"Cuando la iglesia, y no Cristo, se convierte en el centro de nuestra devoción, sin lugar a dudas la decadencia espiritual ha empezado. Una doctrina de la iglesia que no se centre en Cristo es contraproducente y falsa". Un fragmento de 'La iglesia', de Edmund P. Clowney (2015, Andamio).
Este es un fragmento del libro 'La iglesia', de Edmund P. Clowney (2015, Andamio). Puede saber más sobre el libro aquí.
La iglesia en una era de pluralismo
Hubo un tiempo en el que la iglesia era fundamental en la cultura europea. Toda la cristiandad asumió que no había salvación fuera de la iglesia. Los Reformadores protestantes no cuestionaron jamás la importancia de la iglesia. Viendo que no conseguían reformar la iglesia de Roma, desafiaron lo que esta afirmaba poniendo de relieve las marcas de la iglesia verdadera.
Sin embargo, la Iglesia Católica Romana ha entregado su reivindicación a un monopolio sacramental sobre la salvación. El Concilio Vaticano II describe las bendiciones de la nueva vida en Cristo, y añade:
“Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre es en realidad una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en una forma que solo Dios conoce, se asocien a este misterio pascual”.
Hasta esta amplia concesión sigue asumiendo que la salvación requiere cierta identificación secreta con Cristo en el “misterio pascual”. No es así, rebaten los teólogos radicales contemporáneos. La salvación no se limita a la iglesia, al cristianismo ni a Cristo. Todas las religiones tienen los mismos derechos, ya que todas sostienen la misma reivindicación de la verdad religiosa. Se nos dice que el cristiano tolerante y ciudadano del mundo evitará la terminología cristiana que pueda ofender a otras religiones. Él o ella hablarán de Dios como “él/ella/ello”. El único Dios que podría ofenderse por esta castración sería el Dios de la Biblia, conocido por sus afirmaciones exclusivas. Ese Dios, nos replican, murió? hace ya mucho tiempo junto con la teología ortodoxa, y la iglesia es su tumba.
Frente al avivamiento del paganismo y las “religiones de la tierra”, ¿deberíamos archivar nuestras preocupaciones sobre la iglesia y regresar al mensaje de Pablo en el Areópago, donde proclamó al Dios no conocido, el Señor del cielo y de la tierra, entre los paganos modernos? Muchos instan exactamente a ese cambio. J. C. Hoekendijk observó en una ocasión que “en la historia, el incisivo interés eclesiológico ha sido, casi sin excepción, una señal de decadencia espiritual...”.
Cuando la iglesia, y no Cristo, se convierte en el centro de nuestra devoción, sin lugar a dudas la decadencia espiritual ha empezado. Una doctrina de la iglesia que no se centre en Cristo es contraproducente y falsa. Pero Jesús les dijo a los discípulos que lo confesaban: “Edificaré mi iglesia”. Ignorar su propósito es negar su señorío. Las buenas nuevas de la venida de Cristo incluyen las buenas noticias de lo que vino a hacer: unirnos a sí y los unos a los otros como su cuerpo, el nuevo pueblo de Dios.
Las amenazas mismas a la existencia de la iglesia del siglo XXI vuelven a demostrarnos la necesidad que tenemos de ella. El valor de diferenciarnos, sin avergonzarnos por las afirmaciones de Cristo, es nutrirse en la comunidad de aquellos que están bautizados en su nombre. Es posible que la iglesia no pueda pedir una tarjeta de afiliación en un sistema pluralista mediante la renuncia a su derecho de proclamar al único Salvador del mundo. Juntos debemos dejar claro que damos testimonio de Cristo y no de nosotros mismos. En ese testimonio, no somos meros puntos individuales de luz en el mundo, sino una ciudad asentada sobre un monte. En la hostilidad étnica que asola Europa, África y Oriente Medio, la iglesia debe manifestar el vínculo del amor de Cristo que une a quienes antes fueron enemigos y los convierte en hermanos y hermanas en el Señor. Solo así la iglesia podrá ser una muestra de su reino: el reino que vendrá cuando regrese Cristo, y que ya esta? presente por medio de su Espíritu.
La tecnología moderna y los medios de comunicación no son secularistas en sí mismos. También sirven para difundir el evangelio. Con todo, los mundos de los negocios, de la educación y de la información dan por sentado que, aunque siguen quedando cuestiones éticas, los asuntos religiosos son inquietudes privadas, fuera del ámbito de la política o el interés públicos. El testimonio individual del señorío y del reino de Cristo solo consigue un encogimiento de hombros: “Me alegra que hayas tenido una experiencia religiosa. Lo mismo les pasó a los testigos de Jehová? que me incordiaron ayer”.
Sin embargo, como comunidad del reino de Cristo, la iglesia puede mostrar al mundo una integridad ética que debe respetar. Cuando Pedro describe el impacto de las obras justas del cristiano en un mundo pagano, no está pensando en santos aislados, sino en el pueblo de Dios, llamado a salir de las tinieblas a la luz divina. El testimonio cristiano que se limita a una experiencia religiosa privada no puede desafiar al secularismo. Los cristianos en comunidad deben, a su vez, mostrar al mundo algo más que valores de familia: el vínculo del amor de Cristo. La comunión ordenada de la iglesia se irá convirtiendo cada vez más en la señal de gracia para las facciones guerreras de un mundo desordenado. La iglesia no conseguirá que su mensaje se escuche y que quienes no tienen amigos reciban su ministerio de esperanza hasta que vaya uniendo a aquellos que el egoísmo y el odio han separado.
La necesidad del mundo secular es mayor en aquellos puntos mismos donde su crítica de la iglesia es más intensa. Solo la verdad de Dios puede liberar a las personas; que la iglesia admita la suposición secular de un universo casual equivale a negar el señorío de Cristo y también su propio significado. La iglesia es la comunidad de la Palabra, esa Palabra que revela el plan y el propósito de Dios. En la iglesia, se predica, se cree y se obedece el evangelio. Es el pilar y la base de la verdad, porque se aferra a las Escrituras (Filipenses 2:16).
A las iglesias evangélicas ha llegado de nuevo una mayor conciencia política. El activismo de izquierda de las iglesias liberales se ha visto eclipsado por la actividad de la “derecha religiosa”. Cristianos consagrados han bloqueado con su cuerpo el acceso a las clínicas abortistas, aceptando la brutalidad policial y el encarcelamiento. Las protestas contra la pornografía y las loterías patrocinadas por el gobierno han captado la atención de los medios informativos. Los estadounidenses han mostrado un nuevo interés en la historia de los partidos políticos cristianos de Europa.
La libertad de religión, tan fundamental para la vida democrática, ha pasado a ocupar el escenario central a medida que los cristianos se han ido percatando de su erosión bajo la presión secular. Jesús declaró que su reino no es de este mundo. ¿Cómo deben testificar, pues, sus discípulos acerca de la verdad y de la justicia sin renunciar a su estatus de peregrinos? ¿Debe ser la iglesia una asociación para la promoción de una piedad independiente? ¿Acaso su compromiso con la sociedad es tan solo tarea de las organizaciones cristianas al margen de la iglesia? Si hemos de ser fieles al Señor de la iglesia, debemos entender primero cuál es su voluntad para esta.
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