Oro para que nuestras nuevas generaciones recuperen el valor, descaro, convicción, determinación, y firme seguridad en el Señor para plantarse ante el mundo.
Varios hombres se acercaron en medio de la noche a la puerta de la iglesia; uno de ellos sacó un papel y lo clavó en la puerta; allí estaban escritas sus tesis que condenaban la corrupción de la Iglesia y reclamaban un retorno a la obediencia a la Biblia y al cristianismo primitivo. No era Wüttenberg ni era 1517; era Ávila en el siglo IV. Aquel hombre era el gallego Prisciliano.
Después de clavar sus tesis, se volvió aquella misma noche con los suyos para Galicia porque estaba seguro de que, si esperaba al amanecer, los prebostes del concilio que le habían convocado le iban a echar mano y condenar; en aquella ocasión pudo escapar, pero años después sería decapitado en Tréveris por mandato de la Iglesia oficial y sus restos traídos por sus seguidores de Alemania a Galicia, en un trayecto que muchos aseguran que supone la base del famoso “Camino de Santiago”. Es notable, porque hablamos de un protomártir de la Reforma protestante.
El 31 de octubre de 1517 el profesor Martín Lutero llegó también a la puerta de la iglesia de la Universidad de Wüttenberg con las tesis que había escrito para someterlas a exposición pública y debate. También fue condenado y su vida corrió serio peligro.
Tres años después el papa publicó una bula de excomunión contra él; no se limitaba a una sentencia religiosa, podríamos compararla con la que el ayatolah Jomeini lanzó contra Salman Rushdie: cualquiera podría matarlo y sería premiado con la bendición de la Iglesia.
Lutero recibió la bula y el 10 de diciembre a primera hora de la mañana se reunió con otros profesores y sus alumnos; hicieron una hoguera al pie de la muralla de la ciudad y allí echó la bula al fuego; se quedó viendo tranquilamente cómo ardía y se marchó.
Aquel día el mundo cambió: nunca nadie había llegado a dar ese paso antes; no podría haber mostrado más gráficamente la relatividad del poder humano, incluido el del papa, no podría haber gritado con más fuerza ante todo el mundo que él no aceptaba ninguna autoridad absoluta más que la de Dios.
Como muchos han reconocido, aquel día nacieron nuevas libertades, nació el sistema democrático occidental.
Una mañana de un día como hoy les contaba a mis hijos en la cocina después del desayuno este episodio; los tres escuchaban con los ojos muy abiertos el relato y de repente les pregunté: “¿Sabéis qué quiso decir Lutero al quemar la bula?” Denís mi hijito mediano respondió con entusiasmo: “Sí, papá”. Abrió su brazo izquierdo, con el otro lo golpeó en la flexura del codo al tiempo que extendía el dedo medio de la mano y exclamó: “¡A tomar…!” [no reproduzco la contundente frase]. Arrugué el entrecejo muy preocupado y le iba a preguntar indignado en dónde había aprendido esa expresión, cuando el Señor me paró. En efecto: Denís lo había entendido a la perfección; se había convertido en un verdadero descendiente de Lutero, con su misma firmeza, descaro y convicción. Desde entonces, en mi familia, ante situaciones de desasosiego, mostramos nuestra libre autodeterminación diciendo con elegancia: “Lutero quemó la bula”.
“Sé perfectamente que desde el comienzo del mundo la Palabra de Cristo ha sido de tal índole que cualquiera que quiera llevarla al mundo debe renunciar a todo, como los apóstoles, y esperar la muerte en cualquier momento”, testificó un tiempo después Lutero. Y más tarde, ante la dieta de Worms, frente al máximo poder político y religioso del mundo, se plantó y afirmó:
“Mi conciencia está ligada a la palabra de Dios, no puedo ni quiero retractarme, porque no es seguro ni aconsejable hacer algo contra la conciencia. Aquí estoy, no puedo proceder de otra manera. ¡Que Dios me ayude! Amén”.
Mi oración es que nuestras nuevas generaciones recuperen el valor, el descaro, la convicción, la determinación, la firme seguridad en el Señor, para plantarse y decir ante el mundo: “¡Aquí estoy!”.
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