.



[12] R. Alves, Hijos del mañana. Salamanca, Sígueme, 1976, p. 55.


 

 


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