Las vivencias personales llegan a mi recuerdo en la iglesia donde el Señor me alcanzó hace ya 33 años, y donde aprendí a dar mis primeros pasos en la fe. Por Lourdes Otero.
Fachada de la iglesia de Amara.
Recordar viene del latín ricordare: volver a pasar por el corazón. Y eso es exactamente lo vivido este fin de semana, mientras celebrábamos el 50 aniversario de la Iglesia Evangélica de Amara: mi iglesia, el lugar donde el Señor me alcanzó hace ya treinta y tres años y donde aprendí a dar mis primeros pasos en la fe.
Aunque hoy viva lejos, volver a Amara ha sido como abrir un álbum vivo, no de fotografías, sino de rostros, voces y huellas espirituales. Cada saludo, cada testimonio, cada referencia a los pioneros del evangelio en San Sebastián despertaba algo en mí… como si uno a uno fueran desfilando aquellos a través de los cuales Dios moldeó mi historia.
Mientras escuchaba nombres que marcaron los inicios de la obra y otros que marcaron mis propios comienzos, sentí que caminaba por una pasarela de testigos, como la de Hebreos 11, hecha no de héroes lejanos, sino de hombres y mujeres reales, imperfectos y luminosos. Este aniversario no solo ha celebrado la historia de una iglesia: ha rehecho la mía. Y ahora, con el corazón aún conmovido, quiero escribir algo acerca de algunos de ellos. Recordar quiénes fueron para mí y cómo Dios, a través de ellos, fue escribiendo la historia que me trajo hasta aquí.
Los primeros que aparecieron en mi alma fueron Juan y Melinda Miller. Juan, aquel misionero americano que se entregó a aprender euskera solo para compartir el evangelio a los euskaldunes con respeto por su cultura y cercanía. Sigue siendo para mí un hombre apasionado, tierno y visionario. Lo imagino gozoso en la presencia del Señor, contemplando cómo ha florecido lo que él sembró, especialmente la obra en Tolosa. Melinda… discreta, prudente, serena. Una mujer cuya vida hablaba más que sus palabras. Su fe callada sostenía, acompañaba, edificaba. Volver a verla en el vídeo fue como volver a sentir esa paz suave que la rodeaba.
De Jaime Ardiaca conservo un aprendizaje que me marcó para siempre. Fue él quien me enseñó algo que al principio no entendía: que nosotros no “conocimos” al Señor, porque Él nunca estuvo perdido. La grandeza es que fuimos conocidos por Él. Años después, ese matiz sigue corrigiendo mi lenguaje y guiando mi comprensión de la Gracia.
También recordé a Juan Gili y Benjamín Martín. Durante un tiempo llegué a pensar que eran hermanos: altos, con un aspecto similar y el mismo brillo en los ojos cuando hablaban de evangelismo. Los conocí en Amara, luego en Zazpi Haritzak y más tarde en Los Naranjos. Su entrega y su fidelidad sencilla dejaron huella en mi fe.
Y cómo no mencionar a Manuel y Pili Corral. Fue una alegría inmensa verles este fin de semana. Manuel me recuerda que Dios escribe historias nuevas donde otros solo ven finales. En esa época de mi vida en la que atravesé una etapa de alejamiento del Señor y parecía que ya no quedaba nada que recuperar, Manuel fue una de las voces que Dios usó para alentarme, llamarme de vuelta, recordarme que la gracia no caduca y que el Padre siempre deja una luz encendida para los que regresan. Por eso, cada vez que le veo, mi corazón se llena de gratitud, porque Dios me mostró a través de Manuel Su misericordia en mi vida cuando nadie daba un duro por mí.
Hubo un momento especialmente intenso este fin de semana: cuando tanto Jaime como Manuel mencionaron a Alfonso Morcillo, asesinado por ETA en 1994.
Cuando Pablo Martínez compartió Romanos 12:19: “No os venguéis vosotros mismos…” me trasladé de inmediato al funeral de Alfonso, en el salón de actos del Ayuntamiento de San Sebastián. El ambiente era tenso, silencioso, lleno de dolor y, en la medida que podíamos, de dignidad cristiana (habían asesinado a uno de los nuestros). Recuerdo a Manuel predicando sobre el perdón y la justicia divina ante políticos y autoridades. Y recuerdo también a uno de ellos sonriendo con burla mientras escuchaba.
Semanas después, ETA atentó contra él. Sentí un estremecimiento profundo.
No porque “la vida le devolviera algo”, sino porque entendí de golpe la fragilidad humana… y la seriedad del evangelio. Aquello me marcó para siempre. Aprendí que amar a los enemigos no es poesía: es una batalla espiritual contra el odio. Y vi cómo Dios sostenía a Su pueblo incluso en aquellos días tan oscuros.
También quiero mencionar a Arantxa Miguel, la madre de Borja Ascondo, hoy pastor de la iglesia. La recuerdo cada domingo, entrando con su niño pequeño de la mano. Dulce, discreta, perseverante. Sin hacerse notar, sin ruido, pero siempre ahí.
Ella me recuerda a Eunice: aquella mujer judía casada con un griego, criando a Timoteo en medio de una cultura que no compartía su fe, pero sembrando en él, junto con Loida, una fe auténtica.
Arantxa me hacía pensar en la fidelidad silenciosa que transforma. La veía caminar domingo tras domingo, casi como quien protege una llama frágil para que no se apague. Y hoy, al ver a Borja, comprendo cómo Dios usó esos pasos sencillos para escribir el futuro de su hijo.
Porque detrás de cada Timoteo hay una Eunice. Detrás de cada vida que florece hay alguien que, sin las luces del escenario, decidió creer.
Y me gusta imaginar que Dios miraba a Arantxa, con su niño de la mano, avanzando contra todo pronóstico, y sonreía. En esa constancia humilde ya estaba germinando lo que hoy vemos.
Aunque no es miembro de nuestra iglesia, no puedo dejar de mencionar a Pablo Martínez. Lo conocí cuando llevaba muy poquito tiempo en el evangelio. Recuerdo un campamento de GBU, su mensaje, su forma tranquila, pero impactante, de explicar las cosas… y también las veladas, aquel sketch ... Menos mal que entonces no había redes sociales…
Pero lo más importante vino muchos años después.
Tras la muerte de mi esposo, su libro “Más allá del dolor” fue para mí como un manual: una guía para caminar cuando mi corazón no sabía cómo seguir. Dios lo usó para hablarme, sostenerme y enseñarme a llorar adecuadamente.
Por eso Pablo ocupa un lugar especial en mi historia con el Señor.
Este fin de semana no ha sido solo un aniversario: ha sido un viaje interior a mis raíces espirituales; un volver a pasar por el corazón nombres, historias, lágrimas, risas...
Todos ellos, y muchos otros que no he mencionado, forman parte de mi fe. Cada uno, a su manera, son un reflejo del Dios que me salió al encuentro hace treinta y tres años.
Y mientras escuchaba las enseñanzas, los saludos, las memorias y los testimonios, entendí algo precioso:
Dios no solo ha sido fiel a esta iglesia. Ha sido fiel conmigo a través de esta iglesia.
Y eso… también merece ser recordado.
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