Cuando el amor sube al ring, sólo el respeto y la madurez pueden salvar la pelea.
Siempre me ha gustado el boxeo. No sólo por el espectáculo, la fuerza o la resistencia física, sino porque es un deporte que revela el carácter de quienes suben al ring. Hay estrategia, claro, y disciplina férrea, control mental absoluto, pero sobre todo, un respeto fundamental por el oponente.
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Una de las peleas más emblemáticas que recuerdo fue la revancha entre Evander Holyfield y Mike Tyson, el 28 de junio de 1997, conocida como “la pelea de la mordida”. Ambos eran campeones. Ambos habían entrenado durante meses. Ambos tenían todo para ganar. Pero algo ocurrió.
Desde el primer asalto, la tensión era evidente. Tyson, siempre impulsivo y agresivo, buscaba imponer su fuerza y rápida ofensiva, mientras Holyfield mantenía la calma, confiando en su experiencia, técnica, fuerza y resistencia excepcional. En el segundo asalto, un cabezazo accidental de Holyfield abrió un corte en el ojo de Tyson, la sangre encendió su ira y le generó mucha frustración. En el tercer asalto, el control se perdió: Tyson mordió la oreja de Holyfield una primera vez y le arrancó un trozo de cartílago. El árbitro detuvo la pelea, le dio una advertencia a Tyson, y luego la reanudó. Pero pocos segundos después, volvió a hacerlo, esta vez en la otra oreja. La descalificación fue inmediata. El resultado: Holyfield conservó el título, y Tyson perdió mucho más que un combate. Perdió su honor, su credibilidad y la posibilidad de redimirse esa noche.
Lo impresionante de esa pelea no fue la fuerza demostrada, la violencia descontrolada o la sangre sobre la lona, sino la elección. Porque ambos estaban preparados para una batalla justa. Ambos tenían la capacidad de resistir, de adaptarse y de ganar. Pero uno decidió pelear sucio, y al hacerlo, destruyó sus posibilidades de una victoria limpia.
Y así pasa también en el matrimonio.
No es el conflicto lo que destruye a las parejas, sino la forma en que deciden pelear. Hay matrimonios con una gran historia, con amor, fe, compromiso y preparación, pero que terminan lastimándose profundamente porque, en medio del enojo, pierden el control y comienzan a morder lo que juraron cuidar.
El problema no es discutir, sino hacerlo desde el ego, desde el orgullo, desde la necesidad de tener la razón. Una pelea que pudo ser una oportunidad para crecer, se convierte en un escenario de heridas y desconfianza.
He visto a muchas parejas llegar a terapia como si acabaran de bajar de ese ring: cansados, frustrados, sangrando emocionalmente, sin entender cómo llegaron hasta ahí. Ambos tienen razón en algo, pero ninguno logra escuchar al otro. Ambos quieren amar, pero se hieren intentando hacerlo. Y cuando revisamos lo ocurrido, casi siempre encontramos lo mismo: no fue el problema lo que los separó, sino la manera en que eligieron enfrentarlo.
Las peleas no son el fin del amor. A veces, incluso, son el comienzo de una nueva etapa de comprensión, siempre y cuando se elija pelear con respeto, con dominio propio, con la intención de sanar y no de castigar.
“Por esto, mis amados hermanos, sed todos diligentes para oír, pero lentos para hablar y lentos para airarse, porque un hombre airado no es capaz de actuar conforme a la justicia de Dios”. Santiago 1:19-20
Dios no prohíbe el conflicto, pero nos enseña a dominarlo. Nos recuerda que el amor verdadero no se prueba en los momentos de calma, sino en los momentos de tensión. Porque es fácil amar cuando todo va bien, pero amar cuando hay heridas, orgullo y diferencias… eso requiere madurez espiritual.
No se trata de evitar pelear, sino de aprender a pelear con propósito, respeto y amor.
He aprendido que detrás de cada pelea hay algo más que una simple diferencia de opinión.
Peleamos porque necesitamos ser escuchados, comprendidos y valorados. El conflicto, cuando se entiende desde el amor, no es una guerra por tener la razón, sino una búsqueda por recuperar la conexión perdida.
El hombre, cuando discute, suele hacerlo desde un terreno distinto al de la mujer. Generalmente, él busca sentirse respetado, entendido y valorado. Cuando se siente cuestionado o desafiado, su cerebro interpreta la discusión como una amenaza a su rol o a su capacidad de proveer y proteger. Por eso muchos hombres, en medio del conflicto, prefieren callar o alejarse. No siempre porque no les importe, sino porque el conflicto emocional los abruma. Necesitan distancia para calmarse, pero esa distancia, mal interpretada, puede convertirse en una nueva herida.
La mujer, por su parte, suele pelear desde el anhelo de conexión. Cuando siente que su pareja se aleja, lo vive como una forma de abandono. No busca tanto “ganar”, sino que la escuchen, la comprendan y la acompañen emocionalmente.
Mientras él se distancia para calmarse, ella se acerca para resolver. Y ahí, precisamente, es donde el malentendido crece. Él siente que ella lo presiona. Ella siente que él la ignora. Ambos están dolidos, pero lo expresan de formas distintas.
“Si os enojáis, no pequéis; no permitáis que se ponga el sol sobre vuestro enojo”. Efesios 4:26
Este texto no dice que no nos enojemos, sino que aprendamos a no convertir el enojo en pecado, en venganza o desprecio. Porque hay una diferencia entre discutir para sanar y discutir para destruir.
Peleamos mal cuando dejamos de mirar al otro como nuestro compañero y lo vemos como elenemigo. Cuando queremos ganar la pelea más que cuidar el vínculo. Cuando usamos las palabras para golpear, en lugar de sanar. Ahí, en ese momento, el amor se contamina de orgullo y la relación se desgasta.
En mi consulta, siempre les recuerdo a las parejas que pelear no es malo. Lo malo es cuando la pelea se convierte en una competencia donde uno debe salir victorioso y el otro humillado.Una pelea limpia busca resolver, una pelea sucia busca dominar. Una pelea limpia termina con perdón; una pelea sucia deja heridas que luego cuesta mucho sanar.
“La respuesta suave calma la ira, pero la palabra áspera hace subir el furor”. Proverbios 15:1
Así como Holyfield ganó aquella pelea no porque golpeara más fuerte, sino porque mantuvo la integridad en medio del caos, en el matrimonio también se gana cuando uno decide conservar la calma, aun cuando el otro no puede hacerlo. La verdadera victoria en una discusión no es que el otro se rinda, sino que la relación sobreviva. Pelear limpio es tener la madurez de decir: “No quiero tener razón, quiero tener paz”. Es reconocer que el objetivo no es vencer al cónyuge, sino cuidar el vínculo que los une.
“Si es posible, y en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todo el mundo”.Romanos 12:18. Y yo añadiría: sobre todo, con quien duerme a tu lado.
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En la segunda parte de este tema, la próxima semana, hablaremos sobre cómo identificar las señales de una pelea sucia y cómo convertirlas en oportunidades para crecer y restaurar. Porque el conflicto, bien gestionado, no destruye el amor: lo purifica y lo fortalece.
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