Nada más abrir las páginas de este libro se percibe el aliento narrativo de los grandes creadores, cuya concepción del hecho literario desborda el mero relato. Ya que la proximidad a la cultura anglosajona no impidió que Sebald imprimiera a su escritura ese estilo caudaloso e introspectivo de autores como Thomas Mann, Musil o Kafka. Sus “historias unidas a innumerables lugares y objetos” constituyen una narración
sui géneris, que forma un tejido casi fantasmal de vidas olvidadas en una Historia que nadie contaría, si no fuera por alguien como Sebald.
La búsqueda de identidad de ese adolescente errático llamado Austerlitz, tras la muerte de sus padres adoptivos, es la increíble historia del desarraigo y la supervivencia de un pueblo como el judío, tras la locura nazi . Sebald reconstruye su peripecia a través de un narrador que nos refiere sus encuentros sucesivos con él. Es así cómo conocemos sus orígenes en Praga, a lo largo de estaciones de tren que salpican un relato, que sugiere su condición itinerante. No es causal por eso la afición de Austerlitz a una arquitectura, por la que intenta percibir un orden en medio del caos en que vive.
UN HOMBRE SIN HISTORIA
Austerlitz es un hombre sin historia, un completo desarraigado. Hijo de un matrimonio judío de Praga, es enviado a Inglaterra cuando tenía sólo cinco años, aprovechando un convoy, mientras Hitler entra en Checoslovaquia. Al cambiar de nombre,
no sabe nada de su procedencia hasta cumplir los quince años. Sus padres desaparecieron en los campos de concentración sin dejar rastro. Hay un agujero por detrás, pero también una incógnita por delante. Su viaje de regreso no le lleva a encontrar apenas nada tangible. Es alguien que busca saber de dónde procede y quién es, pero su vivencia le encierra continuamente en sí mismo.
Austerlitz se vuelve así el ojo de una conciencia que mira sin cesar alrededor . Sebald no muestra por eso ninguna complacencia ante el comportamiento de sus compatriotas. El fervor popular que acompañó a Hitler durante sus años en el poder, le produce una sensación de extrañeza, incompatible con esa paz interior de los que se identifican con un paisaje y una tradición. Austerlitz y el narrador transitan así por Europa como dos extraños. Ajenos a todo, sólo se encuentran cómodos en las estaciones, donde la gente está de paso.
Es como si Sebald dijera que estar de paso es la única opción moral en un continente cuyo pasado está contaminado. Por eso no puede haber otra patria que la mochila que acompaña a Austerlitz en su existencia itinerante. La paz que obtiene en su casa de campo de Oxford, donde se aproxima a los misterios de la botánica y la entomología, no será más que un paréntesis. Su afición a los insectos le hace comparar su vida con una polilla, que muere de miedo y dolor cuando se extravía.
La obra de Sebald nos da una visión del hombre europeo de la segunda mitad del siglo XX. Un hombre que camina sobre los restos de una devastación insoportable después de dos crueles guerras, que han sacudido sus raíces y lo han arrojado sobre una tierra no solamente yerma, sino incomprensible. Como diría Baudelaire, el hombre intuye la correspondencia entre las cosas, pero ya no sabe leer el mundo. Este libro se convierte así en la epopeya de un hombre perdido.
CUANDO EL FUEGO SE VA
Austerlitz llega un día a la estación, donde le reciben un pastor galés y su esposa, ya mayores y sin hijos, en régimen de acogida. Es un pequeño pueblo, donde vive el predicador, que atiende algunas de las capillas que sobrevivieron de los avivamientos del siglo XVIII
. Es precisamente en esa ciudad de Bala, donde el metodismo calvinista tuvo en la época de Whitefield uno de sus mayores centros de influencia en todo el mundo, por su poderosa combinación de una “lógica en fuego”, tal y como lo definió uno de sus más grandes sucesores, el Doctor Lloyd-Jones.
El pastor es un antiguo misionero llamado Elias, que vive en una casa aislada, donde nunca se abre una ventana. El frío reina en el silencio de un lugar, que Austerlitz difícilmente puede considerar su hogar. El protagonista recuerda cómo el predicador solía estar siempre en su estudio, que daba a un oscuro rincón del jardín. Allí piensa en el sermón que dará el domingo siguiente. A Austerlitz le asombra que los elabora únicamente en su cabeza, torturándose durante cuatro días. Y todas las noches sale de su despacho “totalmente abatido, sólo para volver a desaparecer en él a la mañana siguiente”. Los domingos sin embargo, aparece ante la comunidad con una elocuencia tan poderosa, que a este joven judío le resulta “realmente conmovedora”. Todavía hoy le escucha hablar del Juicio Final y la Bienaventuranza eterna.
Vivimos en un continente que ha olvidado el fuego del Evangelio. Elias es para Austerlitz el único superviviente de la catástrofe de una inundación. Y lo terrible es que cuando llega la hora de la muerte, la desgracia parece destruir su fe, precisamente en el momento que más la necesitaba. No puede ya predicar, sino que con voz quebrada, sube al púlpito y lee un verso de
Lamentaciones de Jeremías sobre cómo Dios le “dejó en oscuridad, como los ya muertos de mucho tiempo” (3:6). Incapaz de decir una palabra, se queda un rato mirando las cabezas de sus feligreses, paralizados por el espanto, para luego bajar lentamente del púlpito y salir de esa capilla, donde no predicará ya más…
¿Es éste el futuro de Europa?, ¿no hay ya ninguna luz que esperar al final de este túnel?, ¿se han acabado ya los días de los avivamientos? Es cierto que un avivamiento es la prerrogativa absoluta de un Dios soberano, pero de una forma extraña su propósito está unido a la oración de su pueblo. Como el profeta Jeremías, cuando miramos a nuestro alrededor, hay poco que pueda animarnos a mirar con esperanza el futuro. Pero a pesar de esto, o quizás por eso mismo, Míqueas puede decir: “Mas yo al Señor miraré, esperaré al Dios de mi salvación; el Dios mío me oirá” (7:7)…
Si quieres comentar o