Un amor irresistible que no provocaste y aún así lo cambia todo.
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Diciembre siempre ha sido un mes cargado de símbolos: luz, familia, gratitud, hogar, esperanza. Pero si quitamos los adornos, las luces y las celebraciones… diciembre sigue proclamando el mismo mensaje que atraviesa la Escritura desde Génesis hasta Apocalipsis: Dios ama primero. Dios ama antes. Dios ama sin condiciones previas.
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El apóstol Juan lo expresó con una claridad que desarma cualquier teología de méritos:
“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados.” (1 Juan 4:10)
Este versículo no solo corrige nuestras ideas religiosas; también toca y sana las heridas más antiguas que arrastramos. Nos libera del espejismo de creer que el amor de Dios depende de nuestro rendimiento, madurez, disciplina espiritual o capacidad de responderle bien.
El amor no tuvo su origen en nuestro intento por buscar a Dios. Tiene su origen en Él, en Su iniciativa, en Su voz que nos llamó primero. Así lo afirma toda la Escritura: “Él nos eligió antes de la fundación del mundo” (Efesios 1:4), recordándonos que Su amor antecede a nuestra historia, a nuestras decisiones y a nuestra capacidad de responderle.
A inicios de agosto de 2012 viví uno de los momentos más significativos de mi vida. Hasta entonces podía explicar 1 Juan 4:10 con exégesis, comentar el texto, analizarlo, predicarlo. Pero ese día lo entendí… en el alma.
Fue el día en que tuve en brazos a mi hija recién nacida. Ella no sabía quién era yo. No podía reconocerme, hablarme, agradecerme ni amarme. Lo único que podía hacer era dejarse amar.
Pero ese día, yo decidí:
• hacerla mi hija,
• darle un nombre,
• cederle mi apellido,
• otorgarle un hogar,
• guardar su vida con la mía.
Ella no contribuyó en nada. Yo lo hice todo.
No fue porque ella hubiera hecho algo por mí, sino porque yo la amé primero. Comprendí sus necesidades, los peligros que la vida traería, los sacrificios que vendrían. Y aun así —o precisamente por eso— decidí amarla antes de que ella pudiera responder.
Ese día entendí una verdad que transformó mi fe: el verdadero amor se entrega antes de que el amado sea capaz de responder.
Así es Dios. Así ha sido siempre.
Él te amó antes de que pudieras pronunciar Su nombre, antes de que entendieras una sola doctrina, antes de que supieras obedecer, servir o agradecer.
Como muchos, durante años viví como si Dios me amara más cuando yo hacía más por Él.
Caí en la trampa del activismo eclesiástico: servir, predicar, ayudar, correr… no movido por amor puro, sino por una herida infantil que susurraba:
- “Demuestra que eres suficiente.
- Gánate el amor.
- No falles o dejarán de quererte.”
El problema de una herida no atendida es que se disfraza de espiritualidad. El alma herida busca refugiarse en el rendimiento, pero el rendimiento nunca sana; solo posterga el encuentro que más necesitamos: ser amados sin condiciones.
Oras más para sentirte digno.
Sirves más para sentirte aceptado.
Te exiges más para no sentirte desechado.
Cargas la iglesia entera para compensar un vacío del alma.
Pero Juan dice: “En esto consiste el amor…”
Es decir: aquí está el centro. Aquí descansa tu fe. Aquí se sostiene tu identidad.
El amor no está en lo que tú haces.
Ni en tu capacidad de amar.
Ni en tu constancia espiritual.
Está en que Él te amó cuando tú no podías —y nunca podrás— devolverle nada.
Y cuando hablamos del amor que reconstruye, la Biblia no nos deja con teorías ni conceptos abstractos; nos da historias reales de hombres rotos que fueron levantados por la pura gracia. De todas las escenas del Nuevo Testamento, pocas revelan con tanta claridad la naturaleza del amor de Dios como el encuentro entre Jesús resucitado y Pedro. Es un momento sagrado, íntimo, tan lleno de humanidad como de gloria. Y cada vez que lo leo —y lo predico— encuentro en él la misma certeza: el amor de Dios no solo perdona; reconstruye.
La noche anterior a la crucifixión, Jesús compartió la última cena con sus discípulos. Juan nos dice que habló largamente con ellos: palabras de consuelo, advertencia, preparación y promesa. Pero no tenemos todo lo que allí se dijo; solo fragmentos, retazos de una conversación gigantesca que seguramente removió el corazón de todos.
Lo poco que sí sabemos es suficiente para comprender la tensión espiritual de ese momento.
Después de la cena, Jesús los conduce al Monte de los Olivos. Y allí, en el trayecto hacia Getsemaní, pronuncia una profecía que cae sobre el grupo como un jarro de agua fría.
“Heriré al Pastor, y las ovejas del rebaño serán dispersadas.” (Zacarías 13:7)
Jesús les está diciendo: “Cuando las cosas se pongan difíciles, ustedes van a correr.”
Y la frase queda suspendida en el aire… hasta que Pedro, fiel a su carácter impulsivo, irrumpe delante de todos los que estaban ahí con una declaración temeraria:
“Aunque todos te abandonen, yo jamás te abandonaré.” (Mateo 26:33)
Pedro hablaba sincero. Creía cada palabra. Su amor era real, pero inmaduro. Y ese mismo amor inmaduro le llevó, pocas horas después, a negarlo no una, sino tres veces. No solo negó conocerlo: lo hizo con juramentos, miedo y desesperación. Y cuando el gallo cantó, su alma se quebró en un golpe.
Tres negaciones. Tres grietas profundas en el corazón de un hombre que creía ser más fuerte de lo que realmente era.
Cuando Jesús resucita, no busca a Pedro para humillarlo, ni para exigir cuentas, ni para medir su rendimiento espiritual. No le pide un listado de promesas, no le exige compensaciones, no le recuerda su caída.
Lo que hace Jesús es tan inesperado… tan contrario a toda lógica humana… tan lleno de gracia… que todavía hoy nos desconcierta: Jesús lo invita a desayunar.
El Maestro que fue negado se sienta a la mesa con el que lo negó.
Allí, junto al fuego, sin escándalo, sin discursos, sin dramatismos, Jesús mira al hombre que lo traicionó y le pregunta:
“¿Me amas más que estos?” (Juan 21:15)
No es una pregunta de juicio. Es una pregunta de reconstrucción.
Jesús no está hurgando en la herida para exponerla, sino para sanarla. No está exigiendo una explicación; está abriendo un camino de regreso. No está condicionando su amor al desempeño de Pedro; está revelando que en principio nunca dependió de él.
Pedro no puede volver atrás. No puede corregir lo que hizo. No puede borrar la negación. No puede reconstruir con sus manos lo que él mismo derribó con los pies.
Pero puede hacer algo: Puede dejarse amar.
Y es ese amor —no su fuerza, no su disciplina, no su firmeza— lo que reordena su mundo interior. Ese amor que no humilla, sino dignifica. Ese amor que no exige perfección, sino sinceridad. Ese amor que no restaura por obligación, sino por misericordia.
Jesús no le dice “inténtalo otra vez”, ni “sé más fuerte la próxima vez”, ni “prométeme que no fallarás”. Jesús lo llama a amar… desde la verdad. Y luego lo envía nuevamente al propósito:
“Apacienta mis ovejas.” (Juan 21:17)
Una misión renovada para un hombre quebrado… pero amado.
Desde ese día, Pedro no volvió a ser el mismo:
- Ya no habló desde la autosuficiencia, sino desde la gracia.
- Ya no prometió fidelidad desde la fuerza humana, sino desde la dependencia del Espíritu.
- Ya no sirvió para probar algo, sino porque había sido restaurado por completo.
- Ya no vivió para demostrarse… sino para responder al amor que le había rescatado.
Ese es el poder del amor de Dios: No te devuelve al “antes”. Te lleva a un “después” que no existiría sin Su intervención.
Es un amor que no tapa la herida… la sana.
No borra la historia… la redime.
No restaura la apariencia… reconstruye el corazón.
Por eso este encuentro con Pedro no es solo una historia del pasado: es una invitación abierta para nosotros hoy.
Diciembre no celebra una fecha exacta; celebra un hecho eterno: el Hijo vino.
Vino por amor, no para premiar méritos.
Vino a buscarnos cuando estábamos perdidos.
Vino a restaurarnos antes de que supiéramos que necesitábamos ser restaurados.
Y estas fechas también nos recuerdan que nuestro propósito nació del amor de Dios, no de nuestro rendimiento espiritual.
El amor de Dios no nace de tu esfuerzo: nace de Su esencia. Él es amor. Y es el Espíritu Santo quien toma ese amor y lo aplica a lo más profundo de nuestro corazón, donde ninguna predicación ni disciplina pueden llegar.
La verdadera sanidad espiritual llega cuando dejamos de intentar ganarnos un amor que nunca estuvo en disputa. Cuando dejamos de confiar en nuestra competencia y empezamos a descansar en que Él ya nos amó primero.
Quizá este fin de año llegas cansado, decepcionado, herido, sintiendo que fallaste, creyendo que debes demostrar más para ser aceptado.
Pero lee esto con todo tu corazón: No necesitas ganarte un amor que ya es tuyo.
Antes de que tú respondieras…
antes de que tú supieras acercarte…
antes de que tú aprendieras a amar…
Él ya había decidido amarte.
Como aquel padre que toma a su hija recién nacida en brazos y la ama antes de que ella pueda decir una sola palabra. Solo un amor así puede sostenernos, sanarnos y reenviarnos al propósito.
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Este mes no te pido más religiosidad, más perfección ni más rendimiento.
Te pido algo más difícil… pero infinitamente más liberador: Déjate amar.
• Permite que Dios te restaure sin que tengas que justificarte.
• Permite que Él te llame hijo incluso cuando te sientes indigno.
• Permite que Su amor reordene tu corazón cansado.
• Permite que Su gracia te devuelva la vida.
Porque al final… El amor no comenzó en ti. Y tampoco terminará contigo.
Dios sigue siendo quien ama primero. Y si te dejas amar… también aprenderás a amar mejor.
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