Como ha ocurrido en Ciudad Juárez con la muerte de 4500 mujeres en los últimos años, el obispo de turno, el consejero autorizado, el sabio de la psicología aplicada, el hombre de Dios mas alejado del centro de la Tierra, se atreve a decir que las han matado porque iban ligeras de ropa y provocaban. Las víctimas se convierten en culpables y la espiral de muertes seguirá mientras no tapen la boca a esa tropa de “consejeros” de la santa estupidez.
A veces, demasiadas veces, nos movemos por emociones y no tanto por transmitir el calor del Espíritu, el cariño de Dios.
Damos el consejo y sembramos mas inquietud que descanso para el corazón (entendido este como la esfera de la intimidad del ser humano). Algunos “consejeros”, los que te miran a la cara y son afectuosos, no suelen ser de los mas desacertados en la consejería y suelen traer algunos textos bíblicos muy ajustados al estado de ánimo que se le supone al aconsejado paciente. Pero los hay que entran en tu vida como jabalíes heridos, arrollando todo lo que encuentran y convirtiendo cualquier balbuceo de palabra tuya en disputa, en jerga espiritualizante y moralizante, que te hacen sentir peor que Judas. Y es que la consejería en estos días de infelicidad se hace necesaria y puede reportar grandes beneficios de salud física y mental en un mundo movedizo y esquizofrénico.
El éxito de
“El viaje a la felicidad” de Eduardo Punset, reside precisamente en el interés de la ciencia (la del análisis y método) en cuestiones como ser feliz aquí y ahora, cosa que la comunidad científica siempre consideró una aventura sin respuesta. Ahora la psicología y psiquiatría debaten las casi infinitas fórmulas en las que las emociones, el estrés, o el sentimiento de estar bien y de plenitud es ya un objetivo científico.
Sin embargo la idea de viaje, como una excursión del ser humano, en una tarde de verano, al planeta de la felicidad, no puede satisfacer a ese corazón al que Eclesiastés dice que Dios puso eternidad. Dice Punset que la felicidad está en el activismo y en aquellas tareas donde se impone el sentido, el cerebro, la mente y se controla el entorno. Mucho nos tememos que este viaje a la felicidad no deja de ser uno de tantas recetas de consejería que no sacian la esfera del corazón y de la espiritualidad del ser humano.
Ya hace muchos siglos que la
psicología oriental desde los Vedas, hasta sus grandes hombres como Pantajali, los Raja Yoghis, el mimo Buda, o Sri Ramakrisna, que lograron ciertos avances en la compresión de la mente humana, no han sabido ir mas allá de determinadas técnicas psicosomáticas (yoga y meditación fundamentalmente), que dejan al hombre mas relajado, contemplativo y casi en continua búsqueda de la felicidad, pero sin resolver la complejidad del ser humano.
Lo mismo ha sucedido con las grandes aportaciones de
la psicología occidental, Jung, Brown, Freud, etc. que han atomizado y subdividido los estados mentales y hasta subconscientes del ser humano, de manera que cada psicólogo tiene su propia manera de ver el alma humana.
“Consejo y Psicoterapia” de Carl R. Rogers fue un éxito de los años 50 en los que se remarcaban conceptos como “desarrollo humano” “vivir auténticamente” etc. Sin embargo la realidad es que tras estos atractivos enunciados representan serias amenazas a las instituciones sociales (principalmente a la familia y a la escuela), a la cultura en general y a la persona misma.
Pero también en el campo evangélico no solo fue Calvino el que quiso para su ciudad de Ginebra ese camino de la consejería, de la prevención del pecado y de la ética cristiana. He tenido estos días la paciencia de leer
“Cristianópolis”(1619) de Johann Valentín Andreae nacido en 1586 y luterano ortodoxo, que a manera de Tomás Moro o Campanella quiso crear su cuidad utópica cristiana, libre de todo mal, autosuficiente y feliz. Lástima que, por la pobreza de conceptos, la ausencia de libertad y la dictadura de los consejeros, no parezca mas que una jaula de plata donde se tienen satisfechas las necesidades fundamentales, pero donde ese atrofian las alas del alma para no poder volar.
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