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Periferia del suburbio del extrarradio

El mundo literario siempre ha elucubrado acerca de la gran novela sobre Barcelona. Òscar Andreu ha escrito la pequeña novela de un barrio en una ciudad post-industrial de 200.000 habitantes en el Vallès Occidental.

PREFERIRíA NO HACERLO AUTOR Jordi Torrents 30 DE OCTUBRE DE 2014 22:50 h
Òscar Andreu Òscar Andreu. Foto: Roman Iñan.

Barriada, suburbio, extrarradio. Lo pueden llamar como quieran, pero define a esos espacios urbanos que son casi una distopía, un atentado contra el diseño arquitectónico, un entorno rozando el esnobismo cuando un grupo de rock rueda un vídeoclip en un descampado, una pista de baloncesto con cadena en lugar de red o un muro lleno de grafitis, que eso siempre queda molón.



Y no se crean, que yo nací en pleno centro (conservador, de pueblo y con una ristra de personajes y contextos "de toda la vida") de Terrassa, una ciudad tirando a grande, aunque gravitando en esa nebulosa que es el mal llamado cinturón rojo de Barcelona, más que nada porque se vinculaba a ediles socialistas o comunistas, ahora reconvertidos en pequeños (o grandes) burgueses corruptos o, directamente, populares o convergentes.



Terrassa era una ciudad industrial, ahora post-industrial, tomada por un fervor textil venido a menos y con un centro hermético, tribal, con atávicos comportamientos culturales que consisten en cargar castells, golpear bastones o hacer sonar grallas, un instrumento que lo odias o lo odias.



Ese centro combina población pija, heredera de la burguesía de ese textil, de señores de puro y Mercedes largo, de señoras de peluquería cada viernes y de hijos que, en la vecina y cara Matadepera, juegan al deporte más aburrido del mundo, el hockey hierba. Y ese centro, ahora ya sin las murallas de antaño, está rodeado de un segundo cinturón: sí, el de la barriada, el suburbio, el extrarradio.



En mi descargo, nací en el centro igual que podía haberlo hecho en cualquier otra parte, ya que nunca me acabé de identificar con calles que se iban convirtiendo en peatonales (el delirio de grandeza de toda ciudad mediana), pero pocos eran los que osaban atravesar más arriba del tren del Norte, con esos pasos a nivel asesinos y cutres que hacían la vez de control fronterizo a la periferia; allí donde la ciudad dejaba de ser ciudad; al territorio quinqui (en argot egarense se hablaba de territorio xenxu); a los bloques de pisos aferrados a la leyenda de los vaquillas y toretes de turno que bajaban al downtown con Rieju y Derbis Variant para robar relojes Casio con calculadora y zapatillas de bota a punta de navaja a los herederos de la burguesía textil.



Por circunstancias de la vida, ahora me muevo a menudo por Can Tusell, barrio de pisos de protección oficial, bares decadentes, un polígono digno de un western crepuscular (es que si no pongo este adjetivo reviento), torres de alta tensión que imitan la de Eiffel en versión quilla y calles donde el tiempo parece haberse detenido con ambiente de pereza cósmica, precariedad y aroma de perdedor, con socavones sin arreglar, calles que mueren en un descampado, farolas que alumbran a algún yonqui solitario, malas hierbas fuera de control, basura repartida como un collage, el skyline (bueno, el de Terrassa es justito) urbano de fondo y zonas a medios urbanizar (todo un limbo de la arquitectura y los planes urbanísticos dejados a medias por regidores corruptos).



Un barrio, pues, con pocos números de ser retratado en alguna novela o película, con chonis candidatas a la casa de Gran Hermano, jubilados que improvisan pistas de petanca en cualquier patio interior y chavales que, todavía en el siglo XXI, llevan la impronta de ser de barrio marginal (aunque los constantes escándalos de corrupción actuales destapan que los verdaderos quinquis viven en el centro).



En medio de todo esto, surgió una novela (bueno, su autor no lo define como tal) de la pluma del coculpable de mi programa de radio favorito, La competència, espacio gamberro que llena de humor los mediodías de RAC1 una emisora, eso sí, nacida al abrigo del grupo Godó, apellido no precisamente vinculado al extrarradio. Pero da igual. Sus dos responsables, Òscar Andreu y Òscar Dalmau, se atreven con todo y con todos.



La novela en cuestión es 17 maneres de matar un home amb un tovalló (17 maneras de matar a un hombre con una servilleta), escrita por Òscar Andreu hace año y medio. Andreu creció en ese barrio, rebautizado como Can Tonet, y retrata con la distancia justa entre nostalgia, crítica social y humor su infancia y juventud. Y reitero, es un trabajo que no es una novela coral, pero tampoco un libro de relatos, ya que personajes como el Pulga, el Silver o el Sorri (responsable del título, que no destriparé, y de uno de los finales más tristes que he leído) van y vienen a lo largo de sus páginas.



 



Cartel de la película

Andreu crea historias con viajes nocturnos a una riera (todavía hoy por desbrozar y con un cartel en una de sus entradas que parece dedicado a mí: Netegem els torrents, Limpiemos los torrentes) llena de zarzas, escombros y parejas que buscan un picadero poco glamouroso pero barato y alejado de miradas furtivas; a portales de pisos clónicos donde se tumbaban jóvenes con greñas, pendientes y la mirada más puesta en una cita en Can Brians que en una matrícula en la Ramón Llull, y a la montañita de las horas muertas con pipas y conversaciones bizarras, la que separa el barrio (ya pequeño) entre Arriba y Abajo, como en el anuncio ese del lavavajillas. Retrata un entorno que, más que perdedores, tiene antihéroes que conviven con la tragedia mientras el lector emite una sonrisa agridulce de complicidad, al más puro estilo del que León de Aranoa nos presentó en su película Barrio.



Òscar Andreu es musicófago, con un pasado en bandas juveniles (entendido desde la acepción cultural, no la tribal) y un presente en La Banda Municipal del Polo Norte (atención a su hitazo Bailando Mal) construye en el libro un recorrido paralelo basado en su maduración (o no) musical, y que incluye la discografía iniciática de Queen, grupos AOR a medio camino entre el heavy y San Remo, y un Eros Ramazzotti que cantaba "soy de donde la ciudad termina, de un barrio sencillo y popular", aunque obvia que termina diciendo "donde casi nadie volverá".



17 maneras se basa en una fórmula, en apariencia, sencilla y cercana al skaz, estilo en primera persona próximo a la palabra hablada y al lenguaje coloquial. Andreu, sin embargo, necesitó siete meses de redacción (nada, pues, de un par de fines de semana bañados en cafeína) y el primer capítulo ya hacía siete años que lo tenía escrito.



 



17 maneras de matar un hombre con una servilleta. Òscar Andreu.



La historia huye del paternalismo y se adentra en un retrato sociológico de un barrio marginal (o del eufemismo que desee: suburbio, ciudad dormitorio o barrio obrero), que levanta sueños fuera de las murallas destinados a acoger el efecto llamada de los años 60 gracias a las empresas textiles de los abuelos de los lanzadores de penaltis córner. Eran, y son, barrios que sufren comentarios burlones y peyorativos desde los centros ordenados con Mango, Massimo Dutti y pastelerías lindas; barrios con bares Nevada de yonquis, borrachos tortuga (inofensivos) y cigala (los que clavan monólogos), pero sin complejos al combinar el lumpen con inmigración y minorías étnicas.



El mundo literario siempre ha elucubrado acerca de la gran novela sobre Barcelona. Andreu ha escrito la pequeña novela de un barrio en una ciudad post-industrial de 200.000 habitantes en el Vallès Occidental. Menos pretencioso, sí.



 


 

 


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