Un llamado a redescubrir el amor de Cristo como modelo vivo para el matrimonio de hoy.
En las últimas décadas, la cultura y, en no pocos espacios, la iglesia han adoptado una lógica comercial: todo puede venderse, todo puede convertirse en producto, incluso la fe. Cuando eso ocurre, la imagen que tenemos de Cristo se empobrece —ya no es el Señor, es una oferta más—, y el daño no queda solo en lo espiritual: destruye hogares.
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“Y él existía antes que todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten. Él es la cabeza del cuerpo, que es la iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga el primer lugar”. Colosenses 1:17-18
De ese sistema retorcido surge una forma tóxica de pensamiento y conducta: se llega a mirar a la esposa como “otro artículo”, útil hasta que deja de serlo. Si hoy muchos hombres no aman a sus esposas como Cristo ama a la iglesia, quizás la raíz de este grave problema es que ya no le honramos a Él como quien gobierna realmente nuestro corazón.
¿Qué pretendía el apóstol Pablo al decir “el hombre ame a su mujer, como Cristo a la iglesia”? ¿Quiso ponernos una meta imposible de alcanzar? ¿Imaginó que en algún momento olvidaríamos al Señor y sustituiríamos su señorío —tanto en la iglesia como en la familia— por apariencias, consumos y productos?
“Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha.” Efesios 5:25–27
Pablo no propone un ideal etéreo o inalcanzable. Este llamado no es solo ético, es espiritual: el matrimonio refleja el misterio mismo de Cristo y la iglesia. Amar a la esposa no es una simple recomendación práctica, es representar en la tierra una verdad celestial y traza un estilo de amor que es acción continua, entrega sacrificial y cuidado intencional. Amar “como Cristo” no es dominar, ni usar, ni consumir: es proteger, servir y formar —tres verbos que transforman el hogar cuando se convierten en un hábito vivo y genuino.
Proteger: el amor de Cristo da seguridad. Amar como Cristo no implica controlar cada paso de la otra persona, sino crear un ambiente donde ella pueda mostrarse vulnerable sin miedo. La verdadera protección es contención amorosa: establece límites claros frente a amenazas digitales, emocionales o relacionales, y al mismo tiempo preserva la dignidad y la libertad del otro. Proteger significa ponerse en guardia contra lo que erosionaría la intimidad y la confianza, denunciar lo que hace daño, y construir rutinas y acuerdos que faciliten el crecimiento mutuo. No es asfixia; es un cuidado firme que permite crecer.
“En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor, porque el temor lleva en sí castigo. Así que el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor”. 1 Juan 4:18
Servir: el liderazgo cristiano es humildad. El liderazgo en casa, al modo de Jesús, se mide por la capacidad de servir: lavó los pies, se hizo siervo y enseñó que la grandeza se encuentra en la entrega. En la práctica, liderar bien implica priorizar a la pareja, ayudar en las rutinas y labores cotidianas, y tomar decisiones que beneficien al otro antes que al propio ego. Es elegir el bien común cuando existe la tentación de buscar comodidad, reconocimiento o control. El liderazgo de servicio es un hábito formado en actos pequeños y repetidos: presencia, atención, asistencia práctica, y la discreta renuncia a la vanidad en favor del bienestar de la pareja.
“Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, lo mismo debéis hacer vosotros unos con otros. Os he dado ejemplo para que vosotros obréis como yo he obrado con vosotros”. Juan 13:14-15
Formar: amar implica acompañar la madurez. Cristo no amó para poseer; amó para liberar, santificar y restaurar. El esposo que ama así invierte en la vida espiritual, emocional y personal de su mujer no con la expectativa de un “rendimiento”, sino con el propósito de verla florecer según el diseño de Dios. Acompañar la madurez es proteger, nutrir, corregir con ternura, celebrar los progresos y sostener en la adversidad y la debilidad; es perseverar e insistir cuando el proceso es lento, admitir errores, corregir y trabajar con humildad para mejorar.
Este compromiso requiere tiempo, paciencia y constancia: no es una conquista puntual, sino una trayectoria de crecimiento compartido. Esto también exige que el hombre aprenda a trabajar con sus propias emociones: un corazón que no sabe nombrar lo que siente difícilmente podrá acompañar el proceso emocional de su esposa. Amar como Cristo implica desarrollar, ejercitar y cultivar inteligencia emocional, sanar heridas propias y aprender a comunicar con verdad y ternura.
“El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso. El amor no es engreído ni orgulloso. No actúa con bajeza ni busca su propio bien; no se irrita ni piensa mal; no se alegra con la injusticia, sino que se alegra con la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. 1 Corintios 13:4-7
Como mencioné al inicio, nos hemos acostumbrado a una fe de consumo emocional: buscamos experiencias intensas y seguimos personajes o “marcas” antes que someternos al Señor con integridad. Esta cultura de la sensación diluye la devoción y convierte la fidelidad en una sucesión de momentos medidos por “likes” en lugar de por un compromiso permanente. Cuando la iglesia se convierte en plataforma de ofertas espirituales y los líderes en celebridades que prometen emoción más que carácter, el corazón aprende a escoger lo que satisface en vez de rendirse al Rey.
Ese patrón salta del púlpito al hogar: si miras a Cristo como proveedor de experiencias y no como Señor soberano, acabarás viendo a tu esposa como fuente de comodidad, validación o estatus y no como compañera para toda la vida. Así se naturaliza en la mente la idea de lo útil y lo prescindible, cuando el matrimonio fue diseñado como un pacto de unidad y permanencia.
En segundo lugar, la superficialidad espiritual ha fomentado respuestas rápidas ante la crisis: el divorcio se ha normalizado como una salida inmediata en lugar de ser la última instancia. Vivimos en una sociedad que premia la inmediatez; si algo duele, lo evitamos o lo reemplazamos. Esa lógica permea también el matrimonio y empobrece la paciencia necesaria para trabajar heridas profundas, que requieren incertidumbre, dolor y tiempo.
Las redes sociales amplifican la comparación y la desesperanza, y el miedo a “perder tiempo” empuja a muchos a decisiones apresuradas que cortan procesos de reparación posibles. Convertir el matrimonio en un contrato de satisfacción facilita la retirada prematura; recordarlo como “pacto divino” exige reentrenar la voluntad para permanecer y para invertir en la restauración, aun sin garantías de resultado rápido.
“Así que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió, que no lo separe nadie”. Mateo 19:6
Por último, los silencios cómplices en nuestras comunidades han sido letales: con frecuencia priorizamos la reputación por encima del cuidado real de las personas. La falta de formación y de profesionales capacitados en el acompañamiento de matrimonios y familias ha dejado a muchos viviendo su dolor en soledad, sin herramientas para sanar. Ante escándalos, heridas domésticas o abusos, es habitual cerrar filas para proteger imágenes en lugar de abrir caminos de verdad y reparación; ese silencio aísla a quienes sufren y les niega acompañamiento pastoral y terapéutico.
Priorizar apariencia sobre verdad termina reproduciendo patrones tóxicos: encubriendo faltas, minimizando denuncias y privando a las familias del ministerio de la reconciliación que debería definirnos. Recuperar la mirada de Cristo exige coraje comunitario para decir la verdad con compasión, exponer lo que daña, acompañar y sostener a las personas en procesos de sanidad adecuados.
Lo que hoy duele no tiene que definir tu mañana. Sanar tu historia es reescribir tu futuro. Si queremos ser esposos que amen como Cristo, necesitamos rendirnos a Él y devolverle el lugar de Señor sobre nuestro corazón; además debemos construir comunidades que valoren carácter sobre emocionalidad, que vivan en autoridad espiritual y que representen el Reino de Dios con coherencia.
El camino no es fácil ni tiene atajos: exige conversión de corazón, disciplina de hábitos y humildad para pedir ayuda. Pero hay esperanza: cuando un hombre vuelve a enamorarse de Cristo, su mirada cambia, su trato se transforma y su hogar respira otra verdad: la del amor que sana y edifica. Este amor no nace de la fuerza humana, sino de la obra del Espíritu Santo en un corazón rendido. Solo el Espíritu puede transformar nuestro egoísmo en entrega y nuestra dureza en ternura. No perdamos más tiempo en fórmulas baratas y superficiales; volvamos a Jesucristo nuestro Señor.
“Permaneced en mí y yo en vosotros. El pámpano no puede llevar fruto por sí mismo si no permanece en la vid. Del mismo modo ocurre con vosotros si no permanecéis en mí”. Juan 15:4
Este artículo es solo el inicio. Durante las próximas cuatro semanas, a lo largo del mes de octubre, estaré compartiendo distintos escritos sobre el matrimonio: reflexiones que buscan confrontar, animar y ofrecer herramientas espirituales y prácticas para fortalecer la vida en pareja. Mi deseo es que cada entrega abra un espacio de diálogo y esperanza, y que juntos podamos redescubrir la belleza del pacto matrimonial desde la mirada de Cristo.
¿Empezamos hoy el camino de regreso a Él?
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ADVERTENCIA:
Amar como Cristo no justifica la permanencia en situaciones de abuso, manipulación o peligro. La protección a veces exige distancia para evitar daños mayores. No debemos confundir sometimiento con sumisión acrítica: Efesios habla de un marco relacional donde “los unos a los otros” se someten en el temor de Dios, no de una licencia para el abuso. Proteger al vulnerable también es bíblico: la Escritura llama a levantar la voz por los indefensos y a no encubrir al que obra mal (Pr. 31:8–9). La iglesia que maquilla heridas o protege “personajes" contribuye al problema; debemos practicar una fe que habla la verdad, cambia, transforma y sana.
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