Calma, pero no sana; acompaña, pero no regenera. Esta espiritualidad intenta recuperar la dimensión del alma sin recuperar a Aquel que la creó.
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La semana pasada hablamos de la ‘grieta luminosa’ de un mundo herido, algo que ha llevado a un retorno a lo sagrado en la cultura y la vida pública que incluso la prensa secular reconoce como un retorno inesperado.
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También vimos que existe un cansancio del alma en esta era digital que ha llevado a una sed intensa como síntoma de un alma que busca. Pero como veremos a continuación esa sed, sin Cristo, solo sirve para generar una sed más intensa.
Simone Weil, figura esencial para entender esta transición, afirma que la atención es una forma de oración. La cultura de hoy ha perdido la atención; la espiritualidad que resurge busca recuperarla. Y ese intento, aunque incompleto, revela una intuición profunda: la vida necesita un para qué, no solo un cómo. (Simone Weil, La gravedad y la gracia, Trotta, 2007).
La nueva espiritualidad calma, pero no sana; acompaña, pero no regenera. Intenta recuperar la dimensión del alma sin recuperar a Aquel que la creó. Es sincera, y en cierto modo bella, pero insuficiente. Weil1 hablaba de la “espera de Dios”, una espera que prepara al alma para recibir lo que por sí misma no puede producir. La espiritualidad contemporánea se queda en esa espera, no obstante, sin encuentro. Por eso resulta conmovedora y, a la vez, incompleta.
La sed posmoderna es real, pero las fuentes a las que acude no logran saciarla. Carl Jung1 decía que el alma es “la madre de todas las dificultades no resueltas que lanzamos hacia el cielo”; pero el Evangelio responde: “¡esas dificultades no se resuelven con introspección, sino con reconciliación!”.
Hay generaciones enteras que jamás pisaron un templo, pero llevan tatuada en el alma una inquietud que no les deja tranquilos. No saben darle nombre, pero la sienten, es la misma sed que ha acompañado a la humanidad desde que existe narrativa humana: la sed de lo eterno. “Todo lo hizo hermoso en su tiempo; y ha puesto eternidad en el corazón de ellos, sin que alcance el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio hasta el fin” (Eclesiastés 3:11). Ese vacío interior que ningún estímulo puede llenar es nostalgia de cielo que, como decía George Steiner2, pulsa desde dentro de la cultura, porque el ser humano está hecho de un lenguaje que recuerda lo divino.
En este punto convergen sociología y teología: la humanidad sabe que necesita agua, pero no recuerda dónde está el pozo. Busca alivio sin transformación; quiere sanar, pero rechaza la disciplina del amor salvífico; quiere silencio, mas no oír de obediencia; quiere profundidad, y no conversión. Lo que falta no es espiritualidad, sino Cristo.
El mundo no está rechazando a Dios; está regresando, aunque por caminos inesperados. Está golpeando a la puerta, aunque sin saber a quién llama. Lo dijo Pascal3 hace casi cuatro siglos, y hoy vuelve a sonar con una claridad sorprendente: “Solo Dios puede llenar el vacío que él mismo dejó para ser llenado por Él”.
Lo que esta generación pide no es complejidad teológica, sino verdad encarnada. La Iglesia no puede responder a esta sed con triunfalismos ni con indiferencia. Tampoco puede limitarse a repetir estructuras que ya no interpelan a la sensibilidad contemporánea. Lo que este tiempo necesita es una Iglesia que sea hogar, y no espectáculo; un hospital de almas, no tanto una fábrica de eventos. Recuperemos espacios de silencio, de Presencia, de escucha... Seamos la Iglesia que busque la hondura y la ternura espiritual, la belleza como signo del Reino, la comunidad como medicina y la oración como respiración.
El mundo está lleno de discursos. Necesita creyentes capaces de acompañar, de mostrar compasión, de ofrecer descanso; no solo de argumentar, enseñar doctrina y dar información. La Iglesia será relevante no por modernizarse, sino por volver a lo esencial: ser el lugar donde el alma cansada descubre que existe una fuente de agua viva.
Para los pastores y líderes, esta es una oportunidad extraordinaria. La sed contemporánea no es amenaza: es invitación. Pero solo podremos responder si nosotros mismos hemos bebido primero. El momento exige una Iglesia que vuelva a ser lo que siempre estuvo llamada a ser: un lugar donde la presencia de Dios no se explica, sino que se experimenta. Con menos programas y más reencuentro. Con menos gestión y más pastoreo; sin prisas para la contemplación. Pastores capaces de escuchar el susurro del Espíritu y también el gemir del mundo.
No se trata de competir con las nuevas formas de espiritualidad, sino de ofrecer lo que ninguna de ellas puede ofrecer: un encuentro con el Cristo vivo, real, cercano y transformador.Espiritualidad con rostro, con historia, con cruz y con resurrección. Una fe que no se agota, porque no depende del estado emocional ni es una construcción humana, sino una respuesta divina.
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A ti que lees esto, quizá cansado, quizá buscando, reconociendo tu propia sed: tu vacío no es un fallo; es, más bien, una señal. El cansancio del mundo puede ser bendito cuando te lleva a detenerte y a escuchar... La sed que sientes es un recordatorio de que fuimos creados para algo más. Jesús no dijo “que vengan los fuertes”, sino los trabajados y cargados. También dijo: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba” (Juan 7:37).
La mística posmoderna calma momentáneamente la sed, mientras que Cristo puede saciar para siempre. No te está ofreciendo un método, sino una vida, y no da explicaciones abstractas ni invita a la autoexploración infinita, solo nos propone un encuentro real que comienza al reconocer que necesitamos arrepentimiento y reconciliación con Él.
Si tienes sed, ven.
Si estás cansado, ven.
Jesucristo sigue siendo, hoy y siempre, el Agua Viva. Y quien bebe de Él nunca más tendrá sed.
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