Un llamado a redescubrir el amor de Cristo como modelo vivo para el matrimonio de hoy.
“Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador. Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo” (Efesios 5:22–24).
Dos errores opuestos nos acechan y perturban como nunca ahora: que la mujer sea humillada o anulada en su dignidad —no está bien y nunca estaré de acuerdo—, pero tampoco lo es que busque atacar e imponerse sobre el hombre en un juego de poder. Pablo no invita a la esclavitud ni a la lucha de sexos, sino a un intercambio de vulnerabilidad: el hombre ama, protege y se entrega; la mujer responde confiando, dejándose cuidar y renunciando a la defensa solitaria que tanto cansa y hace daño.
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Hoy, la cultura y la sociedad han distorsionado el llamado de Efesios 5. Desde un feminismo radical que pretende borrar la presencia y la participación del hombre en el hogar, hasta mujeres que se autoanulan creyendo ser menos y así permiten la perpetuación del machismo y la misoginia. Ambos extremos se equivocan, porque parten del miedo, del odio o del rencor, y no del amor.
Para entender bien a Pablo hay que empezar por el versículo que antecede a la instrucción:“Someteos unos a otros en el temor de Dios” (Efesios 5:21). Ese antecedente es el marco hermenéutico. El sometimiento no es unidireccional, impositivo, ni violento: es mutuo, profundo, reverente, íntimo y espiritual. Es respeto y cuidado que fluye en ambas direcciones.
La palabra griega kephale se usa en la Biblia con matices que pueden incluir “autoridad”, “origen” o “representación”. En Efesios 5, el apóstol Pablo emplea la imagen de Cristo como cabeza de la iglesia para indicar una relación de liderazgo que se manifiesta en servicio y entrega: Cristo es cabeza porque ama, da su vida y orienta a su pueblo hacia la santidad (Efesios 5:23; lee también Filipenses 2:5–11). Por eso, afirmar que “el marido es cabeza de la mujer” no es otorgar licencia para ejercer poder opresivo y autoritario; es afirmar un llamado a liderar como Cristo lidera: con humildad, sacrificio y cuidado. El liderazgo cristiano es servicial y protector, no dominante ni explotador.
El término griego “hypotassō” suele traducirse “sujetar” o “someterse” en el Nuevo Testamento y aparece en diferentes contextos: desde orden militar hasta la rendición voluntaria y ordenada por respeto. En Efesios 5 debe leerse a la luz de Efesios 5:21 —“Someteos unos a otros en el temor de Dios”— lo que convierte la sujeción en algo recíproco y voluntario. La sujeción bíblica no es servilismo forzado: es una elección consciente de confianza, orden y cooperación dentro del vínculo conyugal, orientada por la reverencia a Cristo.
• Autoridad servicial: la “cabeza” llama al marido a asumir un liderazgo sacrificial —tomar iniciativas de servicio, sacrificar comodidades por el bien de la esposa, proteger su dignidad—, no a imponer.
• Sometimiento redentor: la “sujeción” invita a la esposa a confiar y a recibir ese cuidado respetuoso; implica influencia y participación real en decisiones, no silenciamiento ni anulación.
• Mutua responsabilidad: kephale sin hypotassō mutua se vuelve autoritarismo; hypotassō sin kephale servicial se vuelve abandono. El diseño bíblico funciona cuando ambos cumplen su parte bajo la autoridad suprema de Cristo: él guía y sirve; ella confía y coopera; ambos se sostienen y corrigen con amor. Desde la perspectiva emocional, este modelo produce un equilibrio saludable: el hombre experimenta propósito al proteger y servir; la mujer, seguridad al confiar y participar; ambos, paz al vivir bajo un mismo propósito. Cuando Cristo gobierna, la dinámica relacional deja de ser una lucha de poder para convertirse en una danza de cooperación y ternura.
Pablo no escribe un manifiesto para reforzar la sociedad patriarcal; propone una nueva teología del hogar en Cristo. Para el marido: “Ama y lidera”, esto significa preguntar, escuchar, cuidar, proteger hasta dar su vida, pedir perdón, restituir, así como priorizar el bienestar emocional y espiritual de la esposa; para la esposa: “Sujetarse” que implica honrar, respetar, discernir, confiar con libertad, decir la verdad con amor, participar activamente en la construcción del hogar, dejarse amar y ambos se rinden a Él como Señor. La sujeción, por tanto, no coloca a una persona por encima de la otra como dueño, sino que define un marco de mutua entrega en el que cada uno sirve al otro por reverencia a Cristo.
Reducir las palabras de Pablo, sus instrucciones y la nueva visión del matrimonio a un mandato cultural o a un cliché religioso, es un grave error. En la cultura grecorromana del primer siglo, la sujeción femenina solía implicar posesión y dominio; Pablo no valida ese esquema, lo desafía y lo transforma teológicamente: esposos y esposas son iguales en Cristo, aunque con roles y responsabilidades diferenciadas.
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En el artículo anterior mencionaba cómo muchos hombres luchan con la capacidad de amar realmente a sus esposas. Y lo repito: un hombre que no se ha rendido a Cristo jamás podrá amar como Cristo amó a la iglesia. Ahora, no digo que un varón “no cristiano” no pueda sentir amor, afecto, ser proveedor o sacrificarse por su familia —he conocido a muchos que hacen muy buen trabajo—; a lo que me refiero es que él no comprenderá la profundidad y la complejidad de este tipo de amor que nace y se inspira en la cruz: un amor de entrega total, que no espera nada a cambio, que se inspira en el sacrificio, sumisión y reverencia mutua. Solo quien conoce a Cristo de verdad y le hace Señor de su vida puede acercarse a ese estándar.
De igual manera —esto lo digo con amor y respeto— la mujer que no ama a Cristo, que no le reconoce, ni se rinde a Su autoridad y Su señorío, difícilmente podrá entender lo que significa sujetarse “como al Señor”. Esto no se trata de humillación: es confianza en el diseño divino; es dejarse cuidar, respetar y responder en gratitud al amor recibido.
Someterse “como al Señor” no significa hacerlo en lugar de Cristo, sino por amor a Cristo. Es una expresión de obediencia espiritual que honra a Dios antes que a cualquier autoridad humana. Así, la sujeción deja de ser un acto de subordinación ciega para convertirse en una adoración práctica: una forma de reflejar el carácter de Cristo en la relación.
El “sometimiento” descrito por Pablo no es licencia para el abuso ni mandato de obediencia ciega. Este concepto remite a una actitud espiritual, mutua y constante: reconocer en la relación conyugal un lugar donde se honra y se sirve a Cristo, no donde se ejerce poder arbitrario.
Permíteme insistir: una mujer —y en otros casos un hombre— no debe permanecer bajo humillación o maltrato en nombre de la fe. Amar como Cristo y someterse “como al Señor” jamás justifican la permanencia en situaciones de abuso, manipulación o peligro. La protección puede exigir distancia, separación temporal o la intervención de autoridades y el apoyo profesional correspondiente.
Someterse no es sinónimo de sumisión acrítica ni de sacrificar la vida o la integridad personal. Cuando la participación del cónyuge —hombre o mujer— es tiránica, tóxica o dañina, la iglesia y la comunidad deben actuar para proteger y sanar, no para encubrir. En esos casos, la responsabilidad pastoral y comunitaria implica poner límites, buscar transformación mutua y, cuando haga falta, tomar distancia para resguardar la vida y la dignidad.
La propuesta de Pablo solo funciona en plenitud cuando Cristo es el Rey de los corazones.
Sujetarse mutuamente y hacerlo “como al Señor” nos inspira a una actitud espiritual que exige conversión y ejercicio de carácter: para la esposa significa, en términos prácticos, dejarse cuidar, recibir la protección y el liderazgo amoroso del marido; para el marido significa amar con sacrificio, cuidando y procurando la santidad y el bien de su esposa “como Cristo a la iglesia”. Es un intercambio: él se entrega, ella se deja cuidar; ambos se rinden a Cristo. No es pasividad ni humillación; es una elección consciente de confianza y de un orden relacional que honra a Dios.
De la misma forma, un feminismo que ridiculiza o desprecia el rol del varón, o un machismo que anula la voz de la mujer, tampoco reflejan el corazón del evangelio. La respuesta cristiana no debe imitar al mundo —ni el patriarcado ni el feminismo radical—, sino poner a Cristo en el centro; allí ambos encontrarán su identidad, su valor y su misión.
Un hogar funcional no nace de fórmulas humanas y baratas, sino de la gracia de Dios que endereza lo torcido y restaura lo roto. Cuando el esposo se somete a Cristo y ama como Él, y la esposa se rinde a Cristo y responde en confianza, ocurre lo que Pablo soñaba: un hogar donde la vulnerabilidad no es amenaza sino espacio de encuentro; donde el respeto mutuo es refugio; donde el amor sacrificial y el honor reverente se entrelazan hasta formar una unidad que el mundo no puede romper.
“Casadas, estad sujetas a vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres y no seáis duros con ellas”. Colosenses 3:18-19
• ¿Qué temores personales me impiden vivir el modelo de Efesios 5 en mi matrimonio?
• ¿Qué áreas en nuestra relación revelan lucha por poder, en vez de confianza y respeto mutuo?
• ¿Estoy sometiéndome a Cristo para poder vivir este llamado en plenitud?
• ¿Esto justifica permanecer con un abusador?
No. La enseñanza bíblica nunca legitima el abuso. Prioriza siempre tu seguridad: sal de la situación si estás en peligro, busca un lugar seguro, llama a los servicios de emergencia si procede y documenta lo ocurrido. Informa a tu comunidad o iglesia para activar protocolos legales, terapéuticos y pastorales.
• ¿Qué hago si mi esposo —o esposa— no es cristiano?
Vive tu fe con integridad y amor; invita con testimonio, ofrece recursos y acompañamiento en consejería y terapia familiar, pero no exijas conversión como condición para recibir tu respeto.
• ¿No es esto machista?
No: El cristianismo afirma la igualdad de dignidad entre hombres y mujeres. Aquí se habla de roles funcionales y de un liderazgo servicial, no de superioridad ni de desvalorización de la mujer.
• ¿Someterme significa aceptar decisiones sin opinar?
Para nada. La sujeción bíblica implica participación, influencia mutua y diálogo respetuoso; no exige silencio impuesto ni pasividad.
• ¿Qué pasa con el abuso espiritual (usar la Biblia para controlar)?
Eso es abuso. La iglesia debe denunciarlo, proteger a la víctima y ofrecer acompañamiento pastoral y profesional; la Escritura no avala la manipulación.
• ¿Cómo puedo saber si mi esposo ama “como Cristo”?
Observa frutos prácticos: se sacrifica por el bienestar de la pareja y la familia, escucha activamente, reconoce y corrige sus faltas, restituye cuando ha herido y busca el bien espiritual y emocional del otro.
• ¿La iglesia obliga a perdonar o a reconciliarse inmediatamente?
Perdonar es un llamado cristiano personal, pero la reconciliación requiere arrepentimiento auténtico, garantías de cambio y condiciones de seguridad. No se debe forzar ni apresurar la restauración sin esas garantías.
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La iglesia debe ser un refugio que protege la vida y la dignidad. Ante cualquier riesgo, la prioridad es la seguridad inmediata: encontrar un lugar seguro, llamar a los servicios de emergencia si procede, documentar los hechos y buscar ayuda profesional (médica, legal y psicológica).
La comunidad acompaña con discreción y firmeza: ofrecer apoyo pastoral, facilitar medidas protectoras (separación temporal, órdenes de restricción cuando sean necesarias), derivar a terapeutas y abogados, y evitar presionar a la víctima para perdonar, reconciliarse o regresar hasta que existan garantías reales de cambio. Los líderes deben denunciar cuando la ley lo exige, no encubrir abusos, y promover redes de apoyo, protocolos claros y formación competente para atender estos casos con compasión y responsabilidad.
Nunca se deben usar estas palabras para encubrir violencia, control o manipulación. El concepto bíblico solo tiene sentido en un marco de mutualidad y bajo la señoría de Cristo; fuera de ese marco, la “cabeza” se vuelve tiranía y la “sujeción” se convierte en esclavitud, lo cual las Escrituras jamás apoyan.
La gracia de Dios no solo protege, también restaura. Aun los hogares que han sido heridos pueden encontrar un nuevo comienzo cuando Cristo vuelve a ocupar el centro. Su amor no justifica el mal, pero sí ofrece el poder para sanar lo que el pecado rompió.
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