Sólo Cervantes pudo convertir una lágrima en sonrisa y una sonrisa en carcajada, y al final, trocar la carcajada en sonrisa y hacer que la sonrisa vuelva a ser sollozo.
Miguel de Cervantes dio vida pública a Don Quijote en 1605, iniciando entonces la primera parte de sus aventuras. Eran tantas, que el príncipe de los escritores publicó una segunda parte en 1615. Este año se están recordando los cuatro siglos transcurridos desde entonces. Unidos a la efeméride, hemos seguido la salida y la entrada del Caballero de la Triste Figura desde la Mancha a Cataluña y desde Cataluña a la Mancha, comentando algunas de las aventuras que le sucedieron. En el artículo anterior nos indignamos ante las burlas del Bachiller Sansón Carrasco cuando Don Quijote había recobrado su primitiva personalidad: Alonso Quijano el bueno.
Cuenta Cervantes que tres días vivió Alonso Quijano al filo de la muerte. Añade: “En fin, llegó el último de Don Quijote, después de recibidos todos los sacramentos y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías. Hallóse el escribano presente y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como Don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que murió”. ¡Con qué tierna sensibilidad traza Cervantes la muerte de Don Quijote, ya transformado en Alonso Quijano!
Autores rusos que escribieron bellísimos comentarios al Quijote nos estremecieron al narrar las escenas de la muerte. La muerte de Don Quijote, dice Tourgueneff, inunda al alma de indecible emoción. Según Dostoyevsky, Don Quijote se fue de la tierra plácidamente, amando al mundo con aquella ternura que en su santo corazón encerrara.
Acertado está Navarro Ledesma, muy acertado, cuando escribe que “a este íntimo arrancamiento de todo nuestro ser que la muerte de Don Quijote nos causa, no ha llegado ningún otro escritor conocido. Aquí Homero cede, calla Dante, Goethe se esconde avergonzado en su clásico egoísmo. Sólo Cervantes pudo convertir una lágrima en sonrisa y una sonrisa en carcajada, y al final, trocar la carcajada en sonrisa y hacer que la sonrisa vuelva a ser sollozo”.
Difícil superar este sublime párrafo sobre la muerte de Don Quijote de la Mancha, el grande, el único, el sufrido, el alegre, el justo, el romántico, el hombre que supo elevar el amor hasta la cumbre del ideal. Su vida, como la concibió Ortega, fue un perenne dolor, un constante desgarrarse en pos de la aventura.
En el obligado acabamiento de todo lo terreno y temporal, Don Quijote, Alonso Quijano, muere sereno, puesto el pensamiento en la inmortalidad. Tres días antes dijo a Sansón Carrasco que no admitía burlas con el alma. Su cuerpo se iba apagando poco a poco, pero aquél cuerpo esquelético ocultaba una realidad espiritual, el alma. No somos tan solo vulgar arcilla. Y el alma de Don Quijote pasó de su cuerpo muerto a las moradas vivas en lugares celestiales donde la razón no cuenta.
En el capítulo último de la primera parte de la novela Cervantes se propone avivar con artificios la curiosidad del lector. Alude a la posibilidad de una nueva salida de Don Quijote, pero al mismo tiempo, como final de la historia que ha estado contando, se cree obligado a dar muerte al personaje. Para ello propone que la noticia de su muerte se sacó de unos pergaminos escritos en letra gótica que un antiguo médico halló en una caja de plomo descubierta entre los escombros de una vieja ermita derribada. En esos pergaminos figuran poemas compuestos por “el cachidiablo académico de la Argamansilla”. El referido a la sepultura de Don Quijote reza así:
“Aquí yace el caballero
bien molido y malandante
a quien llevó Rocinante
por uno y otro sendero” .
Un poema mediocre. Pero no fue de mejor fortuna el que Sansón Carrasco redactó para colocar en la verdadera y única sepultura de Don Quijote:
“Yace aquí el hidalgo fuerte
que a tanto extremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con la muerte.
Tuvo a todo el mundo en poco,
fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acreditó su ventura
morir cuerdo y vivir loco.
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