La obra de Pombo ha adquirido estos últimos años un carácter cada vez más personal. Si libros como
La cuadratura del círculo o
Una ventana al norte, entraban de lleno en el tema religioso, sólo en
El cielo raso había considerado el problema de la fe desde la perspectiva homosexual. En
Contra natura se hace ya inseparable el novelista de su persona, que aparece dividida ahora entre los personajes de Javier Salazar y Paco Allende, dos homosexuales de la misma edad de Pombo, que tienen un trasfondo semejante al suyo. El autor mismo lo confiesa en un epílogo en que reconoce que durante muchos años vivió “la homosexualidad como un pecado”, pero que se rebeló contra ello al viajar a Inglaterra, cuando tenía veintiséis años. No quiere hacer sin embargo “una apología del amor homosexual”, sino “expresar con vigor y crudeza” -o sea “con la mínima cantidad posible de sentimentalismo- las relaciones entre homosexuales de distintas generaciones”, que “lo
gay comienza a trivializar”...
Más que una novela de autor, estamos ante una novela-ensayo, que hace una introspección profunda de la psicología homosexual y una denuncia de una conducta moral que considera frívola, cínica, mordaz y cruel. La gran pregunta de este libro es en definitiva si es posible el amor homosexual. Aunque la mitología
gay así lo cree, alguien con la experiencia de Pombo, nos asegura que no es fácil de encontrar. Este es un cuadro por lo tanto de soledad y desamor, en que la cruda sexualidad descarnada, intenta compensar con su promiscuidad un vacío evidente en la vida de muchas personas. Es un libro duro de leer, por lo menos para alguien cristiano y heterosexual, ya que sus descripciones rozan lo pornográfico, aunque predomina un tono existencial de repulsa, que hace de esta obra una clara ilustración de la verdad que el apóstol Pablo nos quiere comunicar en el primer capítulo de su carta a los
Romanos...
DECADENCIA Y CAÍDA
La vida de un brillante editor jubilado, Javier Salazar, transcurre apacible y confortablemente en su elegante piso de Madrid. Tiene la sensación de haber hallado por fin en su madurez un cierto equilibrio y tranquilidad, cuando se encuentra una tarde en un parque a un joven malagueño, hijo de una madre soltera, Ramón Durán, que despierta todas sus pasiones. La brillantez y encanto de Salazar, van acompañadas de un profundo desprecio, vanidad y soberbia, que viene en el fondo de una mala conciencia por haber provocado el suicidio de un compañero de seminario, que le lleva a un continuo afán de destrucción. La aparición entonces de un antiguo profesor de Durán, Juanjo Garnacho (que le inició en la homosexualidad, aunque ahora está casado), convertirá su relación en un peligroso campo de minas, que hará que todo salte por los aires, al final de todo un proceso de degradación y caída....
Salazar está tan corrompido que justifica el abuso de menores, porque según él, “siempre quieren los besos, los sobos, las ventajas de que el profesor les meta mano”. Juanjo sin embargo se engaña, pensando que Durán quería que se aprovechara de él. Estos supervivientes del
sida, “el cáncer rosa” que acabó con la vida de tantos homosexuales a principios de los años ochenta, tienen según Salazar, “la superficialidad y el aspecto de inmerecido bienestar que tienen todo los supervivientes”. Su historia comienza con un triángulo sentimental en un seminario del norte de España. Allí Salazar “descubrió, casi desde el primer año, que su interés por la vida del seminario era muy intensa, pero no era religiosa”. Puesto que sus sentimientos “no se dirigían a la Virgen María, ni a Jesucristo, ni a la cruz, ni al Dios Padre Todopoderoso al que se rezaba en el Credo”.Su sensibilización era más bien hacia lo que él llama “lo litúrgico-teatral-verbal”, o sea “el gran estampado”...
¿HOMOSEXUALES CRISTIANOS?
La aparición de su antiguo compañero de seminario, Paco Allende, representa la entrada de una conciencia moral en la historia. Conocedor de toda su maldad, se ve sin embargo confundido por unos ambiguos sentimientos de atracción y rechazo al trío que forma ahora Salazar con Durán y Juanjo Garnacho. ¿Qué ha quedado sin embargo de su fe? Allende ha llegado a la conclusión que “Dios no puede intervenir en el mundo”, porque si lo hiciera, “sería parte del mundo y no sería Dios”. Durán tampoco cree en la Providencia, pero es que para él, Dios no existe. Aunque como su madre, cree en santas y vírgenes milagreras, además de los
ovnis y la inmortalidad del alma. Es la incoherencia de alguien que puede decir: “No creo en Dios, pero creo en la resurrección de los muertos”. A él sin embargo le sorprende la idea del “homosexual cristiano”, porque “gran parte de la hostilidad que Durán había respirado en el colegio, y en el instituto, y en las asociaciones deportivas, y en los gimnasios, y, por supuesto, en sus vecinos, tenía un origen cristiano, religioso, doctrinal”...
“- Yo sigo teniendo fe en Jesucristo”, dice Allende, aunque “estoy muy alejado de la Iglesia católica...
- O sea que eres cristiano”, dice Durán.
- “Soy cristiano.
- Y maricón.
- Eso, y maricón.”
Salazar entiende el pecado y la gracia “como poderosas energías mimetizantes que daban que hablar ininterrumpidamente, eternamente, queriendo decir todo y nada al mismo tiempo”. Porque para él, “el mal y el bien de que se hablaba tanto en el seminario le parecieron alternativas de balanzas, pesos y contrapesos del fascinante espectáculo de la vida”. En su indiferencia, “ve las cosas sin amarlas”. Ya “vivía su vocación en el seminario sin expresividad alguna, sin devoción, aunque seguía la rutina, pero tenía mucho más interés en las cuestiones pastorales que en las teológicas”. Allende también quiso entrar en el seminario porque quería “curar almas”. Algo que pretende hacer todavía, aunque ahora “detestara la memoria de todo lo eclesial”, pero entonces ni uno, ni otro, se sentían homosexuales. En su aislamiento actual, ya “no se trata tanto de que la sociedad les rechace como del rechazo que el propio homosexual, emparejado o sin emparejar, hace de su sociedad”...
DIOS NO CREE EN LOS ATEOS
En el epílogo Pombo se muestra harto de oír “con demasiada frecuencia descripciones igualatorias y fáciles de la experiencia homosexual”, cuando “se olvida que es, tanto numérica como cualitativamente, rara”. Salazar llega a decir que “nadie les librará de su esencial conexión con la marginación, con el fracaso y con la muerte”. La novela acaba por eso con una orgía de sangre y muerte, que parece anunciar un “castigo divino”, la única sombra que encuentra en este libro el prestigioso crítico Rafael Conte. A Allende sin embargo le sugiere todo lo contrario, que “no hay juicio final”. Aunque en el fondo de su corazón una voz parece decirle todo lo contrario. Y “la urgencia con que ahora aparta la idea de juicio final en presencia de su difunto amigo, el irreconocible Javier Salazar”, en su aséptico reducto de una estancia del tanatorio de la M-30, le deja sin embargo perturbado y angustiado...
El hombre cree así poder escapar de Dios, negando su existencia, pero Él ha dejado tal testimonio de si mismo en nuestra conciencia, que hace que no tengamos excusa (Romanos 1:20). ¡Dios no cree en los ateos! Nuestro problema para creer no es intelectual, sino moral. Ya que en el fondo de nuestro corazón sabemos que no solo hay un Creador, sino que Él también es el Juez, ante el cual todos tendremos un día que dar cuentas de nuestra vida. Si la gente cree que la fe es una forma de evasión, Dios nos dice que nuestra falta de fe viene precisamente de nuestro deseo de huir de Aquel que tiene toda la autoridad para juzgarnos. Porque estamos sentados en el banquillo, no nos engañemos. Ya que
“¡no hay justo ni aun uno!, ¡no hay quien haga el bien!, ¡no hay ni siquiera uno!” (Ro. 3:10)...
Allende reconoce que “el sentimiento de culpa nos tortura incesantemente”. Hasta un no creyente como Durán, cuando se encuentra con la muerte de su madre, a la que ha tenido abandonada mucho tiempo, se siente culpable y dice: “No tengo perdón de Dios”. Ya que aunque él no cree que exista, “si alguien supiera lo que ha pasado de verdad, sabría que lo mío es imperdonable”. Y cuando Allende intenta darle alguna esperanza, reconoce que “sin la resurrección tu madre queda sumida para siempre en el absurdo de su muerte absurda”. Porque no hay otra paz, ni vida eterna, que la que viene de ser libres de ese juicio divino. Y eso es sólo posible por medio de Aquel que llevó nuestro castigo. ¡Sólo por Él puede librarnos de nuestras miserias y vergüenzas!
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