“Todo aquel día estuvo diluviando sin parar en el Bronx...” Se desbordaron las alcantarillas y el agua cubrió las aceras. Los edificios parecían como si estuvieran a punto de ser arrastrados por los turbulentos remolinos de agua. Es “como el arca de Noé”, pensaba Frimme Hersh, mientras chapoteaba camino de su casa: “¡Sólo las lagrimas de diez mil ángeles llorones podían provocar semejante diluvio!”…
Así comienza la primera historia de este libro de Eisner, que se desarrolla entre los habitantes de este barrio de Nueva York en los años treinta. Esta gente vivía en casas que construyeron en los años veinte, cuando Manhattan ya no podía albergar más inmigrantes, después de la Primera Guerra Mundial. Eran edificios de pisos de alquiler, con apartamentos sin pasillo y las habitaciones dispuestas como si fueran vagones de ferrocarril. Allí vivían humildes empleados, obreros y oficinistas, con sus familias.
Esta historia nos recuerda que no es extraño que un padre que cría a un hijo con amor y solicitud, lo pierda,”arrancado de sus brazos por una mano invisible: La mano de Dios”. Esto “es algo que le pasa a mucha gente a diario”, pero “Frimme Hersh tenía un contrato con Dios, ¡y un contrato es un contrato! Al fin y al cabo se trataba de un acuerdo que databa de muchos años atrás”. ¿Qué contrato es este?
¿DECEPCIONADO CON DIOS?
Contrato con Dios nos lleva a la historia de muchas familias judías que como la del dibujante, vivieron olas de terribles
progroms antisemitas, en este caso en Rusia, tras la muerte del zar Alejandro II en 1882. Así el padre de Eisner vino de Austria, para ganarse la vida en Nueva York, pintando decorados para el teatro
yidish. El personaje de su libro escapó a una de estas matanzas, creciendo solo en un pueblo, donde destacó como alguien amable y servicial, haciendo tantas buenas obras que no dejaba de escuchar continuamente las palabras: “Dios te recompensará”…
Agradecidos al joven, los vecinos del pueblo reunieron dinero para mandarle a América, al creer que Dios estaba de su parte. El rabino que le acompaña al puerto le asegura que Dios es justo y omnisciente, ya que la justicia está en sus manos y Dios sabe todo lo que hacemos.
Aquella noche en un frío bosque hizo un contrato con Dios, escrito en una piedra, que siempre llevó en su bolsillo. Al establecerse en la comunidad hasídica de Nueva York, adquirió enseñanza religiosa y continuó dedicándose a hacer buenas obras. El creía que “cumplió fiel y piadosamente las cláusulas de su contrato”.
Convertido en un respetable miembro de la sinagoga, Frimme no se extraña de la confianza que pone en él una madre anónima, al abandonar a su hija delante de su puerta. Por eso la acepta como parte de su acuerdo con Dios. Hersh la adopta y la llama con el nombre de su madre, Raquel. Pero un día enferma repentina y fatalmente, por lo que Frimme se enfrenta con Dios: “¡No puedes hacerme esto a mí…! ¡Tenemos un contrato!”. Le acusa de haber violado su parte: “Si Dios ordena que cumpla lo acordado, ¿no ha de cumplirlo Dios también?”. Enfurecido, en medio de la tormenta, tira la piedra por la ventana, mientras tiembla el edificio…
Al cabo de ocho días, terminado el luto por su hija, recita su última oración matutina, se afeita la barba y va al banco de la esquina. Allí compra su casa con los bonos que le habían confiado en la sinagoga. Se comporta como un terrible casero, ganando lo suficiente para adquirir la de al lado, y luego construir todo un imperio. Se busca una querida, mientras vive de canjear edificios como cromos. Aunque se niega a beber y a vender su antigua casa. Por lo que su amante descubre que dentro de él hay “como un agujero negro”, que no pueden llenar ni el alcohol, ni las diversiones.
Una tarde decide Hirsh volver a la sinagoga y convocar a los ancianos, para devolverles los bonos con intereses, reclamando un nuevo contrato con Dios, al pensar que el anterior estaba tal vez mal redactado. Si le ayudan a escribirlo ellos, con todo su conocimiento de la voluntad de Dios, conforme a la Ley revelada en su Palabra, él les donará el local de la sinagoga.
Preparan así un documento para ayudarle a vivir en armonía con Dios. Y dispuesto a emprender una nueva vida de caridad, aquella noche lee el documento una y otra vez, convencido de que es un contrato genuino, por lo que ahora Dios no puede violar su contrato. Entonces un dolor en el pecho le hace de repente derrumbarse, exhalando su último suspiro…
¿PODEMOS NEGOCIAR CON DIOS?
El epilogo con el que acaba este relato, nos muestra cómo esta vez no sólo tiembla el edificio, sino que un incendio acaba con todas las casas de alrededor. Un niño judío ortodoxo se comporta entonces heroicamente, salvando a muchos del desastre, pero poco después es acorralado por tres chavales que le tiran piedras por ser judío y llevar un sombrero, que les parece ridículo. Mientras se defiende, buscando piedras, encuentra la del contrato de Hersh, que decide firmar él también esa misma noche…
¿La historia se repite?
Si como dicen los ancianos de la sinagoga, “toda religión no es sino un contrato entre el hombre…y Dios”, ¿qué conclusión debemos sacar? ¿Falta Dios a su parte?, ¿o es que no sirve de nada la religión?... Sabemos que Eisner no era creyente, puesto que la última voluntad que expresó a su segunda esposa, Ann, fue que no se celebrara ningún servicio funerario. Hay sin embargo algo sobrenatural en esta historia, como es el temblor del edificio, que está ausente en el resto de los relatos de este libro. Ya que todos ellos están marcados por una creciente sordidez...
Hace unos años se hizo famoso el libro de un rabino de Nueva York, titulado
Cuando cosas malas pasan a gente buena. Es evidente que la vida está llena de cosas malas, pero la cuestión es si nosotros somos gente buena. El personaje de Eisner no tenía ninguna duda acerca de su bondad. Sus buenas obras le hacían sentirse confiado, pero ¿qué son buenas obras?
La filantropía, muchas veces no oculta sino una tremenda soberbia, por la que intentamos ganar el favor de Dios. Pero Dios no puede ser comprado. No podemos hacer un contrato con Él, como Hersh, y pensar que Dios está obligado a cumplirlo. Su Pacto con Israel fue de pura gracia. No a causa de algo que ellos hicieran, sino por la sola voluntad de Dios (Deuteronomio 7:7-9).
El problema no está en la justicia de Dios, sino en nuestra injusticia. Ya que “no hay justo, ni aun uno” (
Romanos 3:10). Lo asombroso por lo tanto no es que pasen cosas malas a gente buena, sino que Dios dé tantas cosas buenas, a gente tan mala como somos nosotros.
Esa es la maravilla de su Alianza, que aún
“si fuéremos infieles, Él permanece fiel” (2 Timoteo 2:13). Ya que Dios no nos trata tal y como merecemos. Su amor y su bondad se muestra precisamente en el hecho de que nos salvó,
“no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho”, sino por su sola misericordia (
Tito 3:4-5).
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