Nadie puede no morirse cuando es llegada su hora. Y la de Alonso Quijano pasaba rápidamente los minuteros del reloj.
En Don Quijote de La Mancha “Cervantes hace un exacto espejo de la humanidad, en el cual sin acritud muestra a los hombres su mismo rostro”. La frase pertenece al traductor y periodista inglés de origen francés Peter A. Motteux en el prólogo a su traducción inglesa de El Quijote, el año 1700. El fondo de humanidad que hacía nido en el corazón de Cervantes se desborda al narrar las últimas horas en la tierra de su hijo literario, el único, el grande, el hombre que vivió abrazado de amor a la humanidad: Don Quijote de la Mancha. Este año 2015 se cumplen 400 años de la publicación de la segunda parte de El Quijote en 1615. Con este motivo estamos ofreciendo a los lectores de Protestante Digital una serie de artículos basados exclusivamente en el texto de 1615.
Recobrado el juicio, moribundo en cama, ya no es Don Quijote de la Mancha. Ha vuelto a ser quien fue hasta que “del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio”. La recuperación del juicio perdido, ¿fue obra de la intervención divina? ¿Fue un milagro la transformación de Don Quijote de la Mancha en Alonso Quijano el bueno?
Lo milagroso pertenece también al campo de la filosofía, no sólo al de la teología. No de la filosofía abstracta, que sólo se dedica a investigar las relaciones necesarias de las cosas, sino de la filosofía aplicada, que refleja el ropaje visible de lo sobrenatural. Don Quijote atribuye su curación a “las misericordias que en este instante ha usado Dios conmigo”. Y más adelante dice a sus amigos: “Ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído (“las historias profanas de la andante caballería”); ya, por misericordia de Dios escarmentando en cabeza propia, las abomino”.
En el corto espacio que abarcan las conversaciones con la sobrina y con los tres amigos, Don Quijote alude cuatro veces a las misericordias de Dios. Aquí lo sobrenatural aparece de un modo visible, perceptible, milagroso, argumento en el que no se detienen los comentaristas de El Quijote.
“¡Hombres de poca fe!”, recriminó Jesús a sus discípulos. Del mismo linaje debían ser los amigos de Don Quijote, incluido el cura. No creían las palabras de Alonso Quijano. “Creyeron sin duda que alguna nueva locura le había tomado”. Quieren seguir la burla. Dicen a Alonso Quijano que ya ha sido desencantada Dulcinea. “Vuelva en sí y déjese de cuentos”, es la palabrería brutal del bachiller Sansón. Sobrecoge su incredulidad.
¿Es facultad de la persona que muere volver en sí? Estarían de más todos los cementerios del mundo. Mal calculador era el tal Carrasco. ¿Es cuento recobrar la razón o haberla perdido? Alonso Quijano le responde que aquellos cuentos “verdaderos en mi daño, los ha de volver mi muerte, con ayuda del cielo, en mi provecho”.
¡Qué difícil hacen la muerte los que no creen en su cercanía! Deseos de vivir tenemos todos. Decía Nietzche que la esencia de la vida consiste en anhelar más vida. Por esto no se le debería imponer a nadie el deber de vivir, como lo estaba haciendo Sansón Carrasco –vuelva en sí y déjese de cuentos- y lo haría poco después Sancho Panza llorando: “No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años”.
Lo de Sansón fue pobre burla, tal como lo interpretó Alonso Quijano. Lo de Sancho es un quejido del alma. “Vuelva en sí”. “No se muera”. ¿Han visto alguna vez con qué autoridad los agentes de tráfico impiden que contemplemos a un muerto en la carretera? ¡Circulen, circulen, apártense, no se paren!
Circula, Sansón. Circula, Sancho. Estáis en presencia de un hombre que muere. No os paréis ante su lecho con palabras huecas. Nadie puede no morirse cuando es llegada su hora. Y la de Alonso Quijano pasaba rápidamente los minuteros del reloj. Él lo sabía. Era perfectamente consciente del hecho. Dirigiéndose al grupo que le rodeaba, les dice:
“Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda priesa; déjense burlas aparte y tráiganme un confesor y un escribano que haga mi testamento, que en tales trances como éste no se ha de burlar el hombre con el alma; y así, suplico que en tanto que el señor cura me confiesa vayan por el escribano”.
“Señores, siento que me voy muriendo”.
“Déjense burlas aparte”.
La vida está vivida y la canción cantada.
No hay que burlarse de un hombre cuando se siente morir. La hora de la última cita es una hora muy seria. La muerte es en sí suficientemente grave para que se le agregue el tormento de la burla. Aquél que recorría los caminos de España creyéndose Don Quijote de la Mancha, con el cerebro en fermentación, estimulado por la voluntad de aventuras, casi todas ellas disparatadas, ahora se sabe Alonso Quijano, con un pie en el más acá y otro en el más allá.
Gran locura es hacer burla cuando se está a punto de inmortalidad con el ingreso de otro cuerpo. Sansón Carrasco, bachiller por Salamanca, pudo haber recordado la sabia sentencia de Marco Aurelio: “¡No desprecies a la muerte!”. El desprecio a la muerte tal vez no sea otra cosa que el disimulo del miedo que se la tiene.
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